Estados Unidos, diciembre de 1973. Los medios anticipaban el desmoronamiento del gobierno de Richard Nixon, implicado en un caso de espionaje y corrupción. El conservadurismo político, de vuelta tras el asesinato de John F. Kennedy, había fallado en su misión de ordenar. Los asesinatos, diez años antes, de uno de los políticos más populares de ese país y, apenas hacía cinco, del líder de los derechos civiles Martin Luther King, así como el desastre evidente de la intervención en Vietnam, echaban por tierra las esperanzas de confiar en las instituciones políticas. En 1969, el último año de un decenio en apariencia dorado para la historia norteamericana, el clan Manson masacraba a la actriz Sharon Tate y a cuatro personas más, hundiendo al movimiento hippie, hasta hacía poco asociado con la paz. El consumo de drogas, la libertad sexual y la exploración de doctrinas y religiones no ortodoxas cargaron de pronto con el estigma de ser una amenaza social.
Políticos y civiles de la vieja guardia y la juventud que se les oponía habían probado ser vehículos potenciales de destrucción. A principios de los setenta, Estados Unidos padecía la ansiedad de ver cómo las causas de lucha, que habían hecho de los sesenta un paréntesis esperanzador, se iban perdiendo una a una, degenerando en represión y caos. Viérase por donde se viera, no había guardianes de fiar.
Literales o metafóricos, como entes o como simples formas de hablar, los demonios estaban sueltos: parecían ganar la guerra a la inocencia y a la bondad. Para quien no creyera en ellos, la imagen era solamente un símbolo de la inquietud y la inestabilidad. Pero había quien afirmaba que el problema era creer que el Mal era un concepto abstracto, y que el Diablo y sus apóstoles eran tan solo formas de nombrar a las fuerzas que desorganizaban el mundo. En su discurso a una audiencia general el 15 de noviembre de 1972, el papa Pablo VI instaba a los católicos a reconsiderar la existencia del Diablo, no como una personificación sofisticada e inventada por los seres humanos, sino como una realidad “terrible, misteriosa y atemorizante”. Era importante, decía Pablo VI, mirar de frente el problema y llamar por su nombre al ser “vivo y activo” causante del sufrimiento y la muerte, de la crueldad y el pecado, y de toda la maldad.
Algunos meses antes, en otro discurso público, Pablo VI ya había invocado el nombre del Diablo para dejar clara su oposición a las reformas introducidas por el Concilio Vaticano II. Según él, a través de una grieta “no muy misteriosa”, el humo de Satán se había infiltrado en la casa de Dios. Después, en su discurso de noviembre, el sumo pontífice volvió a hablar de grietas, esta vez producidas por la sociedad escéptica, hija de un Concilio que concedía libertad religiosa, y que por temor a ser vista como prejuiciosa y maniquea daba la espalda a la imaginería bíblica tradicional. Según Pablo VI, la negación de la existencia del Diablo era prueba del triunfo de Satán. Los positivistas del mundo, argüía, confiaban en que los estudios psicoanalíticos o psiquiátricos serían remedios suficientes para paliar los estragos del Mal. Algunos otros, todavía más desviados, preferían refugiarse en la superstición y en la magia, en drogas psicoactivas y en conductas sexuales licenciosas. A través de estas grietas –sentenciaba– el Maligno podía penetrar la mente y confundir las acciones del hombre con ceguera espiritual.
El discurso causó un torbellino en el ámbito intelectual –primero en Europa y después en Estados Unidos–, por atacar los cimientos de un mundo construido sobre las bases de la Ilustración. A ellos, los racionalistas de cepa, iba dirigido el llamado de atención.
