Las virtudes de Game of Thrones

La mayoría de los personajes de Game of Thrones habitan una brumosa zona entre el “bien” y el “mal”. 
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Un aspecto que distingue a Game of Thrones de buena parte del género fantástico es su reticencia a situarse en uno de los extremos del espectro moral: la mayoría de los personajes habitan una brumosa zona entre el “bien” y el “mal”. Esto deriva en una riqueza, en una ambigüedad digna de las grandes series. Cierto: es una riqueza que de ninguna manera podría compararse a la difuminada moralidad de Boardwalk Empire, Los Soprano o The Wire, pero que sí es bastante superior, por ejemplo, a la dualidad invertida de Breaking Bad, donde el antihéroe era el protagonista, sin mayor elaboración.

Ejemplos concretos de lo anterior: dos de los protagonistas de Game of Thrones son Tyrion Lannister y Arya Stark; a ambos los hemos visto matar en más de una ocasión; ambos han traicionado a gente con la que están emparentados o íntimamente relacionados. ¿Por qué son los protagonistas, por qué nos agradan? Por el manejo de sus tramas, claro, por el carisma de sus actores —Peter Dinklage y Maisie Williams— pero también por la ambigüedad que reina en todo el universo de la serie: en un mundo donde todos se rigen por la ley de la Talión, ¿quién puede juzgar a un enano y a una niña que asesinan y mienten para ponerse a salvo? Su condición de segregados —a Tyrion lo rechaza su padre por enano; Arya debe enfrentarse a los prejuicios de querer ser guerrera y verse imposibilitada por hacerlo debido a su género— solo aumenta la simpatía que sentimos por ellos.

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He allí otra virtud de la serie: la innegable simpatía que hace que sintamos por sus personajes. La simpatía, la empatía, la identificación: estas son virtudes que no provienen de la nada. Es verdad que algunos elementos pueden propiciarlas o acelerarlas. La belleza —o la fealdad— física es una de las más importantes, sin ir más lejos, pero generalmente, estas reacciones son detonadas en el espectador gracias a una esmerada labor de guion combinada con un cuidadoso trabajo de actuación. La trama de Game of Thrones apela a elementos comunes a la narrativa épica —la niña que acompaña a un guerrero bruto, el niño que sigue una visión mágica o sobrenatural—, pero lo hace distribuyendo las acciones que dibujan a estos protagonistas a lo largo de varios episodios. El arco que describió Tyrion Lannister en la cuarta temporada define bien esta virtud. Después de ver la llegada de su padre, Tywin Lannister, a una maltrecha King’s Landing en plena batalla de Blackwater, Tyrion se vio relegado al papel de Master of Coin —el contador de Westeros, vaya—, y lo que siguió a esos hechos fue una espiral descendente en la vida del personaje: acusado injustamente de asesinar a Joffrey Baratheon, su rey y sobrino, Tywin lo encarcela y somete a un juicio que tenía más de pantomima que de justicia. Encerrado en el tercer episodio, el resto de la temporada vimos a Tyrion como preso. La actuación de Dinklage trazó bien los rasgos de su personaje astuto, elocuente, capaz de desenvolverse con soltura en el banquillo de los acusados. Este gran arco del personaje no lo hizo cambiar mucho, pero sí lucir su ya comprobada inteligencia. Quizá demasiado: aunque al final logra escapar —y cobrar una merecida venganza contra Tywin después del doloroso asesinato de Shae—, lo cierto es que la línea argumental de Tyrion comenzaba a parecer repetitiva de tanto verlo ejecutar la misma dinámica. Es allí donde una de las virtudes de Game of Thrones, la distribución de los hechos, se torna en un defecto: la excesiva reiteración. Lo que al principio sirve para delinear a un personaje termina pareciendo machacón: algo así ha sucedido con The Hound, el guardián de Arya Stark, a quien ya vimos realizar en tres ocasiones acciones muy similares: llegar a un lugar, fingir un comportamiento normal o empático y, finalmente, traicionar a sus anfitriones. A fuerza de distribución de hechos la cosa se torna, a veces, tediosa.

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¿Qué tanto es excesiva reiteración? La cuarta temporada de Game of Thrones podría servir para irle midiendo el agua a los camotes, y el ejemplo idóneo de ello es la línea argumental de Emilia Clarke, quien representa a Daenerys Targaryen (también llamada Khaleessi, también llamada Daenerys Stormborn, también llamada Daenerys the Unburnt y, por supuesto, Mother of Dragons). Aunque por momentos su marcha liberadora por todo el oriente de Westeros podría servir como el inicio de una crítica a la marcha imperialista de Estados Unidos en el Medio Oriente, esta temporada el personaje se mantuvo, en lo general, inmóvil: terca a niveles imposibles en su afán mesiánico, no es sino hasta que se establece como reina de su recién conquistada Meereen que su trama avanza, aunque sea en una dimensión mínima. Al principio los cuestionamientos son cotidianos y se reducen a súbditos con problemas producto de la invasión de Daenerys y su ejército. El último episodio muestra un marcado salto en esa rutina y lo lleva más allá: un personaje le suplica a la reina que por favor le permita ser vendido de nuevo a su antiguo amo. Daenerys contesta que no; que no llegó a liberar para volver a esclavizar, y le ordena firmar un contrato. Su consejero le advierte: “Los amos se aprovecharán. Cualquier cosa que firmen estos hombres los convertirá en menos que esclavos”. El siguiente hombre en llegar ante ella plantea un cuestionamiento mayor: uno de los dragones de Daenerys —lo más cercano a un “arma de destrucción masiva” en este universo— ha matado a su hija, después de solo comerse ovejas, fáciles de reponer. La reina se ve obligada a tomar acciones, y termina encerrando —en una escena tristísima— a dos de sus tres amados dragones en un calabozo, mientras las creaturas le reclaman con destemplados gritos. Aunque esta lectura del imperialismo en Daenerys es una de las pocas interpretaciones políticas para las que el programa da elementos, la serie no la presentó de la mejor manera: el arco de Daenerys fue largo, repetitivo. Con todo y que es evidente que todo lo que ha sucedido servirá, más tarde, para la explosión de un enfrentamiento, la dinámica triunfalista del personaje la ha convertido en el que es, probablemente, el segmento más aburrido de la serie. Esa es otra característica de Game of Thrones que puede jugarle a favor o en contra: debido al gran número de líneas argumentales y personajes que maneja, la serie necesita “poner en pausa” a uno o a otro en lo que llega el momento de echar a andar sus acciones. Un personaje ampliamente beneficiado de esta característica fue Nikolaj Coster-Waldau, el actor que interpreta a Jaime Lannister.

