Para el fan de historias de vampiros descafeinados está Twilight, The Vampire Diaries, True Blood y la interminable saga de Anne Rice. Últimamente, para los demás ha habido poco o nada. Thirst es, quizá, una de las pocas películas de chupasangres memorables. La otra –y mejor de todas- es Déjame Entrar.
Déjame Entrar cuenta la historia de Oskar (Kare Hedebrant), un niño de doce años -frágil, con la piel casi translúcida de tan blanca- al que molestan incesantemente en la escuela. La cinta comienza con Oskar inmerso en una fantasía de venganza: jugando afuera de su casa y blandiendo un objeto punzocortante, el niño repite, como un coro, “chilla como un cerdo”. Esa misma noche, desde afuera de su condominio, observa la llegada de sus nuevos vecinos. No se necesita de ninguna perspicacia para ver que son raros: justo después de entrar al departamento, el hombre (Per Ragner) y Eli, la niña que lo acompaña (Lina Leandersson), tapan todas sus ventanas para impedir ser vistos (o que la luz entre). Pronto aprendemos que el hombre no es su padre, sino su sirviente –su Renfield personal-, encargado de alimentar a la niña, que resulta ser nada más y nada menos que un vampiro. Después de beber sangre, Eli satisface su hambre. Al poco tiempo, conoce a Oskar y entablan una amistad.
La relación que se suscita entre estos dos niños es el núcleo de la cinta. Lentamente, Oskar descubre la identidad de su amiga. Su fascinación por Eli es entendible; y ella responde con absoluta reciprocidad: Oskar es, en el fondo, un niño vengativo y molesto. El vampiro no es ajeno a esta naturaleza.
¿Quién no preferiría olvidar la extraña soledad, la intensidad confusa que acompaña esa época gris entre la niñez y la adolescencia? Ciertamente no es el caso del director Tomas Alfredson y el escritor John Ajvide Lindqvist. Ambos parecen conocer a la perfección los mecanismos de los impulsos púberes, y el mito del vampiro resulta ser el lienzo perfecto para plasmar estas emociones.
Los pequeños histriones tampoco desentonan: ambos se mueven con confianza sobre las plazas llenas de nieve y los hacinados condominios que habitan sus personajes. Leandersson en particular impresiona: de alguna manera, sus gigantescos ojos negros logran comunicar la soledad y el cansancio que probablemente aturden a un vampiro de 200 años de edad. La fotografía de Hoyte van Hoytema presenta un panorama apropiadamente gris y parco, en donde el blanco sofoca cualquier rastro de verde.
Al final, la película le pertenece a Alfredson. No es fácil partir de una premisa sobrenatural y anclarla en situaciones reales, pero este director sueco lo logra con creces. Antes que ser una película de vampiros, Déjame Entrar es una meditación sobre la naturaleza de la lealtad, la amistad y, ante todo, la venganza.
-Ryan Haydon