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26 de diciembre de 1973. Se estrenaba El exorcista, una película que con el tiempo sería considerada una de las más espeluznantes en la historia del cine. El retrato de una niña poseída por el Diablo impactaba en el público como ninguna imagen anterior a ella. Desde sus primeras proyecciones, sus escenas provocaron desmayos y vómitos entre los espectadores, acusaciones de satanismo por parte de grupos religiosos y el veto de médicos y psicólogos que la consideraban una película nociva. Largas filas y taquillas agotadas confirmaban un desacato general a esas advertencias, e incluso a las críticas de periódicos respetados que la desacreditaban con furor. La novela en que se basaba se había convertido en bestseller y revistas como The National Enquirer y Cosmopolitan habían publicado versiones condensadas. Aun así, los primeros espectadores de su versión en cine difícilmente estaban preparados para las imágenes que correrían frente a ellos. Una niña que se mea en la alfombra, se masturba con un crucifijo y le pide a su madre que le lama los genitales sangrantes, era una de las descripciones gráficas más extremas jamás filmadas. Ya fuera por esa secuencia, por el rostro desfigurado de la poseída o por las crueles prácticas médicas a las que era sometida la niña con el fin de encontrar las causas de su trastorno, El exorcista encontró a sus mejores publicistas en quienes corrían rumores sobre las reacciones histéricas del público. Durante los meses del estreno en otros países, la prensa europea publicó artículos que culpaban a la película de actos homicidas y suicidas y más de un católico alrededor del mundo solicitó que un sacerdote expulsara al demonio de su interior.
Lo que confundía a los creadores era que, al contrario de sus intenciones, la película se entendía como el triunfo absoluto del Mal. Para William Peter Blatty, el autor de la novela, la confusión era especialmente devastadora. Si no era fácil escucharla en boca de católicos fieles, mucho menos fue leerla en la carta que le escribiría, a propósito del estreno de la película, el sacerdote que veinticuatro años antes había llevado a cabo el exorcismo que lo inspiró a escribir el libro.
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En 1949, William Peter Blatty se topó en el Washington Post con la crónica de una “posesión satánica”. Al contrario de parecerle horrorosa, la historia de un adolescente de catorce años, cuyo cuerpo había sido invadido por el demonio, le parecía esperanzadora, una señal paradójica de la existencia de Dios. Si el Diablo se manifestaba en la tierra, pensaba Blatty, no había duda sobre la vida después de la muerte, ni sobre la posibilidad de trabajar por la propia salvación. Dos sacerdotes habían liberado al muchacho, y eso confirmaba su fe. Por espantosa que fuera la situación –el deterioro físico del cuerpo infantil, la personalidad “invadida” por un ente obsceno y agresivo–, era también un testimonio de la trascendencia del alma. Conforme seguía leyendo, a Blatty lo recorría una ola de emoción. Ya que Dios no se nos manifiesta todos los días a través de milagros (la fe no debe ser un resultado de la magia, pensaba el escritor, sino de la voluntad de creer), las manifestaciones del Diablo podrían ser las que nos obligaran a preguntarnos por la naturaleza de nuestros actos, a confrontar nuestras crisis y a decidir por nosotros mismos si después de lo visto aún nos atrevíamos a dudar. Había que contar todo esto: el artículo le serviría de base para su primera novela. El exorcista se concibió como una fábula para estimular la fe.
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Al año siguiente de su estreno, El exorcista fue nominada para diez premios de la Academia (ganó dos: Mejor Sonido y Mejor Guion Adaptado); obtuvo cuatro Globos de Oro (a la Mejor Película, Director, Guion y Actriz de Reparto), y fue el punto de partida de lo que en adelante se entendería por película de horror. Realizada con un presupuesto de doce millones de dólares, es hasta el día de hoy una de las veinte más taquilleras en la historia del cine.
El trasfondo mesiánico de la novela de Blatty, el nuevo conservadurismo católico y el malestar general de los tiempos –una cosa influiría en la otra– provocaron que El exorcista no se leyera como una fábula ejemplar. El horror sin precedentes (y perdurable) que hizo de la película un paradigma de ese género fue resultado, sí, de los efectos especiales, pero también del lente de aumento que el público, sensibilizado por la crisis de valores de su época, colocaba entre aquello que veía en pantalla y un mensaje entre líneas de tono personal.
