El águila y el culebrón: sobre “Emilia Pérez” y la mexicanidad

En la irritación contra "Emilia Pérez" confluyen posturas ideológicas y criterios artísticos que tienen en común una cosa: el rechazo mexicano a contemplarse en la percepción extranjera.
AÑADIR A FAVORITOS
ClosePlease loginn

Jacques Audiard no es el primero ni será el último creador foráneo cuya obra la furia chovinista juzgue injuria al alma nacional: México no soporta contemplarse en el espejo de la percepción extranjera. La publicación en inglés en 1843 de una selección de la correspondencia de Frances Erskine Inglis en la que plasmaba sus impresiones del país suscitó que las élites política, económica e intelectual se unieran para denunciar la “injusta, apasionada y violenta diatriba”, acusando a la aristócrata escocesa conocida como Madame Calderón de la Barca de que “traicionó la generosidad de sus anfitriones y desprestigió a muchas personas respetables”. Fue tal la condena a La vida en México que el Diario del Gobierno de la República Mexicana la juzgó como un ataque a la nación y prohibió cualquier difusión. Proscrita durante años, su traducción al castellano data de ¡1920! Fue la primera obra que provocó en nuestra áspera patria indignación y desprecio, pese a que, en realidad, nadie la había leído.

El paradigma de la mutua incomprensión fue el de Graham Greene. Tras escribir un testimonio de la persecución religiosa por parte del Estado mexicano por encomienda de un editor londinense, el infame Caminos sin ley (1939), el atribulado novelista decantó esta experiencia en El poder y la gloria (1940). Su acerba visión del México en el relato testimonial y su compleja configuración del personaje protagonista de su gran novela motivaron tanto la furia del gobierno cardenista como la censura de la Iglesia, que no la juzgó suficientemente católica.

Muchas de las acusaciones que Emilia Pérez ha recibido reciclan fórmulas aplicadas a otros autores extranjeros, entre ellas “frivolidad”, “estereotipo del México bárbaro”, “desconocimiento de la realidad mexicana”. Cinta musical que el director concibió inicialmente como una ópera, su caso me recuerda al de La fanciulla del West. Para conmemorar el centenario de la Independencia de México, se había propuesto que esta ópera de Giacomo Puccini se representara en la inauguración del Palacio de Bellas Artes. Por diversas circunstancias no fue así –su estreno mundial fue en la Ópera Metropolitana de Nueva York en 1910–, y pese a las tentativas para montarla en nuestro país, transcurrieron diez años para que se estrenara fugazmente en la Ciudad de México, y casi cien más para una nueva escenificaación, en 2017. Si bien no hay documentos probatorios, algunos melómanos sugieren que tanto Victoriano Huerta como Venustiano Carranza externaron al compositor su molestia porque los bandidos eran de nacionalidad mexicana y por ello fue una ópera “proscrita”.

Visto con ecuanimidad, el escándalo en torno a Emilia Pérez parece desproporcionado; una pieza del teatro del absurdo o una ridícula comedia de enredo. Tormenta perfecta, en su formación confluyen las posturas ideológicas y los criterios artísticos más disímiles, como ocurrió con las élites decimonónicas que reprobaron las impresiones de Calderón de la Barca. Todos tienen de qué quejarse. Los chovinistas, por la pronunciación de Selena Gómez, porque en los papeles protagónicos no hay mexicanos y porque no se filmó en territorio patrio; los altermundistas la declaran una “burla eurocentrista racista”; los activistas sociales denuestan el tratamiento de los criminales y la problemática de los desaparecidos; la comunidad trans, la superficialidad con que se trata el cambio de sexo; los conservadores, que la trama se centre en un transexual; y los cursis, que el país se represente imbuido de corrupción, controlado por el narco y regido por la violencia.

Como un incendio avivado por vientos procedentes de todas las direcciones, la cívica irritación se propagó. En las semanas anteriores, se intentó cancelar el estreno fílmico en México; en la plataforma Change se asentó una petición para que no reciba más premios ni nominaciones –al parecer, no la leyó la academia hollywoodense, que la nominó a diversos óscares–; y los humillados y ofendidos fatigaron las principales plataformas fílmicas calificando a la cinta con bajas puntuaciones para denigrarla. Demasiado esfuerzo para reprobar una película que la mayoría no había visto.

