La virgen de agosto: irse de escapada con la vida

La nueva película de Jonás Trueba es delicada y sutil, y tiene como protagonista a una mujer privada de certezas que decide pasar agosto en Madrid.
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Si las mejores películas son las que apelan a tus arraigos más profundos, las que piden hueco en tu fondo de armario sentimental, las que penetran en tus capas de prejuicios con nueva luz, invitándote a reconsiderar tu relación con el entorno, entonces La virgen de agosto es una gran película en sentido estricto, casi empírico: transcurre en el centro de Madrid durante el mes de agosto, fui un día de agosto a verla a un cine del centro de Madrid y al salir la ciudad adquirió a mis ojos otra perspectiva. De repente era un lugar mucho más estimulante, sugerente, atractivo. Un lugar mejor.

 

Entiendo que lo prudente en estos casos es correr a recomendarla, compartir la experiencia. Sirvan un par de prevenciones al respecto: su director, Jonás Trueba, gusta de enseñar las cartas desde el principio, deslizando en los primeros diálogos las referencias filosóficas y literarias a las que debe su película. Aquí es Emerson quien se cuela en la escena inicial de una manera que algunos espectadores considerarán quizá algo antinatural, pero Trueba se siente impelido a saldar modestamente su deuda y lo hace con la misma intención con que Hitchcock ventilaba su cameo obligatorio paseándose por el plano en el primer rollo: entrar en materia cuanto antes. Y es que lo que sigue en las dos horas siguientes de La virgen de agosto excluye tajantemente toda sospecha de artificiosidad. De hecho Jonás Trueba (como ya hiciera en La reconquista) vuelve a construir un fresco madrileño vivísimo, de autenticidad absoluta, material preciado para sociólogos del futuro, Madrid era así y no de otra manera. La película se rodó a pie de calle durante las verbenas de San Cayetano, San Lorenzo y La Paloma del año pasado. Yo no recuerdo haberme pasado por allí y aun así me sorprendí buscándome al fondo del plano, como si fuera Trueba el autorizado para recordarme si estuve o no; tan real resulta la cosa.

 

Segunda prevención: en La virgen de agosto abundan planos larguísimos y escenas contemplativas que su actriz protagonista (Itsaso Arana, que también coescribe el guion) se echa a las espaldas con arrojo admirable y exquisita delicadeza. Es probable que a algunos espectadores les parezca que en esas secuencias no pasa nada, que la película les ha dejado plantados frente una puerta cerrada de la que les han mostrado todas las texturas, relieves y tonalidades con exasperante parsimonia. Solo puedo hablar de mi experiencia, que fue otra: descubrí con alegría al salir del cine que tenía la llave de la puerta en el bolsillo, y llevo varios días de agradable paseo a través de los recovecos de una película que funciona casi como un paisaje sentimental en permanente reconstrucción. Porque La virgen de agosto sigue respirando y lanzándome notificaciones de vez en cuando a la corteza cerebral. Un poco como el Twitter, pero en benigno.

 

De hecho hay algo que hace de esta película un artefacto valiosísimo, de un anacronismo encantador: en esta era insoportable del “zasca”, tan borracha de convicciones dogmáticas, de ciudadanos que han olvidado el benéfico don de la duda, que corren a gritar su verdad reciclada, de garrafón, al oído del vecino, la protagonista de La virgen de agosto se confiesa absolutamente privada de certezas. A sus treinta y tantos no sabe si alquilar o comprar, si seguir su carrera de actriz, si volver con su novio, si plantearse lo de los críos. En su inmovilismo decide hacer en agosto lo mismo que el resto del año: quedarse en Madrid. Se refugia en un piso de la Ribera de Curtidores durante esos días del estío en los que “se rebajan las falsas expectativas, las obligaciones y las servidumbres” y la capital se vacía, toma hechuras de villorrio y su tradicional bullicio se concentra en torno al limitado espacio de las verbenas. La virgen del título halla en ese ambiente terreno fértil para borrar el casete de su vida anterior y sobreescribirlo con otras experiencias e inquietudes, con los cimientos de una nueva manera de estar en mundo, descifrando con ello el intrincado mecanismo por el que su confusión puede mutar en palanca de progreso personal. También con nuevas amistades, casi todas ellas pertenecientes a la tradicionalmente enriquecedora, mayormente benéfica, vieja y fecunda estirpe de los muchos madrileños que no son de Madrid.

 

La película también desliza veladamente, bajo el fresco castizo de los santos y la iconografía mariana que reclaman su lugar en la verbena, los sustratos de lo eterno, el misterio, la iluminación, los momentos de parada y el milagro de la maternidad, pero lo hace con una naturalidad sutil, delicada, indolente solo en apariencia. Buscando lo numinoso pero sin arrebatos, desapasionadamente, en un alegre jugueteo a pie de calle risueño, optimista y veraz. El misticismo de La virgen de agosto es de barrio. Sus lágrimas de San Lorenzo, “cañís”. Su bautismo, un chapuzón durante una merendola en el Jarama.

 

La virgen de agosto ha desembarcado en los cines coincidiendo con un nuevo derroche de talento de Quentin Tarantino. Ambas películas dialogan a su manera de modo imprevisible, sorprendente: hay un momento de Érase una vez en Hollywood en el que su genial director ha logrado el imposible, cuádruple tirabuzón del montaje musical que sirve como perfecto nudo narrativo, festiva apoteosis pop, alegre juego metarreferencial y sombrío presagio de un hecho funesto: en esta película sobre y en torno a Sharon Tate escuchamos el Baby, baby, baby you’re out of time de los Rolling Stones con el texto sobreimpresionado “8 de agosto de 1969”. En La virgen de agosto la protagonista acude a un concierto de Soleá Morente en las fiestas de la Paloma. Al día siguiente la letra de una de las canciones martillea en su cabeza como un mensaje urgente que exige acuse de recibo: “Todavía tengo tiempo, todavía estoy aquí”. Partiendo de un crimen terrible del pasado, Tarantino ha construido un delicioso juguete nostálgico a cuenta de los veranos de su infancia (la nostalgia es las más de las veces un engaño autoimpuesto para concederse el lujo de añorar lo que nunca fue). Partiendo del cuadro vivo del verano madrileño, la época del año más propensa a la evocación del eterno tiempo sin tiempo de las vacaciones estivales de la niñez, La virgen de agosto opta, en cambio, por ignorar todo recuerdo y poner rumbo a un futuro de esperanza y autoafirmación. En otoño empieza lo mejor.

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Iker Zabala es crítico cultural.


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