Como personajes de una alegoría del medievo, los protagonistas de El exorcista –el padre Damien Karras; su superior, el padre Merrin; la actriz Chris MacNeil y su hija de doce años, Regan– librarían luchas cuerpo a cuerpo entre el Bien y el Mal. La fe religiosa, la integración familiar y el respeto por los símbolos de autoridad cedieron terreno al cuestionamiento sobre la existencia de Dios, a la disolución del modelo conyugal y al descrédito de las instituciones políticas, sociales y eclesiásticas, todas ellas supuestos guardianes de la añorada apacibilidad social.
Hijo de su tiempo y de las reformas del Concilio, el padre Damien Karras es el retrato hablado de ese hombre positivista y escéptico –encima de todo, clérigo– cuya distancia de la ortodoxia católica sugería ser la grieta por la que, según Pablo VI, se había colado en la Iglesia el humo de Satán. Sacerdote jesuita y psiquiatra acreditado por las mejores universidades por iniciativa de sus superiores, Karras era consciente del debilitamiento de su fe. La pobreza de los mendigos, la enfermedad de su madre, o la locura de las pacientes del hospital psiquiátrico en el que la deja morir, le parecen muestras del palpable sufrimiento humano, tanto más insoportable y absurdo al creer en la existencia de Dios. Ninguna de las dos posibilidades –que Dios no exista o que sea un dios cruel– tiene cabida en la cabeza de un cura. Desde sus primeras apariciones en la cinta, Karras habla con sus colegas sobre el desgaste de su vocación.
Pero el de Karras era un caso extremo y un ejemplo demasiado obvio de posible carnada del Mal. Un apóstol atormentado no es un modelo para alguien que no haya pensado en dedicar su vida a Dios, ya no se diga de un no creyente o de quien profesa otra religión. Si El exorcista fue en un principio la historia del padre Karras, más adelante Blatty y William Friedkin, un director de Chicago que había dirigido Contacto en Francia (1971), trasladaron el problema al terreno de lo secular. El Diablo habría de hospedarse en casa de una familia atea, que será el escenario principal del drama.
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La regla más estricta que impuso Friedkin durante la filmación de El exorcista fue que todo lo que se viera en pantalla sucediera también frente a las cámaras. Además de la mirada limpia y la fe en una estética realista –o, más bien, para ser congruente con ellas– era necesario que ningún efecto especial fuera elaborado en la etapa de posproducción. La memorable levitación de la cama, el vuelo de los muebles por el cuarto de la niña y hasta el vaho de los personajes que hablaban en un ambiente helado, serían efectos mecánicos y derivados de las leyes de la física. Blatty, que en su novela describía un cuerpo arqueado hasta el extremo pero dentro de los límites de lo anatómicamente posible, le reprochaba a Friedkin la exageración visual (“sobrenatural”, le decía, no es sinónimo de “imposible”). Como era de esperarse, Friedkin no escuchó al guionista: mandó construir un dummy mecánico de Regan y puso su cabeza a girar. En una primera toma, se mostraba al muñeco entero durante toda la rotación de cabeza. La imagen le pareció a Blatty insoportablemente barata. En deferencia a quien después de todo también era el productor de la película, Friedkin decidió editar la toma, insertando un close-up al final de la rotación y “animando” el rostro rígido del dummy con una imagen superpuesta de Regan (esta sí en posproducción), interpretada por Eileen Dietz, la doble de la niña actriz Linda Blair en escenas muy demandantes o no aptas para ser interpretadas por una menor de edad.