Confieso mi regocijo por este sainete que deleitaría a Jorge Ibargüengoitia y que, mientras Donald Trump defenestra los derechos humanos y las libertades cívicas conseguidas arduamente para indiferencia de muchos, permite al mexicano considerarse ferviente patriota. ¿Selena Gómez pronuncia mal el castellano? Bueno, les sugiero escuchar la dicción de los capos mexicanos en Better Call Saul. No, no, mejor a los actores que encarnaban a los gringos en los filmes de Mario Almada o René Carona Jr. Sus acentos y pronunciación habrían ameritado que Ronald Reagan ordenara una invasión. ¿Los números musicales son irrespetuosos con las víctimas? Muy bien, ¿cómo valorar la secuencia en Bardo de González Iñárritu en la que las personas desaparecidas se desploman como enfermos de una epidemia y Hernán Cortés recita en la cúspide de una montaña de cráneos? ¿Es trivial abordar un asunto serio como musical? Ahí está Bailando en la oscuridad de Lars von Trier. ¿Es indulgente tratar a un criminal con benevolencia? Pues Europa, Europa de Agnieszka Holland presentó a Hitler como un tiranuelo apenado por el odio que había provocado y Mein Führer de Dani Levy lo convirtió en personaje cómico. Invoco estas comparaciones no para enaltecer la pérfida extranjerada –¡Benito Juárez me libre de tal pecado!–, sino para demostrar que las acusaciones son más prejuicios que argumentos. Bien podrían espetar los detractores: “Ni la he visto ni me gusta”, y su descalificación sería tan sólida como los criterios que esgrimen para denostarla.

*

Con el riesgo de terminar excomulgado como mexicano, decidí ver el filme sin respetar el llamado a las armas, perdón, al boicot promovido en redes. Ciertamente no encontré la pieza magistral que algunos críticos y cineastas vieron –entre ellos Guillermo del Toro, quien pasó de ser el Tío Gamboín de los Z y milenial a un aliado del enemigo–, pero tampoco el bodrio que nuestra bilis nacionalista ha amasado. Representación subjetiva de la problemática nacional, para evaluarla conviene recordar un principio crítico elemental: una obra de creación no se mide con la regla realista. A este relato delirante se le quiere imponer el vástago del costumbrismo o la denuncia para que resulte lineal y se ajuste a las normas de la Liga del Mexicanismo Decente. Que sea chocante responde más al estilo del cineasta que a nuestros traumas. Manierista y alocado, reelabora las tendencias neobarrocas del cine francés de la década de los ochenta, y aunque parezca distante, Emilia Pérez, que Audiard había pensado más una ópera que un filme musical, está más emparentado con Titane (2021) de Julia Ducournau y La sustancia (2021) de Coralie Fargeat, exponentes de neoneobarroco francés, que con El odio (1995) de Mathieu Kassovitz o Divinas (2016) de Houda Benyamina, para citar dos casos de cintas apegadas al registro verista. Es más, considero que, con su vocación paródica y su afán de plasmar temas polémicos, su Emilia es prima de Annette (2021) de Leos Carax, el sensei de todo neobarroco rococó y cocorococó que se respete.

Desde el planteamiento, exhibe su cariz romántico. Así, el anhelo de transformación, casi rimbaudiano, que anima no solo a la protagonista homónima (Karla Sofía Gascón) de cambiar de sexo para cambiar de vida, sino también a Jessi (Selena Gómez), quien se rebela ante el rol social que desempeña (“Bienvenida”) y decide asumir su libertad reuniéndose con su antiguo amante. Este acatamiento de la condición deseante que impele a escapar de la constricción de los roles sociales o genéricos –es elocuente el título del número musical en que Manitas confiesa que desde niño deseó ser mujer: “Deseo”–, aflora asimismo en la conformación de la organización La Lucecita, con la que se pretende enmendar un poco de la culpa criminal, pero igualmente paliar el desconsuelo de los deudos de las víctimas.

