La chica del tambor y el papá de John Le Carré

En la serie producida por la BBC e inspirada en la novela del escritor inglés, los personajes cambian de piel en todo momento, engañando y autoengañándose, hasta terminar convencidos de sus propias mentiras. Hay en eso un guiño a un pésimo padre.
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David John Moore Cornwell nació en Dorset, Inglaterra, en 1931. Si el lugar común afirma que infancia es destino, David Cornwell lo forjó en esos primeros años de vida: abandonado por su madre a edad muy temprana, el muchacho creció al lado de su hermano mayor, Tony, en un hogar dominado por la errática figura del padre, Ronnie Cornwell, un hombre que ganaba y perdía dinero por temporadas.

Cuando no había problemas financieros, el joven David podía pasar sus vacaciones en algún club deportivo de Montecarlo; cuando cundía la “mala suerte” en casa, el dinero escaseaba, veía a su padre nervioso, mintiendo y ocultándose de quienes lo buscaban. En algún momento, Ronnie terminaría en la cárcel, acusado de fraude. Es incierto el número de veces que Ronnie estuvo en prisión; muchos años después, cuando David era un famoso escritor y estaba en una posición económica más que holgada, su papá le solía hablar por teléfono desde el extranjero pidiéndole dinero para pagar alguna fianza. ¿Era verdad o solo una forma de extorsionar a su exitoso hijo al que, siendo niño, golpeaba “muy ocasionalmente y sin mucha convicción”? Es probable que sea lo segundo.

Con todo, David ha dejado entrever que algo de lo que es, se lo debe, sin duda, a Ronnie. No porque haya sido un padre cariñoso ni cuidadoso –no lo fue– ni porque alguna vez le haya demostrado algún tipo de interés –su trato siempre fue, en el mejor de los casos, distante– sino porque al vivir con un timador y un mitómano se acostumbró a observar y detectar la mentira, el engaño, la representación. Ya lo dijo alguien por ahí: llega una edad en la que puedes seguir mintiéndole a tus hijos, pero no los engañarás nunca.

Esos primeros veinte años de vida fueron la base de la formación literaria de David Cornwell que, después de un infeliz paso por el sistema público educativo británico, se matriculó en una escuela en Suiza para luego trabajar como intérprete de alemán para el ejército británico. Al regresar a Londres, a inicios de los 50, ingresó a Oxford y ahí mismo, como estudiante, empezó a trabajar en el MI5, el servicio de seguridad interior británico, con la responsabilidad de informar de cualquier movimiento sospechoso que pudiera indicar la presencia de espías soviéticos.

Después de graduarse, David pasó a trabajar en 1960 para el MI6 –el servicio secreto británico, la casa de James Bond– y en esa calidad, como agente y espía, fue enviado a Alemania, aunque, claro, con el nombramiento de segundo secretario de la embajada (en Bonn) o cónsul (en Hamburgo). Mientras despuntaba su carrera como agente secreto, Cornwell había empezado a escribir novelas de crímenes y espionaje: Llamada para el muerto (1961), Un crimen de calidad (1961) y, finalmente, el libro que lo llevaría a convertirse en autor de tiempo completo: El espía que surgió del frío (1963).

John Le Carré –ese era y es el seudónimo de David Cornwell– renunció a su plaza en el MI6 en 1964 cuando esa novela se convirtió en un best-seller mundial, adaptado al cine en un magnífico thriller dirigido por Martin Ritt y protagonizado por Richard Burton y Claire Bloom: Alto espionaje (1965).

Le Carré ha escrito en su autobiografía, Volar en círculos (2016), que nunca fue realmente “un espía convertido en escritor” sino, en todo caso, un escritor que empezó como espía. Y, sospecho, esa formación literaria inició en su infancia, viendo cómo su papá mentía, engañaba, construía realidades inexistentes. A lo largo de su obra y de forma intermitente, personajes muy similares a Ronnie o referencias apenas embozadas de él siguieron apareciendo en sus libros.

En 1983, Le Carré publicó su décima novela, La chica del tambor (1983), cuya protagonista, la joven actriz inglesa Charmien “Charlie” Ross, se inventa un padre estafador y mentiroso que es detenido y condenado a prisión, acusado de fraude bancario. En realidad, el papá de Charlie no es nada de eso, pero para una actriz que va iniciando su carrera resulta más romántico y hasta heroico recrear una adolescencia trágica –“así fue cómo crecí, de esa vergüenza me recuperé”– que decir la aburrida verdad: que es la hija menor de un matrimonio acomodado de clase media, rebelde e inconsistente, expulsada de la escuela no porque su papá no pudo pagar las cuotas sino por mal comportamiento y “dudosa moralidad”.

