Las hormigas no son dueñas de sus propias vidas. Tomemos como ejemplo a las hormigas carpintero, habitantes de zonas boscosas que anidan en árboles, troncos y tocones. Las hormigas carpintero, sobre todo las que se encuentran en Tailandia y Brasil, son las víctimas principales del Ophiocordyceps unilateralis, un hongo que infecta su cerebro y las convierte en esclavos zombis.
El ciclo dura alrededor de tres semanas y es aterrador. El hongo se reproduce y llena lentamente el cuerpo y la cabeza de la hormiga, lo que provoca que los músculos se consuman y separen. El parásito secuestra el sistema nervioso. En un inicio, los insectos infectados llevan a cabo su rutina normal: viven en sus nidos, consumen alimentos e interactúan con otras hormigas. Una vez que el hongo invade el cerebro, las hormigas zombis deambulan sin dirección y caen de la bóveda de la selva al húmedo sotobosque, situado a unos 25 centímetros por encima del suelo. Ahí, en medio de esa frescura, el hongo goza de las condiciones perfectas para reproducirse. El hongo ordena al insecto que se aferre a una hoja a través de una contracción mandibular. Llegada esta etapa, utiliza un veneno para matar a su huésped. Eventualmente, el hongo sale en forma de estroma a través de la parte superior de la cabeza de la hormiga muerta. El estroma, que tiene cierto parecido con las astas de un ciervo, libera esporas que serán recogidas para invadir a otra hormiga errante.
La vida trágica de la hormiga carpintero es la parte toral de una conferencia que Charlie Kaufman –novelista, guionista, productor y director de cine estadounidense– dio en 2011 durante un evento organizado por la British Academy of Film and Television Arts (BAFTA). Lo fascinante –apuntaba Kaufman– es que la hormiga actúa involuntariamente en contra de sus intereses y los de sus compañeras, al transformarse en una herramienta del hongo: “Creo que un sistema similar ha evolucionado en nuestra cultura […] gente de todo el mundo pasa incontables horas de su vida alimentándose de entretenimiento en forma de películas, programas de televisión, periódicos, videos de YouTube e Internet. Es demencial pensar que todo esto no altera nuestro cerebro. Asimismo, es una locura creer que esta manipulación masiva no resulta conveniente para los sistemas que nos dominan”.
El títere es una figura central en el imaginario de Kaufman. De ¿Quieres ser John Malkovich? (1999) a Antkind (2020), su novela debut, casi todos sus trabajos giran en torno a la idea de que somos vasallos de fuerzas ajenas que actúan contra nosotros de manera egoísta. Sus obsesiones –el simulacro, la alteridad, el miedo al rechazo– son parte del espíritu de nuestro tiempo, tan aquejado por la ansiedad y el aislamiento. Su obra angustia e intimida, pero también despliega un ingenio en apariencia inagotable, delirio pop y mucho humor. Kaufman está de regreso a las pantallas con Pienso en el final (2020), cinta basada en la novela homónima de Iaian Reed que narra el viaje en carretera de una pareja a la granja natal del novio con el fin de conocer a sus padres y formalizar el compromiso, pese a que ella piensa de manera constante en “terminar las cosas”. El viaje se desdobla en un laberinto donde la identidad de los personajes, la veracidad narrativa y la realidad misma quedan en entredicho. Producida por Netflix, Pienso en el final es la cinta más desafiante de Kaufman, un trabajo que se acerca más a un ensayo sobre identidad y construcciones culturales (los hongos en nuestra mente) que a una mera obra de ficción.
Voces ajenas
Nacido en Nueva York en 1958, Kaufman comenzó su carrera como lo hacen todos: siguiendo la voz de alguien más. Durante buena parte de los noventa, se limitó a escribir para programas de televisión que apenas duraban una temporada. Mientras iba de trabajo en trabajo, lleno de frustración, Kaufman escribió ¿Quieres ser John Malkovich?, un guion que abordaba la historia de un titiritero fracasado que descubre un portal hacia la mente consciente del actor John Malkovich. El guion llegó a las manos del director Spike Jonze –celebrado por sus videos para artistas como Björk y Beastie Boys–, quien vio la oportunidad perfecta para realizar su primer largometraje. El resto es historia: celebrada unánimemente por la crítica, la cinta fue nominada a vario premios Oscar (incluidos mejor cinta, director y guion original) y posicionó de inmediato a Jonze y Kaufman como creativos mayores en la industria hollywoodense.
