Hegel, Borges, Indiana Jones

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La primera vez que escribí sobre Indiana Jones me amparé en la autoridad de Hegel, en un intento, lo pienso ahora, de justificar el tamaño de mi entusiasmo, que era un reflejo del placer en estado salvaje que experimenté viendo las dos primeras entregas de la serie. Escribía yo en mi reseña de 1985 que Indiana Jones y el templo maldito era un ejemplo supremo del cine que desafía las categorías hegelianas de los sentidos “teóricos” (la vista y el oído), poniendo a ambos al nivel inmediato del olfato o el tacto. Pocas películas como las que Spielberg ha hecho dentro del género (E. T., Encuentros en la tercera fase, Tiburón, unidas a las cuatro de Indiana Jones) se prestan a un disfrute sensual tan primario y tan apabullante, que, sin embargo, no es nunca entontecedor; la artisticidad del relato suple las debilidades del argumento, los excesos del efectismo, el delgado trazo de los personajes. La saga ha ido desfalleciendo un poco a partir de la tercera entrega, Indiana Jones y la última cruzada, pese a contar aquélla con la presencia atávica de Sean Connery. Esta nueva Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal recobra vuelo en el arranque, en la arrebatadora variante del tema del elefante en la cacharrería (aquí la motocicleta en la biblioteca), y en el episodio de las hormigas voraces, aunque lo que la define más es su construcción a base de citas y homenajes: un patchwork en el que los grandes maestros (el Hitchcock de Cortina rasgada, el Fritz Lang de La tumba india) están cosidos al lado del pulp y las aventuras del cine colonial más trillado.

La impresión que el espectador del último Indiana Jones puede tener más de una vez es que está contemplando una sucesión de mini-episodios ensartados en un collar extenso y lleno de brillos, no todos destellados por perlas cultivadas. Algo muy distinto a lo que se plantea en otra película reciente, Rebobine, por favor (Be Kind Rewind) del director franco-americano Michel Gondry; en este caso, el procedimiento, muy auto conscientemente postmoderno, es la duplicación del modelo, al modo en que se describe en el legendario relato de Borges “Pierre Menard, autor del Quijote”. Con una diferencia: el poeta Menard pretendía repetir palabra por palabra la novela de Cervantes, haciéndolo como Cervantes pero no siendo Cervantes sino un oscuro francés del siglo XX. Los dos pirados de Rebobine, por favor van produciendo por intereses espurios copias literales aunque condensadas de películas célebres, en un raccourci casero filmado sin pretensión ninguna y concebido para hacer subsistir un negocio de alquiler de vídeos entrado en grave crisis.

Es una lástima que Gondry, que goza de prestigio en los ámbitos favorables incondicionalmente al cine indie, sea un cineasta tan grueso y un tan mal director de actores. Responsable anterior de películas que detesto (Olvídate de mí, La ciencia del sueño) y asociado a otro escritor-director de su cuerda, Charlie Kaufman, igualmente sobrevalorado, en esta ocasión ha escrito una historia ingeniosa y sugerente, casi me atrevo a decir que trascendente (una palabra que a estos practicantes de la ligereza sofisticada les producirá sin duda pavor). Cuando las reducciones chapuceras –interpretadas por ellos mismos– que los dos socios de la tienda, Jerry y Mike, hacen pasar por las verdaderas Robocop, Los cazafantasmas o Paseando a Miss Daisy, obtienen entre los clientes del videoclub un éxito desbordante, la película aborda un tema de interés, el triunfo del simulacro sobre el original, extendiendo sus significados, en la parte final de la historia, al lanzarse la pareja, ayudada por un grupo de amigos y vecinos, a destripar y rehacer malamente títulos de calidad y no sólo comercialidad: desde el 2001 de Kubrick a Ingmar Bergman o Fellini.

El corolario puede añadir una luz muy cruel al film de Gondry, posibilidad que sin duda él mismo ha tenido en cuenta provocativamente. La idea de la predilección del público por lo torpe, lo falso, lo acomodaticio, lo desvirtuado, frente a lo primordial, lo auténtico, lo irrenunciablemente artístico, es así aplicable a la propia Rebobine, por favor, sobre todo cuando en su desenlace, embarullado con la presencia de la figura del músico de jazz Fats Waller, a quien se rinde tributo, Gondry se acerca más a Frank Capra que a Borges (por no hablar de Hegel). Predomina entonces un sentimentalismo de barrio y de tribu que casa mal con la irreverente burla ribeteada de guiños metaficticios de la primera hora de esta siempre rara y atractiva película. ~

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Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).


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