Luna, JC Chávez y el culto a la personalidad

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Se estrenó a fines del mes pasado JC Chávez, de Diego Luna, en las salas comerciales de México. La vistosa campaña de publicidad que antecedió y acompañó al lanzamiento, una proyección en el Festival de Tribeca, y entrevistas que, hablando en números, difícilmente se le harían a un director anónimo, crearon expectativas infladas, que en casi todos los casos hacen más daño que bien.

A lo largo de sus 78 minutos, JC Chávez narra la vida del boxeador mexicano desde su infancia hasta la noche de su última pelea: la derrota frente a Grover Wiley, en la función Adiós Phoenix el 17 de septiembre de 2005. Para hacer esta crónica, Luna recurrió a entrevistas con todo tipo de personajes vinculados con la vida de Chávez, a pietaje de sus peleas más celebradas, a fotografías –algunas propiedad del boxeador, y otras publicadas por la prensa durante los años en los que se vio envuelto en escándalos por evasión de impuestos y supuestos nexos con capos del narco.

Después de una primera escena en la que un Chávez muy joven reflexiona sobre el boxeo y no lo recomienda como carrera profesional, de vistas aéreas de Culiacán (su ciudad adoptiva) y un adelanto de lo que será el punto de conclusión (la pelea en Fénix, Arizona), sigue un relato a distintas voces de la vida profesional de Chávez: el ascenso a pasos gigantes, el cenit de su fama, los ataques a su imagen pública, el paso de la estafeta a su hijo y la noche de la derrota final. El relato es lineal: una enumeración de virtudes en tono plano y civilizado, en todo sentido opuesta a la estrategia de ofensa y defensa, cálculo de las reacciones, y el desconcierto del oponente que son la médula del box.

Luna enfrenta a sus sujetos sin ánimos de dar pelea. En otro documental esto sería intrascendente o hasta un acierto. En JC Chávez, no. Menos aún porque una de las tesis que se nos anuncian es la verdad moral del héroe en oposición a la ficción política del año terrible de 1994, creada por el hombre que, de paso, lo utilizó para darse baños de pueblo: Carlos Salinas de Gortari, su fan, padrino y protector. Se dice que el declive de la imagen pública del Chávez –su persecución política– obedeció al deseo de Ernesto Zedillo para desmarcarse de las prácticas de su antecesor.

Esta tesis se menciona al interior del documental. El problema –la oportunidad perdida– es que Luna no la enuncia a través de sus recursos y privilegios como director: cede al escritor José Agustín y al periodistas Javier Solórzano el rol de analistas a cuadro de las relaciones peligrosas entre los ídolos populares y el poder. Ahora bien: minutos antes de estas entrevistas, la sola aparición del rostro de Salinas de Gortari había hecho que varios espectadores a mi alrededor soltaran un exclamación, mezcla de fascinación y repudio: durante unos cuantos minutos, el ex presidente había hablado de su admiración por Chávez y mostrado con orgullo los guantes que el boxeador le había regalado tras derrotar al “Macho” Camacho en 1992.

Podría entender –pero no justifico– por qué Luna no cuestionó a Salinas acerca de la teoría que lo nombra titiritero del ídolo. O, mejor dicho, porque no incluyó las respuestas evasivas de Salinas cuando le preguntó por la veracidad del rumor sobre una persecución política. Sabemos que hubo este intercambio porque Luna lo ha revelado en entrevistas, pero eso no lo sabría quien sólo ve el documental; las evasivas de Salinas son la respuesta que el público se merecería descifrar. También por declaraciones de Luna a la prensa nos enteramos de que Zedillo se negó a ser entrevistado para el documental: las negativas, escritas u orales, también son documentos que vale la pena incluir. Comprendo por qué Luna no interpeló a Chávez sobre su relación con el ex presidente, o sobre su opinión de los nexos entre celebridad y poder. Quizá era una pregunta que lastimaría al Campeón. Lo que no justifico ni entiendo es por qué el director no amarró los hilos en la sala de edición. Si Salinas arrancó murmullos antes de que José Agustín y Solórzano descifraran los significados de sus acciones, sólo hay que imaginar el efecto y la contundencia que habría tenido su aparición posterior evadiendo una lectura política de los hechos.