A primera vista, ¿Quieres ser John Malkovich? es una alegoría sobre la obsesión de ser alguien más, una idea recurrente de la cultura finisecular pop en trabajos como Días extraños y The Matrix, videojuegos como The Sims e incluso la construcción de personajes donde el artista se convierte en un vehículo para encarnar fantasías que poco o nada tienen que ver con el individuo real, tal y como sucede en algunas vertientes del hip hop o la industria pornográfica. En un guiño a la máxima warholiana, cualquiera que entra al portal puede ser John Malkovich por 15 minutos, para ser expulsado segundos después en algún lugar putrefacto de Nueva Jersey.
Kaufman es un maestro del guion de “alto concepto”: una narrativa que puede presentarse en unas cuantas palabras gracias a que se basa en una idea original, extravagante o única que prácticamente se explica sola. Aquí el “alto concepto” sirve como un punto de partida para delinear los complejos que caracterizan a los personajes y al propio autor. Craig, el titiritero interpretado por John Cusack, funciona como álter ego de Kaufman, un artista en apariencia íntegro y afectado por múltiples inseguridades. Craig debería generar empatía en el espectador, tal y como lo hace Woody Allen en las numerosas cintas donde interpreta variaciones mínimas del mismo arquetipo, pero Kaufman se odia demasiado a sí mismo como para presentarse bajo una luz benigna y complaciente. No sorprende que su álter ego esconda a un ser mezquino que termina por tomar el control total de su huésped. Operado por Craig, Malkovich abandona su carrera actoral para convertirse en un maestro titiritero, una marioneta a cargo de otras marionetas. Su destino es similar al de la hormiga carpintero: desempeñarse como un simple vehículo para ejecutar los designios de alguien más. La secuencia en la que Malkovich intenta rebelarse e ingresa al portal de su propia mente es triste, alucinante y divertida, todo al mismo tiempo; la primera prueba irrefutable del genio cruel de Kaufman.
En Ladrón de orquídeas (2002), Nicolas Cage interpreta a Charlie Kaufman, un escritor “patético, gordo y calvo” que tras el éxito de ¿Quieres ser John Malkovich? acepta adaptar al cine The orchid thief: a True story of obsession and beauty, de la periodista Susan Orlean. En esta segunda colaboración con Jonze, Kaufman establece una metanarrativa que le permite explorar la lucha del artista por encontrar una voz original mientras intenta adaptar el trabajo de alguien más (en este caso, el asombro y la belleza que Orlean expone en su libro sobre un excéntrico entusiasta de las orquídeas). La fascinación de Orlean (Meryl Streep) es invadida por las obsesiones de Kaufman, quien al imponer su voz transforma la “adaptación” en un ejercicio autorreferencial que se transforma en un astuto divertimento. Lo que no significa que el asunto carezca de densidad autodestructiva, tal y como queda plasmado en la secuencia más memorable de la cinta: aconsejado por Donald, su asertivo hermano gemelo (también interpretado por Cage), Charlie asiste a una presentación de Robert McKee (Brian Cox), el afamado conferencista que imparte cursos sobre cómo escribir guiones cinematográficos. McKee no solo se burla del ensimismamiento existencial de Charlie, sino que termina por darle pistas para concluir su guion. El apunte de McKee es letal: solo alguien con un desprecio profundo hacia los demás –el álter ego kaufmaniano– piensa que nunca nada sucede en la vida real.
Ladrón de orquídeas no está exenta de romanticismo. “El amor que siento me pertenece: eres lo que amas, no lo que te ama a ti”, le dice Donald a Charlie. “Nadie puede quitarme eso”. En Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004) –segunda colaboración de Kaufman con el director Michel Gondry tras la fallida Naturaleza humana (2001)– esta idea del amor como expresión individual es llevada al extremo. Tras enfrentar una ruptura traumática, los otrora enamorados Clementine (Kate Winslet) y Joel (Jim Carrey) acuden por separado a Lacuna inc., una clínica capaz de borrar los recuerdos dolorosos de la memoria de sus clientes. Ambos deciden obliterarse de la mente del otro. Eventualmente, la pareja descubre que el amor no es un hongo que pueda ser extirpado, sino una decisión que reafirma la identidad propia; un acto de libertad y resistencia, no de sumisión. No es que el enamorado esté condenado a sufrir al ser amado, como si el otro fuera un virus que infecta su organismo, sino que lo inventa de manera constante para encontrar sentido.