Todos los personajes de Le Carré, sean héroes (el turbulento Alec Leamas de El espía que surgió del frío, o George Smiley, grisáceo pero implacable anti-James Bond) o villanos (el Némesis de Smiley, Karla; los idealistas y violentos espías comunistas; los terroristas que ejecutan sangrientos atentados) comparten el mismo ethos: la mentira como forma de vida, como el mejor camino para lograr sus objetivos, como única manera de ser en el mundo. Los personajes de Le Carré siempre están representando un papel: se siente observados –son espías que espían a otros espías– y saben que no deben fallar. En el fondo, como todo buen espía –¿y como todo buen actor?–, son personajes que se observan siempre a sí mismos. Son ellos su primer y más riguroso crítico.

La chica del tambor –una de sus mejores obras, junto a las novelas protagonizadas por George Smiley– tiene como protagonista al personaje perfecto de Le Carré: una talentosa actriz capaz de mentir (o sea, actuar) con toda naturalidad, atraída por los servicios de inteligencia israelíes para infiltrar a un grupo de terroristas palestinos. Entrenada por un espía judío bajo el mando del meticuloso jefe de espionaje Martin Kurtz, Charlie pasará por una preparación digna del Actor’s Studio. Para convertirse en la “viuda” de cierto terrorista palestino, tendrá que construir, en su mente, todo un pasado inexistente que, a fuerza de convencimiento, será tan auténtico y real como el falso pasado traumático que ella se inventó, con todo y padre encarcelado. Por supuesto, como suele suceder con los personajes de Le Carré, llegará el momento que sea difícil separar la verdad de la mentira. De eso se trata: cuando esto sucede, la espía –y la actriz– se ha apoderado de su papel.

La chica del tambor se adaptó casi de inmediato al cine, en una muy floja película nunca estrenada en México, The Little Drummer Girl (1984), con Diane Keaton en el papel protagónico. Dirigida por el artesano George Roy Hill, la cinta hace agua por todos lados: el cineasta, bien dotado para la comedia ligera, nunca logra crear el suspenso debido y Keaton parece encarnar una suerte de Annie Hall, solo que en un fallido tono serio.

Más de tres décadas después, el consolidado cineasta coreano Chan-wook Park (Oldboy: Cinco días para vengarse, de 2003, Señora venganza, de 2005, Lazos perversos, su primer filme hollywoodense, de 2013) ha debutado en la pantalla chica con la teleserie The Little Drummer Girl (GB-EU, 2018), una notable adaptación producida por la BBC.

Los seis episodios, escritos por Michael Lesslie y Claire Wilson, permanecen fieles a los hechos contenidos en la novela original de Le Carré –quien aparece en los créditos como productor ejecutivo– y, más importante aún, al sentido de sus personajes centrales: la apasionada y contradictoria Charlie, el misterioso espía judío “bautizado” como “Joseph” y el jefe de los servicios secretos israelíes, Kurtz, interpretados respectivamente por Florence Pugh, Alexander Skarsgard y Michael Shannon.

La elección de Pugh como protagonista es especialmente inspirada. La joven actriz inglesa había llamado la atención hace un par de años como la fogosa e implacable Lady Macbeth (Oldroyd, 2016), y aquí, como “la chica del tambor” del título, confirma con creces su capacidad interpretativa: encarna a una actriz que tiene la demandante tarea de construir un personaje “auténtico” frente a un público que no solo es real sino hasta peligroso.

La puesta en imágenes de Park, ordenada a través del montaje de Fiona DeSouza, Michael Harrowes y Justine Wright, obedece precisamente a la construcción del personaje –a sus dobleces, como actriz y como espía–, de tal forma que la teleserie avanza a través de una depurada narración, no entre dos tiempos simultáneos, sino entre dos mundos paralelos, el real en el que se infiltra Charlie, y el falso, construido por ella misma, “Joseph” y Kurtz.

Esta partición existencial terminará cobrándole la factura a Charlie y a todos quienes la rodean, sean héroes o villanos. O, más bien, héroes y villanos, pues en el universo del escritor inglés –y ni se diga en el conflicto palestino-israelí, que es el escenario en el que se mueven la novela y la serie televisiva– la víctima de ayer puede ser el victimario de hoy, y así sucesivamente, hasta que ya nadie sepa qué papel está jugando.

Los personajes de Le Carré cambian de piel en todo momento, engañan y se autoengañan, hasta terminar convencidos de sus propias mentiras. Es más que claro que el pésimo padre que fue Ronnie Cornwell nunca dejó de estar en la mente de su hijo. Los lectores de David Cornwell lo agradecemos.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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