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Incestuoso, asesino de reyes, niño mimado, Jaime parecía un personaje al que se debía odiar; los hechos transcurridos impiden que eso suceda. Como otros hombres en su tierra, Jaime demuestra actuar no tanto por voluntad sino por una serie de circunstancias que lo ponen en situaciones comprometedoras o de plano escandalosas. El romance con su hermana, Cersei, interpretada por Lena Headey, que al principio de la serie es tratado como una cuestión de mera lujuria, se ha presentado conforme avanza el programa como un romance progresivamente más intenso, en el que Jaime se ve como un hombre que adora auténticamente a su amante, aunque esta sea su hermana. Forzándose a tener sexo el uno con el otro más de una vez —Jaime contra Cersei en el tercer episodio de la cuarta temporada, que le valió fuertes y acaso exageradas críticas; Cersei contra Jaime en el último capítulo, si bien en esa ocasión el forcejeo se convierte en consenso después de un rato—, insultándose y discutiendo, intentando hacerse daño: la relación entre los dos hermanos es uno de los puntos más interesantes de Game of Thrones. No solo por la base incestuosa, sino por la forma en que logra poner en jaque los valores de Jaime, un tipo al que hemos visto pasar de villano a héroe gracias a la pausa que la serie otorga a ciertos personajes: en el caso de Jaime, esta pausa se dio durante la segunda temporada, cuando estuvo preso durante numerosos capítulos y pudimos conocerlo más de cerca. Esta descripción de arco de protagonista a antagonista no es inusual en la serie: es una similar a la que hemos visto atravesar a Jon Snow o, inversamente, a Theon Greyjoy, por mencionar a dos de los numerosos personajes de la serie. Game of Thrones tiene en su nutrido reparto y en las múltiples líneas argumentales que maneja una de sus mayores virtudes. Hay tan solo que echar un vistazo a los personajes secundarios y hasta terciarios de la serie para notar el interés: Petyr Baelish, Lord Varys, Ygritte, Ser Davos, Ser Jorah o Grey Worm muestran historias dentro de la historia, pequeños argumentos dotados de complejidad. Una serie compuesta de solo los personajes “menores” de Game of Thrones: la vería.

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No solo eso: la serie ha buscado, con el tiempo, el refinamiento técnico. El episodio octavo y noveno presentaron, por vez primera en la serie, planos secuencia elaborados: el octavo capítulo, ‘The Mountain and the Viper’, comenzó siguiendo a un personaje justo antes de la llegada de los Wildlings, al mejor estilo de una película de horror; el noveno, ‘The Watchers on the Wall’, presentó una lograda toma larga, con una cámara voladora que siguió a los soldados más importantes de la batalla de Castle Black. Progresivamente, Game of Thrones ha invertido más y ha obtenido, a cambio, mayores valores de producción: sus sets están dotados ahora de mayor textura, profundidad; sus efectos especiales han mejorado constantemente —los dragones adolescentes de Daenerys son una fiel prueba de ello—. El episodio promedio de Game of Thrones, según AV Club, cuesta seis millones de dólares, una cifra que parece excesiva pero que no lo es tanto si se le compara con los dieciocho millones que costó el piloto de Boardwalk Empire, los trece millones que costó el primer capítulo de Lost o los seis millones de dólares que Friends gastaba tan solo en extenderles el cheque por episodio a cada uno de sus protagonistas. Nada mal para una serie que ha entregado episodios de auténtico brío cinematográfico comparables a cualquier buen blockbuster, como ‘The Watchers on the Wall’ o ‘Blackwater’.

En cuarenta episodios, Game of Thrones cosechó varios méritos: ha manejado numerosas líneas argumentales que, en la balanza, cuentan con más aciertos que fallos; ha mantenido el suspenso, creado personajes entrañables y sembrado el asombro en millones de televidentes; además, ha aumentado sus valores cinematográficos, de menos a más, de un grado de estilo poco elaborado a uno dotado de cada vez mayor personalidad. “Es que Game of Thrones no está a la altura de Los Soprano o The Wire”, ha dicho más de uno, y está en lo correcto. No obstante, la serie nunca va por esos rumbos; Game of Thrones ha labrado su propio camino, y ese recorrido, con tropezones y grandes momentos, tiene un valor meritorio que parecería una necedad querer menospreciar.

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Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.


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