“La Tierra es perversa”, dice Justine con desgano. “No es necesario hacer duelo por ella. Nadie la va a extrañar.” Su hermana Claire, sumida en el pánico, la mira sin entender. Ambas esperan el fin del mundo, que ocurrirá en unas cuantas horas cuando el planeta Melancolía haga colisión con el nuestro. No queda más que esperar. Se le ve cada vez más grande (es decir, más cercano) y el espectáculo es majestuoso.
Melancolía, del danés Lars von Trier, es una película como ninguna otra: extraordinaria en todos sentidos, y la mejor de su director. Por un lado, subvierte las convenciones delineadas por Hollywood del llamado cine apocalíptico: un despliegue de efectos especiales que explota las vulnerabilidades de todo espectador gringo: su paranoia constante, el sentido de culpa por desgastar el planeta, y su hambre de escenas de caos. Con una fotografía que evoca el romanticismo y un desprecio al cientificismo de las teorías del fin del mundo, sobre todo por sugerir que para algunos el fin del mundo no sería una pérdida, Melancolía propone su propia versión del desastre. El retrato psicológico de las hermanas –la frágil y ultra sensible Justine (Kirsten Dunst) y la neurótica pero funcional Claire (Charlotte Gainsbourg)– y el atisbo de una familia donde la madre maldice a todos (Charlotte Rampling), el padre se alcoholiza y huye (John Hurt) y el hijo político le echa en cara a todos que “abusan” de su dinero (Kiefer Sutherland), basta para entender por qué ante los ojos de Claire la aniquilación del mundo no suena mal. Todo esto suena hostil y cínico –algo que sería natural en una película de Von Trier–. En Melancolía, sin embargo, el director deja ver compasión por sus personajes y nostalgia por el planeta que está a punto de desaparecer. Aun en los últimos días, cuando la proximidad de Melancolía enrarece la atmósfera, los paisajes terrestres son imponentes y bellos. En esta inversión de valores se asoma el espíritu provocador de Von Trier. Y a pesar de que Melancolía es su película menos buscapiés, es la que lo hizo caer en la polémica más gratuita y sonada de su carrera.
Muchos recordarán que, en mayo de 2011, varios medios dieron la noticia de que Von Trier había sido expulsado del festival de Cannes (donde presentó Melancolía) por sus “comentarios nazis”. No decían mucho más, pero lo hacían sonar como un monstruo que, en efecto, había hechos comentarios nazis: las cosas no fueron así. Sería ocioso volver al debate de no ser porque a) sería imposible reconocer en Von Trier al autor de Melancolía y porque b) todo lo que sucedió allí es sintomático de un mal mayor. Lo que estaba (y sigue) en juego no es la torpeza de un director, sino hasta qué punto los creadores merecen ser cuestionados y sus películas desmontadas como si fueran explosivos. Las serviles conferencias de prensa ponen de un lado a periodistas hambrientos de un quote que les garantice nota, y del otro a un director o a unos actores obligados a explicar la película, a juzgar a los personajes y a opinar sobre la guerra en turno. En el mejor de los casos dirán que ese no es su papel; en el peor inventarán moralejas para sus historias. Y, en casos que se cuecen aparte, se comportan como lo que a veces son: personas que se expresan en lenguajes no verbales, sin diplomacia en el trato, y –como el caso de Lars von Trier– incapaces de entender la noción de “humor fuera de lugar”. El episodio en cuestión (que puede verse en YouTube) lo muestra empantanado en un balbuceo sobre Hitler y su arquitecto Speer. Al notar la conmoción de la prensa, Von Trier dice “Okey. Soy un nazi” en el tono de quien quiere decir: “Es obvio que no soy un nazi, pero ustedes ya lo decidieron y no van a cambiar de opinión.” Pero el quote dio la vuelta al mundo como si se tratara de una confesión. De vuelta en Copenhague, Von Trier dio entrevistas en las que hablaba compulsivamente de su descendencia judía, de cómo el Holocausto le parecía el peor crimen de la humanidad y de que nunca habría imaginado que alguien tomara sus palabras en sentido literal. “Ya me di cuenta –dijo a un reportero– de que no puedo hablar con una persona durante más de tres horas sin decir por lo menos diez cosas que la van a ofender.”
No es casual que Melancolía haya desatado esta tormenta. El fragmento de video no lo muestra y nadie se molestó en aclararlo, pero el suicidio verbal de Von Trier vino cuando un periodista le cuestionó su interés en la arquitectura del Tercer Reich (como si nadie más lo tuviera). Minutos antes se había estado hablando de cómo el nazismo había hecho un uso retorcido de filosofías y corrientes estéticas, entre ellas el romanticismo alemán.
Musicalizada con fragmentos de Tristán e Isolda de Wagner, y escenas en interiores oscuros que contrastan con exteriores en los que la naturaleza adquiere proporciones sobrenaturales (empezando por un horizonte dominado por un planeta enorme), Melancolía sería la película que, de haber existido el cine, hoy se conocería como emblemática de ese movimiento. Justine es la heroína romántica que escapa de su propia boda porque no puede acatar las reglas de una vida “ordenada” y, en cambio, acepta tranquila la inminencia de la destrucción. Desnuda, a la intemperie, tendida sobre unas rocas a la luz que refleja el planeta, la joven lo contempla como si fuera un amante. Eternamente triste y melancólica, lo mira con añoranza. Ese –y no la Tierra– es su hogar.
Solo un idiota o un malintencionado diría que esto la convierte en una película que coquetea con los valores que inspiraron el Tercer Reich. Lo malo no es que, de hecho, alguien ya hiciera la asociación, sino que eso haya provocado que los organizadores del festival más prestigiado del mundo tomaran por buena la trampa de oso de un periodista. Los medios ganaron el juego; el cine, como siempre, perdió. El miedo a la reprobación fue más grande que la convicción de defender la autonomía del arte, y reveló la confusión actual respecto al papel del artista. Películas como Melancolía se niegan a simplificar el mundo, evitan la salida fácil y solo por ello están cerca de “ideales de humanidad y generosidad” que, según Cannes, violó el director. Cúlpese a la corrección política y a su misión de rescatar al arte de los riesgos de la imaginación sin reglas; es a partir de su mirada policiaca que el artista comenzó a ser visto como una especie de custodio moral.
Que otra anécdota de Melancolía sirva para ilustrar el absurdo. Entre los varios rasgos de monstruo que se le atribuyen a Von Trier está el de director misógino que –dicen sus detractoras– solo representa mujeres suicidas y/o locas. Como era de esperarse, Justine fue considerada otro personaje “víctima”. Está en el espectador decidir si la protagonista de Melancolía es la caricatura que dicen, o un personaje femenino infinitamente más complejo que las mujeres “sanas” del cine convencional. Si es indicativo de algo, tanto Gainsbourg como Dunst –que aparecen en el mentado video, una petrificada y la otra sin saber qué hacer– han dicho que están dispuestas a trabajar con el director en su próxima proyecto. El título es Nymphomaniac y tratará de la sexualidad femenina. ¿Será correcta y tendrá el propósito de dignificar a las mujeres del mundo? Lo dudo. Si Von Trier es fiel a sí mismo, será una pieza brillante que desde algún hueco imprevisto echará luz sobre una que otra verdad. ~
es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.