La alquimia es una clave de lectura. En el epílogo, los dolientes del fúnebre cortejo hablan del cambio que representa Emilia y aluden a la transformación del plomo en oro. Por su parte, cuando ella y Rita (Zoé Saldaña) se reencuentran, la abogada se referirá a la personalidad de la neomujer como “mercurial”, es decir, “impredecible”. Asociado a la alquimia, Mercurio –sí, con mayúscula– no solo como elemento necesario para la transubstanciación, sino como deidad hermética: es un trasunto de Hermes. La cinta plantea la transformación como redención, sea de un narcotraficante o de una sociedad. Es indicial que el colectivo que ayuda a buscar desaparecidos esté compuesto, principalmente por mujeres y que en todas las escenas aparezcan la señora de las quesadillas con la que cena Rita, las sirvientas de la casa de Emilia, las compañeras de trabajo. Otro guiño al proceso alquímico es que el cirujano que realiza la operación del cambio de sexo advierta a Rita, la intermediaria, que se puede cambiar el cuerpo, pero no de alma, un apotegma que bien podría ser de raigambre ocultista: para la trasmutación de los metales, primero hay que transformar la propia alma. Para enfatizar, Rita canta: “Cambiar el cuerpo, cambia la sociedad. / Cambiar la sociedad, cambia el alma./ Cambiar el alma, cambia la sociedad./ Cambiar la sociedad lo cambia todo”.

Los encuadres en planos medios y cerrados, la paleta oscura y deslavada –semejante a la de cineastas del miserabilismo mexicano, como Arturo Ripstein–, la falta de enclaves abiertos –incluso las escenas en exteriores, debido a la muchedumbre, son asifixiantes–, la fealdad omnipresente de la música y la basura en las calles muestran un país de gente solitaria en el que, paradójicamente, resulta imposible vivir aislado. No hay lugar para la privacidad ni para la intimidad ni tampoco escapatoria. La “urbanidad”, entendida como alusión a la ciudad como espacio civilizatorio, reglamentado, es una imagen distante, una mancha que se atisba desde las ventanas o a la distancia –como la panorámica de Iztapalapa con su teleférico–, como el rumor de los noticiarios radiofónicos y televisivos, incesantes como los pregones cotidianos del comprador de colchones o del vendedor de tamales oaxaqueños. Particularmente, celebro el humor socarrón con que se denuncia el morbo de los pasquines: uno de los diarios amarillistas del kiosco se llama La Bocina de Michoacán.

La opresión proxémica contrasta con los movimientos de cámara y el despliegue físico de los actores en los números musicales. La música y la coreografía, al respecto, me parecen un acierto. Ni frívolos ni festivos, resultan una abrupción que permite a los personajes, al distanciarse, expresar su parecer y externar sus pensamientos. Así, Rita efectúa un diagnóstico sobre la corrupción que permea la sociedad mexicana y que permite la vinculación de todos los estratos. Es el mejor coreografiado, aunque los episodios de las marchas, que evocan tanto a las concentraciones cívicas como a los cortejos fúnebres, están igualmente logrados.

Historia folletinesca, el encadenamiento de las secuencias con sus fundidos en negro recuerda la estética compositiva de este subgénero. Para fluir, el relato exige las peripecias y los giros de los relatos populares. No hay una sola escena de la cinta que no esté imbuida de violencia, sea esta doméstica o criminal. La reacción brutal de Emilia ante la independencia de Jessi; y la venganza de esta y Gustavo, quienes para fregar a Emilia actúan como narcos, corroboran el fatalismo: se puede cambiar de sexo y buscar la redención, pero no de personalidad ni de humor corporal, como atestiguan los niños. Por ello, la única salida parece ser la celebración fúnebre en el que el México moderno y el ancestral confluyen en una larga calle estrecha al son de la tambora y los metales.

Si Emilia Pérez decepciona las expectativas y se queda en la ambición no es por yerros en la referencialidad, sino por la complacencia. La sociedad mexicana se representa anquilosada, sin alternativas –de ahí la poética del encuadre–, en la que la redención solo es posible mediante la muerte y la transfiguración de la antiheroína en una suerte de santa espuria, un híbrido de Joaquín Malverde con la Santa Muerte. Contrario a lo que planteara su delirante mezcla genérica, su hibridez cultural, su vocación chocante, su aspiración a participar del pliegue, el “entre” como umbral, Emilia Pérez se diluye en un mensaje convencional y pesimista. Al final de la escapada, al término de las peripecias, la muerte es lo único que le espera a quienes se arriesgan a la libertad. Una conclusión ajena a la aventura nihilista y muy acorde con el neoconservadurismo de la época. ~

+ posts

(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.


    ×

    Selecciona el país o región donde quieres recibir tu revista: