¿Porfirio Díaz y otros presidenciables?

Si bien durante las últimas décadas del siglo XIX y los primeros años del XX predominó la candidatura única y reelección de Díaz, esto no significa que no existieran otros actores políticos en la competencia. Analizar quiénes eran o por qué el gobierno buscaba neutralizarlos permite una comprensión a cabalidad de aquel periodo.
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para Carolina, por lo inesperado

¿Se puede hablar de “presidenciables” que compitieran con Porfirio Díaz? Aunque en el contexto electoral del México de las últimas décadas del siglo XIX y los primeros años del XX predominó la candidatura única y la reelección, pues en todas las ocasiones Porfirio Díaz obtuvo el triunfo, considero que sí. Los presidenciables eran aquellos actores del espacio público que anhelaban ocupar la primera magistratura del país y que contaban con el capital político necesario para darle forma concreta a sus aspiraciones. No todos los nombres mencionados en la prensa, ni todos aquellos que recibieron algún voto en las urnas, fueron exactamente presidenciables. No les dio tal carácter que llegaran a ser candidatos, sino sus redes, su importancia y su peso en las negociaciones que precedieron a la definición de la candidatura única que caracterizó al periodo.

Otro aspecto fundamental que distingue a los presidenciables son las estrategias que el poder gubernamental puso en marcha para neutralizarlos. En efecto, un primer acercamiento a estas figuras permite establecer que, para anular a los posibles rivales, se diseñaron y aplicaron tres estrategias, según el caso, aunque hubo ocasiones en que se usó más de una contra un mismo opositor: el alejamiento decoroso, la cooptación y la intimidación. Una cuarta –la estrategia extrema: la eliminación física del rival– pudo haberse aplicado en aquellos casos en que los candidatos parecían tener mayores posibilidades de concretar sus aspiraciones y pocas ganas de renunciar a ellas. Sin embargo, es muy difícil probarla.

Los resultados de las elecciones presidenciales entre 1877 y 1910 dejan ver, con claridad, que en la segunda fase del proceso –el nivel de la votación de electores, dado que se trataba de elecciones indirectas– la competencia por el cargo fue prácticamente nula. Díaz ganó con más del 90% de los votos en los colegios electorales en 1884, 1888, 1892 y 1910; y con el 100% en 1900 y 1904. Estos datos son los que instalan y sustentan la idea de la candidatura única. Que en las elecciones de 1880, 1884, 1888 y 1910 existieran personajes de la vida política que recibieron algún voto favorable –a los que, sin embargo, en función de las cifras resultaría muy difícil poder clasificar como “competidores”– no echa abajo el predominio de la candidatura única. En 1880 Justo Benítez recibió 1,368 y Trinidad García de la Cadena 1,075 votos, pero no competían contra Díaz sino contra Manuel González (quien obtuvo 11,528). En 1884 Miguel Blanco y Ramón Corona figuraron con votos a favor –de nuevo, sin duda resultaría un exceso llamarlos oponentes–, con apenas 68 el primero y tan solo 31 el segundo. Y en 1888 Ramón Corral e Ignacio Vallarta recibieron las irrisorias cantidades de menos de diez votos cada uno: seis y cinco respectivamente. Menos aún podría contravenir esa certeza, la de la candidatura única, que en 1877 y en 1892 hubo algunos votos –482 y quince, respectivamente– que no se adjudicaron a Porfirio Díaz. Incluso en la elección de 1910 –cuando otros nombres se apuntaron junto con el de Díaz como candidatos, pues Francisco I. Madero fue postulado oficialmente como tal– la candidatura única continuó definiendo la contienda. Madero recibió apenas 196 votos –aunque algunas fuentes apuntan que fueron 789.

Todos estos nombres y cifras muestran que, a la hora de depositar los votos, las negociaciones y los arreglos habían ya determinado la configuración del paisaje político-electoral y que el acuerdo alrededor de una candidatura única había aglutinado las voluntades. Podemos suponer que competencia hubo, pero que se dio en una fase previa a la del momento electoral propiamente dicho.