Muchos de los efectos especiales de El exorcista se inventaron en ese momento, y la mayoría lastimaron a los actores. Esto también era registrado por la cámara. Linda Blair se quejaría posteriormente de las correas que la sacudían en la cama (“párenlo, párenlo”, decía del aparato y no, como se ve en la película, del demonio); Ellen Burstyn culpa a Friedkin de no haber impedido que un arnés le dañara para siempre la columna vertebral (su grito de dolor le vino muy bien a la escena), y todos los actores tiritaban por las temperaturas bajo cero del cuarto de Regan (construido dentro de una cámara de congelación). Para enervar a los intérpretes, Friedkin hacía sonar disparos, todo el día, en el set. El padre William O’Malley, que interpreta el padre Dyer, cuenta que la adrenalina visible en la escena de la extremaunción de Karras fue producto de una cachetada –permiso previo– del director.
Si la distancia emocional con el núcleo religioso de El exorcista fue, a la larga, una buena estrategia de persuasión, una segunda paradoja distinguiría a esa película de todo lo intentado y logrado hasta ese momento en el género del horror: según lo descubrió Friedkin, el realismo es el género idóneo para una crónica sobrenatural.
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Los críticos no vomitaban, pero su recepción de El exorcista no era mucho menos violenta que la de los espectadores. En su reseña para The New Yorker en enero de 1974, la influyente Pauline Kael –quien seis años antes había encumbrado la violencia de Bonnie and Clyde– llamó a Blatty desvergonzado, a Friedkin efectista y a la película un fenómeno “demasiado feo como para tomarse a la ligera”.
A Kael le irritaba suponer que la comunidad católica pudiera permitir que su fe fuera convertida en espectáculo de horror con tal de que su Iglesia saliera bien librada al final. Tenía razón al realizar el símil –el ritual de fe y el espectáculo de horror–, pero fallaba al sentenciar que se trataba de una concesión. Perdía de vista que para los católicos esta fe nace y se fortalece, muchas veces, desde el temor (a la reprimenda del cura, al castigo de Dios en la tierra, al infierno que les espera después). Aquello que Kael consideraba una ofensa tolerada por el público era el dardo que daba en el blanco de la inestabilidad social. Visionaria como era, acertó en cambio a predecir que ningún crítico podría erigirse contra El exorcista, porque operaba en el público por debajo del nivel de conciencia. Diecisiete años más tarde, a propósito de su reestreno, William Friedkin acabaría refraseando casi la misma opinión.
Manipulación, como la llamó Kael, u honestidad, como la considera Friedkin, son términos contradictorios para designar la estrategia gracias a la cual El exorcista cala en lo más profundo de la sensibilidad de un espectador. Lo que parecen decir, a fin de cuentas, es que la historia es espeluznante justo por no presentarse como una película de terror.
Apenas seis años antes, en 1968, El bebé de Rosemary, de Roman Polanski, condenaba las visiones medievales del Mal (y, por extensión, cualquier correctivo de tipo sobrenatural). Película de horror que, antes que la de Friedkin, pudo haberse considerado exitosa (pero, en términos de taquilla e impacto, ni remotamente comparable), es otra historia del Diablo en la tierra que culpaba de la infiltración al hecho de oficiar en el siglo XX prácticas de brujería propias del XVI. Tanto El bebé de Rosemary como El exorcista denunciaban al mundo y al momento histórico como campos fértiles para la germinación del Mal. Mientras Rosemary (Mia Farrow) espera en el consultorio del ginecólogo que recibirá al hijo del Diablo, toma del revistero un ejemplar de la revista Time. En su portada se lee, en letras grandes sobre fondo negro, la pregunta: “¿Está muerto Dios?” Rosemary es una mujer de mundo, para bien y para mal. Es católica, se nos deja ver, desde la culpa y la costumbre ritual.
