Hay un momento en Narcos en el que Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia de Colombia, le dice a Steve Murphy, agente de la DEA que busca prevenirlo con un chaleco antibalas de un atentado por parte de Pablo Escobar: «Cuando esto termine, los héroes y las víctimas de esta historia serán colombianas. John Wayne solo existe en Hollywood». Lara Bonilla sería asesinado poco después —y la serie insiste en un detalle específico: el ministro no portaba el chaleco antibalas que le regaló el agente Murphy.
Ese instante revela la postura de Narcos respecto a los hechos sucedidos durante la guerra de Pablo Escobar contra el gobierno colombiano: fueron los agentes de la DEA los que significaron un cambio real en ese país corrupto y bárbaro. Ejemplos sobran: Escobar siguió adelante porque los políticos colombianos rechazaron la extradición y frenaron las acciones de la DEA; Murphy, aunque por momentos iracundo, es un policía incansabley ejemplar hombre de familia; la DEA rompió —siempre justificadamente—leyes y acuerdos legales a fin de obtener información valiosa sobre Escobar. «Los tipos malos nunca juegan de acuerdo a las reglas», dice la voz en off de Steve Murphy, que narra toda la serie, «por eso es que son los tipos malos, y por eso es también que nunca pierden». La postura es clara: ellos, los agentes estadounidenses, sí juegan de acuerdo a las reglas. Sus transgresiones se excusan porque tienen como meta un fin superior. Vaya: como John Wayne.
Técnicamente, la serie se encuentra por encima de la mayoría de los tratamientos que se han dado al tema —incluyendo telenovelas como La reina del sur. No es extraño: su productor ejecutivo, co-creador y director de los primeros dos episodios es José Padilha, un muy solvente cineasta brasileño con películas como Tropa de Élite y Robocop en su filmografía.Narcos se permite desplantes difíciles en las restricciones (técnicas, económicas, formales) de la telenovela: persecuciones con helicópteros, incursiones en la selva amazónica, grandes locaciones de filmación que claramente no son sets. Su narrativa tiene incluso rasgos —toda proporción guardada— que recuerdan al cine de Martin Scorsese, como su permanente voz en off, tan similar a la de Buenos Muchachos, o ciertas tomas largas, como la del secuestro de Murphy, en la que una cámara fijaen el tablero de su camioneta registra los hechos sin cortar. En este aspecto, Narcos logra elevar el nivel de las narrativas televisivas del tráfico de drogas latinoamericano, ancladas a la llamada narconovela, que suelen ser de relativo bajo presupuesto (los 63 episodios de La reina del Sur costaron diez millones de dólares: la producción más cara de Telemundo no cubriría ni la cuarta parte del presupuesto de Traffic de Soderbergh, película de temática similar) y serializadas en un formato que exige máxima prolongación (El señor de los cielos, en su tercera temporada, se acerca a los 300 capítulos, y ya se está filmando la cuarta temporada).
Narcos se promociona como una opción inédita para su público, idealmente estadounidense: como un producto con fidelidad histórica. Algunos rasgos dentro y fuera de la serie así parecen indicarlo, como la contratación como asesores de los agentes Javier Peña y Steve Murphy, o frases como «Netflix’s latest drama digs beneath the myths surrounding Colombia’s notorious drug lord in search of the real deal», publicadas en entrevista con José Padilha durante la promoción de Narcos; tenemos también las inserciones (metraje de noticiarios, filmaciones caseras o fotografías) que sirven para crear una sensación de realismo pero también para presentar a la serie como parte de una secuencia histórica. La promoción de Narcos la presenta como una investigación documentada, con todo y la brevísima advertencia de dramatización al inicio de cada episodio.
Es en ese sentido que la serie tropieza con sí misma. Narcos es un producto cinematográfico marcado por el rating; su fin es estimular el interés de su público meta. Para lograr esto, su narrativa toma decisiones que le granjeen la simpatía de la audiencia. En ese contexto se da la elección de Boyd Holbrook, que interpreta a Steve Murphy, como narrador de toda la historia. Murphy representa una versión un tanto desabrida del típico all-american hero: hijo de un veterano de guerra, alto, rubio, hombre casado y fiel, comprometido con la causa pero también celoso vigilante del bienestar de su familia. Un hecho de la trama —imposible saber si es real o ficticio y para el caso da lo mismo— que lo define a la perfección: un sicario de Escobar está a punto de matar a una bebé —a cuya madre también asesinó— cuando Murphy irrumpe, matándolo a tiros y salvando a la niña. La lleva a casa con su esposa y —ah, la bondad del policía norteamericano— termina adoptándola como su hija. Murphy se erige así como una figura de una probidad inquebrantable, capaz de asesinar pero siempre por el bien mayor.
Aunque toma como tema a un hecho histórico colombiano, Narcos se empeña en perpetrar la visión de Estados Unidos como una —necesaria aún con todos sus defectos— policía del mundo. Si comparamos a Murphy con el capitán Nascimento, de Tropa de élite (personaje principal y también voz narradora de la cinta), lo encontraremos anodino, plano, aburrido de tan intachable. Narcos busca un héroe, pero no lo encuentra en los policías o en el ejército colombianos: decide hallarlo en un policía estadounidense.
La decisión narrativa es problemática no solo por lo que conlleva desde una perspectiva ideológica, muy discutible, sino porque redunda en una obra que nos lleva a lugares que ya hemos visto, con posturas conocidas de sobra —no muy distintas, en conjunto, a las de Zero Dark Thirty, American Sniper o The Hurt Locker. ¿Por qué no darle voz también a un agente colombiano, en lugar de quedarse solo con la óptica estadounidense? Una periodista, Virginia Vallejo (base del personaje de Stephanie Sigman en la serie, Valeria Vélez), se relacionó con Escobar durante largos años y cuando huyó de Colombia escribió un libro al respecto: ¿ocuparse de ella no se traduciría quizá en una perspectiva menos convencional y, también, más amplia?
Un inconveniente es que la narrativa serializada —y, específicamente, la narrativa serializada del crimen— ha llegado a alturas considerables. Apenas en 2007 terminó The Sopranos, un acercamiento inmisericorde a la mafia de Nueva Jersey; en 2008 culminó The Wire, que recorre con un reparto coral el crimen —y la policía, y la prensa— de Baltimore. Un rasgo común a ambas series es que colocan sus reflectores sobre personajes éticamente cuestionables: Tony Soprano es un criminal que no tiene una meta más elevada que la propia gloria; Jimmy McNulty es un policía bienintencionado que no puede evitar hacer pedazos su vida y la de los que lo rodean. El resto de quienes los acompañan no son muy distintos: hampones, traidores, soplones, hombres y mujeres con problemas y demonios que muestran lo peor (y a veces, como por una rendija, lo mejor) de la condición humana. La llegada de los llamados difficult men—más de uno heredero del noir y su ambigüedad moral— a la televisión permitió la creación de una zona gris, de una ética lejana a los falsos heroísmos y villanías absolutos. Junto a otros trabajos contemporáneos, Narcos, con su polarización de policía gringo bueno y narcotraficante latinoamericano malo, y aún con sus logros técnicos, parece una obra caduca, reductiva, carente de riquezas. Concederle esa falta de matices es perdonar demasiado.
Luis Reséndiz (Coatzacoalcos, 1988) es crítico de cine y ensayista.