El predominio de la reelección y de la candidatura única no hace menos pertinente una pregunta –o, mejor dicho, varias preguntas– sobre la cuestión electoral, sus dinámicas, sus prácticas y, principalmente, sus sentidos y significados. Al respecto conviene reflexionar si es verdad que, como ha insistido la historiografía y como pareciera desprenderse de una primera, poco meditada y constreñida lectura de las cifras de los resultados, no existió competencia electoral en el último cuarto del siglo XIX. Es legítimo preguntarse: ¿No hubo otros personajes que aspiraron a la presidencia? Y ¿qué debemos considerar por el proceso electoral? ¿Acaso únicamente el periodo que media entre la publicación de la convocatoria y la emisión de resultados? ¿No deberíamos ampliar esa etapa a varios meses antes, en ocasiones hasta un par de años, para poder estudiarlo y comprenderlo cabalmente, entendiéndolo como un periodo que abarca mucho más que la contienda formal en sí?

Y también cabe cuestionarse: ¿Estuvieron las elecciones ausentes de conflicto? ¿No hubo aspirantes y aspiraciones en juego en las contiendas? ¿De verdad nadie más que Díaz se consideraba y postulaba para ocupar la primera magistratura? ¿Sus constantes reelecciones no tuvieron opositores o detractores? ¿Fue aceptada de forma unánime por todos los actores de la vida política y el espacio público? Por todo lo anterior, en este ensayo trataré de responder si el predominio de la candidatura única suprime la existencia de personajes presidenciables.

Si nos abrimos a la idea de que otros personajes tuvieron aspiraciones, o al hecho de que otros actores buscaron alternativas –así fuera en un nivel puramente especulativo– a la candidatura de Díaz, tendríamos que cuestionarnos sobre quiénes fueron estos sujetos cuyos nombres saltaron a la escena durante las coyunturas electorales, por qué sonaron como posibles ocupantes de la primera magistratura, qué motivaba o fundamentaba sus aspiraciones, de qué formas se expresaron sus ambiciones y cómo influyó en la dinámica electoral que sus nombres fueran propuestos o utilizados como banderas frente a las continuas reelecciones de Porfirio Díaz. Y, desde luego, si llegaron a ser una preocupación para el aparato gubernamental al grado de que este buscara frenarlos de algún modo.

En un primer, y parcial, acercamiento a las coyunturas electorales se puede observar que en cada ocasión surgieron varios nombres que alternaron con el de Díaz como posibles candidatos a la presidencia de la república, tuvieran o no posibilidades reales. A pesar del triunfo de la causa tuxtepecana, que situaba a Díaz, por su calidad de líder del movimiento, como el candidato a la presidencia, al menos tres nombres fueron comentados en 1877 en el marco del proceso electoral. Y la cifra se elevó a quince en el complejo año de 1880. Algo similar, sin embargo, sucedió en el año del regreso de Díaz a la presidencia, pues en 1884 sonaron nueve nombres. Y en el año de inicio de consolidación de su gobierno, en 1888, la cifra se elevó a catorce. Ni siquiera en los años del régimen consolidado –en las elecciones de 1892, 1896, 1900 y 1904– se dejó de mencionar a otros candidatos. Así sonaron seis nombres en 1892 y 1896, cuatro en 1900 y doce, nada menos que doce, en 1904. Como podemos observar el espacio público estuvo permanentemente poblado de, llamémosles, candidatos. En muchos casos las posibilidades de llegar a la primera magistratura fueron nulas y en otros más, relativas. Sin embargo, se puede hablar de ciertos actores políticos que tuvieron una pequeña oportunidad. Y son a los que podríamos considerar “presidenciables”.

En efecto, es precisamente esa mínima posibilidad, o eso que desde el presente, en función de los resultados, nos parece una mínima posibilidad, lo que dio lugar al diseño de estrategias para neutralizarlos. Y es justamente la existencia de esas estrategias la que nos revela la importancia de los presidenciables en la vida política de aquellos años.

Tomemos, por ejemplo, el caso de Trinidad García de la Cadena. Candidateado en dos oportunidades (1880 y 1884), fue tachado de conspirar contra el gobierno de Díaz en 1884, año en que también sufrió un intento de asesinato; ambas acciones sugieren la aplicación de una estrategia de intimidación. Debilitado pero no vencido, el temor de una nueva postulación para las elecciones de 1888 fue lo que quizá llevó a su encarcelamiento en octubre de 1886 y a su posterior asesinato en prisión ese mismo año. Si bien Daniel Cosío Villegas considera que su muerte obedeció a problemas a nivel regional y a la trama escrita por el gobernador de Zacatecas Marcelino Morfín Chávez, la duda sobre las persecuciones y asesinato de García de la Cadena persisten. Los intentos por neutralizarlo en 1884 dejan lugar a las suposiciones.