Pienso en terminar las cosas
La autoría de una cinta tiende a asociarse con el director. Esta tendencia no aplica en Kaufman, a quien le basta reclamar la paternidad de la obra con haberla escrito. No obstante, después de que Spike Jonze abandonara el proyecto para dirigir Donde viven los monstruos (2009), Kaufman asume la dirección de Nueva York en escena (2008), cinta que narra la crisis de mediana edad de un director de teatro cuya obsesión con capturar la realidad deriva en un montaje sin fin. Interpretada por un atormentadísimo Philip Seymour Hoffman, Nueva York en escena mezcla una atmósfera de amenaza constante con miedos existenciales como la vejez, la decadencia corporal y la inseguridad sexual. El resultado es una sala de espejos donde el director funge como el hongo invasor de sus personajes; una carcajada infernal que literalmente termina con una voz externa indicándole al protagonista cómo y cuándo morir.
Kaufman continuó su carrera como director con Anomalisa (2015), cinta de animación en estilo stop motion que narra el viaje del prestigiado gurú motivacional Michael Stone (David Thewlis) a Cincinnati para dar una conferencia sobre servicio al cliente y productividad. Perdido en una existencia monótona y gris, las personas que rodean a Stone son en mayor o menor medida clones de él: todos hablan con la misma voz (el taxista, la cocinera, su antigua amante) y el rostro de un niño apenas se diferencia de la cara de un anciano. La situación luce insoportablemente triste hasta que aparece Lisa (Jennifer Jason Leigh), una fan de Stone con voz y rostro propios. Tras pasar la noche con ella, Stone percibe que Lisa comienza a verse y sonar igual que los demás, es decir, como a él mismo. La secuencia más espeluznante de Anomalisa involucra una pesadilla en la que Stone se horroriza de ser un muñeco. Su rostro se desquebraja mientras sostiene una pieza bucal que parlotea automáticamente. La tensión entre la expresividad humana y la careta que la aprisiona constituye uno de los mal viajes más aterradores de la década.
Codirigida por Duke Johnson, Anomalisa era redonda y contenida, con un final extrañamente luminoso, casi esperanzador. Pienso en el final es todo lo contrario: desbordada y casi exasperante en su pesimismo. Desde la apertura, la voz en off de una joven (Jessie Buckley) anuncia la cinta como una sumatoria de las obsesiones kaufmanianas en torno a la incapacidad de poseer una voz única en un mundo lleno de ecos y amenazas:
Pienso en terminar las cosas. Una vez que llega este pensamiento, no se va. Se fija, persiste, prevalece. No hay mucho que pueda hacer al respecto. Créanme. Esta ahí, me guste o no. Cuando como, cuando me acuesto, cuando duermo, cuando despierto. Siempre está ahí, siempre. Hace tiempo que no pensaba en eso. La idea es nueva, pero se siente vieja al mismo tiempo. ¿Cuándo empezó? ¿Y si no es una idea mía, sino algo ya plantado en mi mente? ¿Es una idea no revelada algo desprovisto de originalidad? Quizá siempre lo supe, quizá siempre estuvo determinado a terminar así.
Los personajes se trastocan y disuelven, como si fueran voceros de las ideas que expresan, y no los dueños de los conceptos que transmiten, al punto en que por momentos recitan pasajes enteros de otras obras como si fueran pensamientos propios. El ejemplo más hilarante de esto sucede cuando Buckley asume la identidad de Pauline Kael, la célebre crítica de cine, para despotricar en contra de Una mujer bajo la influencia (Cassavetes, 1974). Kael odiaba el estilo suelto de Cassavetes y la autenticidad expresiva de Gena Rowlands (“una actriz que jamás hace algo memorable porque siempre hace demasiado”), tal y como Kaufman duda de los sentimientos de la pareja de su película, la cual bien podría no existir (en la novela de Reed el personaje femenino es una invención del masculino, interpretado aquí por Jesse Plemons).
“La película es totalmente tendenciosa, todo está planeado, pero nada está pensado. […] No está claro si los personajes son inconscientes, o si el director es inconsciente de lo que hacen sus personajes. […] El simbolismo obvio basta para querer explotar de la risa”, escribía Kael a propósito de Una mujer bajo la influencia, pero lo mismo podría opinar de Pienso en el final, de seguir viva. O, por lo menos, eso es lo que piensa Kaufman, un autor tan afectado por lo que opinan los demás que le resulta imposible no sentirse secuestrado por sus voces.
En la conferencia organizada por Bafta, Kaufman cita a E.E. Cummings: “Ser nadie más que tú mismo en un mundo que se esfuerza día y noche en convertirte en alguien más implica luchar la batalla más dura que alguien puede luchar, y nunca dejar de pelear”. Pienso en el final es un paso más en esta pelea: una película enloquecida, tortuosa y complaciente. Sin duda el trabajo más divisivo en la carrera de Kaufman, pero también el más palmario en su búsqueda por combatir las presencias ajenas que habitan su cabeza. Un ejemplo a seguir para las hormigas que anhelan ser libres e independientes en 2020.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.