En el escenario, dos hombres. Uno, el periodista; el otro, un tipo que es presentado como el “hombre que tiene dos mil años de edad” y que acaba de bajar de un avión, proveniente de Medio Oriente.
“No, no”, aclara el hombre de dos mil años, con un acento claramente judío, “todavía no llego a los dos mil… Déjeme recordar… Ah, sí, los cumplo el próximo 16 de octubre”. El presentador no se inmuta. Quiere enterarse de por qué no se ve tan viejo (“Me cuido, usted sabe… Como mucha fruta. Hasta la podrida es buena”), en cuántas ocasiones se ha casado (“Centenares de veces”), cuántos hijos ha tenido (“Dos mil cuatrocientos… y ninguno viene a visitarme. Nada de ‘¿Cómo estás, papá?’, ‘¿Qué necesitas?’, oh, bueno, así son los hijos”) y si ha conocido a gente importante. ¡Por supuesto que sí! ¿Juana de Arco? “Una belleza. Estuve sobre ella. No, nos casamos; me dijo que tenía una misión”. ¿Robin Hood? “Ah, sí, claro, pero todo lo que robaba se lo quedaba él. Eso de que le daba dinero a los pobres lo inventó Marty, su agente de prensa”. ¿Jesucristo? “Sí, sí, muy amable, tranquilo. Siempre andaba con otros doce tipos, todos en sandalias. Una vez entró a mi tienda… No compró nada”.
La rutina se llama “The 2,000 year old man” y fue creada por Mel Brooks (1926) y Carl Reiner (1922) cuando los dos trabajaban en el programa del comediante Sid Caesar, a fines de los años 50. En cada fiesta a la que iban no faltaba el momento en el que todo mundo les solicitaba que repitieran su acto. Con el paso de los años, la rutina cambió, muchas veces de manera improvisada: había nuevas anécdotas, nuevos chistes, otra gente famosa que el hombre de dos mil años recordaba. A un lado de la celebérrima rutina beisbolera de Abbot y Costello (“Who’s on first?”), proveniente del vodevil de los años 30/40, y poco antes de que Woody Allen convirtiera el monólogo cómico en una absurda obra de arte (“The Moose”) o Lenny Bruce escandalizara a las buenas conciencias llevando al límite lo que era permitido decir en un escenario, “El hombre de dos mil años” se convirtió en el modelo a seguir en cuanto a comedia verbal se refiere: personajes sencillos y bien definidos, espacio libre para improvisar, oportunidad para acortar o alargar la rutina de acuerdo con las reacciones del público.
Amy Sherman-Palladino (Los Ángeles, 1966), hija de un comediante judío neoyorkino y de una bailarina sureña bautista, escuchó la grabación de la rutina de Brooks y Reiner cierto día de aburrición en la casa familiar del valle de San Fernando y su vida cambió por completo. Ella, criada como judía de ocasión (entiéndase: una ida de vez en cuando al templo, en fiestas y celebraciones, no más), encontró finalmente su identidad. No como judía, sino más bien, como comediante judía: así suena, así se siente y así debe ser alguien que es gracioso y que da la casualidad que es judío.
Los nombres antes mencionados –Mel Brooks, Lenny Bruce y Woody Allen– han estado presentes en las obras más exitosas de Sherman-Palladino, tanto en la serie Gilmore girls (2000-2007), centrada en la relación entre una joven madre soltera y su hija adolescente, repleta de referencias pop/culteranas/cinefílicas al estilo de la obra de Woody Allen, como, más recientemente, en La maravillosa Sra. Maisel (2017-), cuya segunda temporada fue estrenada en diciembre pasado por Amazon Prime Video, que también funge como casa productora. La maravillosa Sra. Maisel presume algunos momentos de vulgaridad dignos de Mel Brooks, tiene como uno de sus personajes principales al mismísimo Lenny Bruce y la influencia de Woody Allen está por todos lados: en una puesta de imágenes que privilegia la toma extendida y el plano abierto, en las neurosis de sus personajes judíos neoyorkinos y hasta en la selección musical (diegética y extradiegética) que acompaña a los personajes, donde escuchamos una y otra vez a Sinatra, Dino, Miss Ella, el jazz y las grandes bandas.
Pero hay otra referencia más, igual de importante: basta buscar alguna vieja rutina de la cómica judía-neoyorkina Joan Rivers (1933-2014) para completar el cuadro, pues la protagonista de la teleserie, la señora Maisel del título, es una clara derivación de Rivers, quien empezó a tener éxito en su carrera de comediante en la década de los 60, después de ver en acción a Lenny Bruce. De forma similar, Midge Maisel (Rachel Brosnahan), después de ser abandonada por su marido (Michael Zegen), decide convertirse en stand-up comedian, apadrinada por Lenny Bruce (Luke Kirby).
En todo caso, La maravillosa Sra. Maisel es mucho más que un mero compilado de referencias. Es cierto que las costuras están ahí (la forma en que la Midge de Brosnahan verbaliza su rutina es puro Joan Rivers, la vulgaridad de alguna de las rutinas enorgullecería a Mel Brooks, las deudas estilísticas con Allen son imposibles de negar) y la propia Sherman-Palladino nunca las ha negado, pero también es cierto que la serie funciona por derecho propio, gracias a un reparto (Brosnahan, Tony Shalhoub, Alex Borstein y otros más) con un timing cómico intachable, a un diseño de producción de primer nivel y, especialmente, al talento de la pluma de Sherman-Palladino, capaz de crear lo mismo one-liners memorables que desarrollar una historia que ninguno de los grandes comediantes antes mencionados podría haber creado: la de una mujer judía que un buen día decide que lo suyo es hacer reír a los demás, y al demonio los que le rodean, sean sus padres, su marido, su pretendiente o, incluso, sus hijos.
¿Quién dijo que una mujer no puede sacrificar todo por su profesión, por el espectáculo, por lo que realmente quiere hacer y ser en su vida? En otras palabras, la señora Maisel es una de los dos mil cuatrocientos hijos del hombre de los dos mil años. Y seguramente tampoco ella visita a su papá.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.