Pero García de la Cadena no fue el único que sufrió un intento de asesinato ni el único que encontró una muerte trágica, velada por la sombra de la duda y detrás de la cual podamos quizás encontrar motivaciones políticas ligadas a sus aspiraciones y posibilidades electorales. Ramón Corona, cuyo nombre estuvo presente en dos coyunturas comiciales, las de 1884 y 1888, también murió asesinado en 1889, tres años después del crimen de García de la Cadena. Antes de eso se había aplicado con él la estrategia del alejamiento decoroso. En 1884 fue nombrado ministro plenipotenciario de México en Portugal, lo que sin duda tenía como finalidad borrarlo del escenario político; y dos años después, en 1886, se aplicó una estrategia de cooptación, cuando se le postuló y ganó la gubernatura de Jalisco. Sin embargo, quizá fue el temor de su posible candidatura para la elección presidencial de 1892 lo que motivó su asesinato. ¿Podemos suponer que su muerte fue consecuencia de la aplicación de la estrategia extrema? No hay hasta hoy una respuesta clara, pero la duda persiste. En detrimento de esta idea puede decirse que aún faltaban tres años para las elecciones presidenciales, pero a favor hay que considerar que, en esta etapa, las campañas –los movimientos con miras a la sucesión– empezaban muy pronto, como es posible observar en la correspondencia de los actores de la época.

Por su parte Manuel González padeció un intento de asesinato el año en que ganaría la elección presidencial, 1880. ¿Fue ese intento una estrategia intimidatoria para suprimirlo del escenario público? No hay forma de saberlo, pero lo cierto es que en 1888 para impedir cualquier aspiración presidencial, de lo cual ya había dado muestras en 1884 cuando intentó trabajar en su posible reelección, sufrió primero los embates de una campaña de descrédito en la prensa y, posteriormente, se le postuló y obtuvo la gubernatura de Guanajuato. Al principio se le aplicó la estrategia de intimidación y después la de cooptación.

Vicente Riva Palacio en 1883, Nicolás Zúñiga y Miranda en 1896 y Francisco I. Madero en 1910 fueron también blanco de la intimidación, cuando se les apresó y encarceló. En el caso de Zúñiga y Miranda se trató solo de una breve detención. Este arresto llama la atención por el poco reconocimiento que el personaje tenía en la vida política. Si tal era su mala reputación, ¿por qué tratar de amedrentarlo privándolo de su libertad? Cabe señalar que ni el descrédito, ni la cárcel, ni la derrota en las urnas impedirían que en la siguiente convocatoria, la de 1900, Zúñiga volviera a aparecer como candidato a la presidencia.

A pesar de su nombre y su importancia en el espacio público y la vida política, a la par de su vieja y probada filiación porfirista, Riva Palacio estuvo preso durante casi un año y solo pasadas las elecciones presidenciales recobró la libertad. A diferencia de Zúñiga, el escritor contaba con un importante capital político, buena reputación y reconocimiento. Había sido un nombre destacado en las presidenciales de 1880 y había aceptado que se favoreciera a Manuel González en esa ocasión, suponiendo quizá que en la siguiente él sería el favorecido. Sin embargo, calculó mal. A pesar de todo, su nombre sonaría por tercera vez como posible candidato en la contienda de 1888. Acaso por su importancia y para evitar una cuarta postulación en 1892, de nuevo se aplicó la estrategia de neutralización a través del alejamiento decoroso, y fue enviado a la legación de Madrid en 1890 para borrarlo del escenario nacional.

En el caso de Francisco I. Madero, aunque se escarnecía su persona y se minimizaban sus posibilidades como oponente de Díaz, lo cierto es que, ante el temor de la fuerza que podía cobrar, se aplicó la estrategia de intimidación: se le apresó, y solo escapando de la prisión pudo recuperar la libertad para emprender la lucha en contra del régimen, a través de otras vías que ya no serían las legales.