En esta película, y después en El exorcista, el ocultismo se toma como una práctica regresiva, pero con el poder innegable de conjurar presencias. Da igual si estas presencias son imaginarias o productos de la autosugestión: alteran a una persona y a todos a su alrededor. La práctica de las ciencias ocultas existía como realidad. Lo que El exorcista propondría después no era una inversión de valores pero sí una elevación de rango de la práctica sobrenatural. Pidió, y le fue concedida, la reivindicación del pensamiento irracional en la cinematografía del siglo XX.
El cine del género que siguió a El exorcista (las películas de terror que, según Friedkin, no merecerían llamarse así) dio por hecho que el horror sobrehumano se derivaba de un desacato a la religión. Malo era todo aquello que se definía por oposición a Dios. Fueron películas que tendrían secuelas y darían pie a sagas (El exorcista incluida, con dos secuelas y una precuela, una de ellas dirigida por Blatty), en las que se conservaban uno o dos elementos de la original –rara vez el director– y todo lo demás cambiaba sin ninguna consideración. Por su respuesta en taquilla, el tema era lo único que importaba preservar.
La profecía (1976), de Richard Donner, sería la primera de una trilogía famosa con directores y actores cambiantes. Su historia arranca en el punto en el cual se detiene El bebé de Rosemary: la crianza del Anticristo, ahora en el seno de una familia poderosa, estandarte de los valores políticos de los años en curso. Un puente más directo con lo narrado en El exorcista fue la película de Stuart Rosenberg de 1979, Terror en Amityville, sobre una casa poseída por el espíritu de su exinquilino: un hombre que sin motivo había asesinado a su familia. Casi como una glosa del personaje de Damien Karras, el sacerdote convocado por los nuevos dueños de la casa se ve obligado a pelear contra la incredulidad de su grey. Si Karras era psiquiatra, este es un psicoterapeuta calificado. Las objeciones de sus superiores son más específicas aún: un católico producto del Concilio Vaticano II no puede darse el lujo de volver tantos años atrás: un exorcismo es algo que suena demasiado medieval. Poltergeist (1982), de Tobe Hooper, reelabora el tema de Amityville en una superproducción: una casa poseída por espíritus, esta vez de cadáveres cuyas tumbas alguien profanó. Steven Spielberg, quien la concibió y produjo, decía que su interés primero era volver maligna una casa que pareciera normal. En Poltergeist ya no se hacen alusiones al Diablo, pero las prácticas para librarse de cualquier cosa que invadiera la casa desafían, dice un personaje, la idea de un cristianismo convencional. Tanto Amityville como Poltergeist tienen como médiums a las hijas pequeñas de la familia, que, al igual que Regan y su capitán Howdy, hablan con un amigo invisible que se niega a comunicarse con los demás. Los adultos de las tres familias eran en apariencia felices, pero escondían bajo el tapete una que otra desviación del código de valores convencionales. Con distintos resultados y nombres, estas películas recurren al exorcismo como la única estrategia posible de salvación.
Otro referente del cine de horror, El resplandor (1980), de Stanley Kubrick, elimina por completo cualquier alusión católica en su historia de posesión. No recuerda a El exorcista en nada, y hace parecer improbable dicha cinta como fuente de inspiración. Pero Kubrick reciclaba géneros hasta hacerlos desaparecer. El resplandor y Terror en Amityville (basadas las dos en novelas de autores distintos, que hacen referencia a sitios en los que popularmente se cree que ocurren fenómenos sobrenaturales) contarían la misma anécdota de no haber borrado Kubrick la intervención de sacerdotes y de toda línea de diálogo referente a la religión. Mucho más interesado en la psicología de sus personajes que en cualquier representación alegórica de las fuerzas del Bien y el Mal, Kubrick volvió literal una de las respuestas que diera alguna vez William Friedkin sobre cómo reconocer en la vida diaria el antagonismo entre valores que describía su película. Los demonios nos habitan por dentro, dijo. Los exorcismos se libran a diario, en cada uno, hacia el interior.