Pero no: Salinas sólo habla de los buenos tiempos y enseña con orgullo sus rojísimos guantes de box.

No es sólo a Julio César Chávez a quien Luna considera dueño de la palabra final. Cauteloso de interrumpir otras voces que considera más autorizadas que la suya, en algunas entrevistas clave se anula a sí mismo como conductor del discurso que sostiene con soltura y convicción cada vez que, como parte de la promoción, ha hablado de JC Chávez, y las razones por las que decidió hacer una película sobre él. Son las trampas invisibles del culto a la personalidad, que él mismo padece en su faceta de actor. Una de las mayores complicaciones para dirigir, ha dicho, fue lograr que sus sujetos se relajaran ante él [“Un autor se prepara (para dirigir)”, Letras Libres 100].

Su respeto excesivo ante ciertos entrevistados, más la pasividad como estrategia para no intimidar a otros, hicieron que el protocolo pesara más que el diálogo. Esto podría atribuirse a su asumida falta de experiencia como director. Esto lo eximiría de todo y no habría más que decir. Pero sería también injusto, a la luz de un cambio súbito hacia el final del documental. En su última media hora, JC Chávez despega y Luna asume las riendas de la dirección. Se trata del fragmento que describe la relación del Campeón con su hijo, en vísperas de la pelea de Fénix que marcará su retiro. Porque las dos cosas –el hijo y la pelea– son para Chávez más importantes que un documental y que Diego Luna que lo está entrevistando. JC deja de actuar, sus miedos e inseguridades afloran, y al fin las emociones que asoman en gestos mínimos cuentan su biografía de principio a fin. El director reacciona al fenómeno y por primera vez se permite dejar la cámara varios segundos sobre su sujeto. Permite que los silencios hablen, y edita las escenas en respuesta a una intuición. En presencia del espectáculo humano (y no del mero espectáculo), Luna se pone a la altura de su relato: no se siente intimidado por el drama personal.

“Lo que me importaba de Julio era su relación con su hijo”, dijo Luna en la conferencia de prensa del Festival de Tribeca, el pasado 27 de abril. “A lo mejor estoy hablando de mí. Me importa mucho la relación con mi padre. Puede que sea lo más importante de mi vida.” Seguro lo había dicho antes, y sin duda fue la historia de amor paternofilial y la vulnerabilidad del héroe ante su hijo aquello que siempre lo motivó a filmar. En algún lugar del camino, sin embargo, JC Chávez se convirtió en una épica sobrada de retórica social y política, que pesó demasiado sobre los puentes frágiles pero muy valiosos que se tienden entre las prioridades de Luna y las que al final se revelan como las prioridades de su protagonista: el vínculo familiar, el paso de estafeta. 

A la pregunta de por qué esta faceta de Chávez –la que siente como propio cada golpe asestado a su hijo durante una pelea, la que roza con la manía y la obsesión, la que es consciente de su decadencia– ocupa tan poco tiempo en pantalla, Luna ha dicho que no quiso explotar el “lado oscuro” de su personaje. Pero ese lado oscuro es la naturaleza de Chávez en plena ebullición. Hay un instante sobrecogedor en el que Chávez llora, discreto, porque sabe que llegó su final. Para seguir con la terminología clásica que el mismo Luna escogió: es la anagnórisis más perfecta a la que un director debutante podría jamás aspirar. No hay héroe –ni tragedia– sin el reconocimiento de una verdad.

JC Chávez empieza en el momento en que desaparece la autoconciencia de Luna: su miedo a intimidar al otro, la obligación de ser respetuoso y el uso de la sociología para justificar una identificación más íntima (la relación entre padre e hijo). Si ha de seguir dirigiendo, ficción o documental, tendrá que soltar puñetazos que derriben sus propios prejuicios sobre su estatus de celebridad, y sobre el tratamiento que merecen los ídolos y héroes de cada quien. Salirse del juego de espejos, donde hay imágenes al infinito y ningún sujeto real. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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