El alejamiento decoroso y la cooptación mostraron ser más exitosos que la intimidación. Además de Ramón Corona y Manuel González, ambos elevados a gobernadores, y al igual que a Vicente Riva Palacio, a Ramón Fernández se le otorgó un nombramiento diplomático, el de ministro plenipotenciario de México en Francia, en 1884, cortando así sus aspiraciones presidenciales. Y en 1888 Manuel Romero Rubio fue enviado a la legación en París. Jerónimo Treviño también tenía aspiraciones presidenciales, especialmente evidentes para las elecciones de 1884, cuando deseaba suceder a Manuel González, sin embargo, en 1883 fue destinado en una misión a Europa, donde estuvo por varios meses. Y a José Limantour, quien deseaba también llegar un día a la silla presidencial, y cuyo nombre sonó en tres ocasiones como candidato (1900, 1904, 1910), se le mantuvo en la Secretaría de Hacienda. Un caso particular es, sin duda, el de Bernardo Reyes, otro nombre que habría de sonar repetida e insistentemente, a pesar de sí mismo, como candidato a la presidencia (en 1896, 1900, 1904 y 1910). A él se le otorgó primero la Secretaría de Guerra, después se le instaló en el gobierno de Nuevo León en 1902 y finalmente se le envió fuera del país, a la legación en Francia.

Otro personaje considerado como presidenciable, Miguel Negrete, se pronunció en 1879 contra el régimen de Díaz. Se le concedió indulto en 1880, año en que su nombre sonó como el de un posible candidato, y a cambio él se retiró a la vida privada, lo que pudo ser una elección personal, sin duda, pero también el resultado de un acuerdo político. Caso similar fue el de Ignacio Vallarta, fuerte candidato en las elecciones de 1880, quien tras serias disputas y desavenencias con Díaz y González, y tras una intensa campaña de descrédito, que ya hemos señalado como un elemento de intimidación, optó por retirarse también de la vida pública en 1882; a pesar de lo cual su nombre sería mencionado aún en la elección presidencial de 1888.

La candidatura única no anula la existencia ni la mención –principalmente en la prensa periódica– de posibles aspirantes. Que esos nombres salieran a la luz como potenciales candidatos no expresaba tampoco las intenciones personales, ni menos aún un posicionamiento. Algunos correligionarios, grupos, partidos afectos o periódicos usaban esos nombres como estandartes frente a las candidaturas de Díaz probablemente sin consultar la opinión del aludido. Y en respuesta a esas postulaciones una buena parte de los señalados se apresuraron a declinar sus candidaturas, y no solo eso, sino que manifestaron públicamente su adhesión a la candidatura del general Díaz.

Este acercamiento al tema nos permite constatar la existencia de presidenciables y el diseño y aplicación de una, o varias, posibles estrategias de neutralización de potenciales rivales o competidores que incluyeron desde el alejamiento decoroso del país a través del otorgamiento de nombramientos diplomáticos, hasta la cooptación mediante la postulación y obtención de gubernaturas o la designación en ministerios. Pero también supuso la aplicación de estrategias intimidatorias, expresadas en medidas severas como la difamación, la cárcel y el intento de asesinato; y, por último, quizá se recurrió a la estrategia extrema: la del asesinato mismo, aunque eso es difícil probarlo. ¿Son estos –los alejados, reprimidos, beneficiados y/o asesinados– los hombres que realmente tenían una oportunidad de servir de contrapeso a la figura de Porfirio Díaz y de llegar a alcanzar la presidencia? ¿Qué nos dicen estas formas de neutralizar a los presidenciables sobre el estado general del sistema político? ¿Existe relación entre ellas? Son preguntas que abren un amplio espacio de investigación.

Coincidencia o no, la neutralización y eliminación a través de diversas estrategias políticas de todos esos potenciales competidores despejó el camino de acceso al poder de Díaz, quien sustentó su permanencia en el cargo, entre otras vías, a través de la idea del “hombre necesario”. Si bien la reelección y la candidatura única fueron factores que marcaron y determinaron el paisaje político, tenemos pues aquí, en la idea de los presidenciables y las estrategias de neutralización, un punto de partida para pensar las elecciones desde otra perspectiva y para tratar de ver la importancia de la competencia electoral y el papel que en ella pudieron desempeñar los presidenciables y las estrategias para neutralizarlos. ~

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es profesora e investigadora del Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Ha coordinado proyectos de investigación alrededor de las prácticas electorales en el siglo XIX mexicano.


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