En 1984, Wes Craven fundiría dos géneros incipientes –el asesino de adolescentes en serie y la presencia de lo sobrenatural– al crear la figura de un psicópata, Freddy Krueger, que lleva a cabo sus crímenes cuando las víctimas sueñan con él. En la escena del primer asesinato de Pesadilla en la calle del infierno –la primera de siete secuelas, todas dirigidas por Craven– la víctima tiene pesadillas y puede, todavía, despertar. Asustada, toma el crucifijo que cuelga de la pared de su cuarto. Eso le permite dormir. Después de esa primera noche las cosas tienden a empeorar: el crucifijo se ha revelado como la contraparte del Mal. Esta escena –esta premisa– inaugura la saga más exitosa de horror de los años ochenta, del género que Friedkin odiaría por desvirtuar la seriedad del horror.
Para la última entrega de Pesadilla, La nueva pesadilla (1994), Craven escribe una historia que lo incluye como personaje: un director de cine que, después de haber “matado” a su psicópata de ficción, presiente que ha liberado en el mundo una forma antigua del Mal, muy anterior al cine y a una simple película de terror. Dentro de la historia el director se pregunta qué tanto una película sobre ese tema puede afectar a su público y a todos los que la vieron después.
La pregunta se responde fuera. Incluye a Craven y a sus siete Pesadillas, a todas sus otras películas y a tres décadas de cine sobre posesión diabólica o intervención de espíritus malignos, tarde o temprano confrontados con Dios. Concluye con la heredera más directa de El exorcista hasta el día de hoy: El exorcismo de Emily Rose (2005), de Scott Derrickson, basada en el caso de un sacerdote alemán juzgado culpable, en 1976, por la muerte de una muchacha en supuesto estado de posesión. Durante diez meses el sacerdote le practicó un exorcismo y, decían sus detractores, la privó de los medicamentos que la habrían ayudado a vivir. A pocos días de su estreno, la película reactivó en los medios, no el debate alrededor de una película traumatizante, sino de una práctica –el exorcismo– que no es en absoluto bien vista por la ciencia, la religión, la psiquiatría y la ley.
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A la pregunta en 2001 sobre aquellos que denominamos malos, el entonces cardenal Joseph Ratzinger respondió al diario español abc que no se atrevería a decir que alguien puede demostrar la existencia del Diablo. Hay maldad en el mundo, ni quien lo dude, pero es en todo momento una amenaza y una tentación propias de la naturaleza del hombre. En desavenencia con su homólogo en los años setenta, el líder de la Iglesia católica dijo que “nunca debemos forjarnos una imagen del Diablo” capaz de desafiar a Dios ni de contrarrestar su poder. La idea de un Anticristo también le parecía un error.
En octubre de 2005, una universidad pontificia en Roma inauguró un curso que capacita a los sacerdotes católicos para practicar el ritual del exorcismo. El curso incluye el estudio de aspectos teológicos, antropológicos, científicos y jurídicos de la práctica, y cierra con el testimonio de dos sacerdotes que llevaron a cabo un exorcismo autorizado por la Iglesia católica. El objetivo del curso no es tanto preparar legiones de exorcistas licenciados, sino ayudarlos a distinguir los síntomas físicos y psicológicos que podrían confundirse con señales de posesión. El exorcismo, parece ser, ya no es un secreto de clóset. Lo que ahora se vuelve anacrónico es la creencia en un demonio al que es necesario expulsar.
Si acaso el Diablo ha vivido en la tierra ha sido en las películas que todavía insisten en su corporeidad. Por no hablar de los exorcistas, para quienes el siglo XXI ofrece oportunidad de ejercer. Que el cine difunde creencias no es una discusión original; que el arte imite a la vida también es un lugar común. El exorcista, de William Friedkin, existe para hacerlos durar. Si el Diablo se nos coló al mundo, fue por la ventana de Regan. Fue el cine –y no la institución católica– el canal por el que el exorcismo se incorporó a la modernidad. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.