Al reseñar, hace casi dos años, la primera temporada de Narcos: México (2018), la teleserie producida por Netflix acerca del auge y la caída de Miguel Ángel Félix Gallardo, el jefe de jefes del narcotráfico en México en los años 80 del siglo pasado, anoté que, más allá de los aciertos y servidumbres de aquellos primeros diez episodios, había una ausencia argumental más que reprochable. Sí, es cierto que en esa primera temporada de la serie televisiva creada por Carlo Bernard, Chris Brancato y Doug Miro –y también en la segunda, que reseñé por acá– se muestra con transparencia que el desarrollo del narco en nuestro país habría sido imposible sin la omisión, comisión e, incluso, en algún momento, el franco liderazgo del Estado mexicano, pero también es cierto que faltaba explorar de qué manera los tentáculos del narcotráfico habían alcanzado al mundo de los negocios “legítimos”.
Y es que, como declaró alguna vez el fallecido candidato presidencial panista Manuel Clouthier, “hasta los chamacos de quince años sabían dónde vivía (Félix Gallardo), quién era” (Proceso No. 650, 17 de abril de 1989, p. 9). Y, por supuesto, el Maquío no se refería solamente a las autoridades policiales que volteaban hacia otra parte, sino a la sociedad entera, en la que incluía a políticos, sacerdotes y empresarios que, en el mejor de los casos, solaparon a estos personajes y, en el peor, se volvieron socios de ellos. Por eso, más allá de inexactitudes y exageraciones inevitables, el gran acierto de la tercera temporada de Narcos: México (2021) fue colocar en el centro argumental al más conspicuo empresario-político mexicano de finales del siglo pasado, a quien se identifica, insólitamente, con nombre y apellido. Me refiero, por supuesto, a Carlos Hank González (1927-2001), el autor del más famoso apotegma de la política nacional: “Un político pobre es un pobre político”.
Encarnado por un blandísimo Manuel Uriza, el Hank que aparece en Narcos: México es no solo el prototipo del político mexicano corrupto, sino del encumbrado hombre de negocios que sirve de instrumento para legitimar el dinero del narco, al mismo tiempo que se sirve de los mismos narcos para ganar más dinero y más poder. Es una historia bien conocida para los que nacimos, crecimos y vivimos en Sinaloa: el narcotráfico no puede florecer sin autoridades cómplices ni políticos corruptos, pero tampoco sin entusiastas empresarios asociados al negocio, que lavan dinero a través lo mismo de inmobiliarias que de guarderías. Como afirmara algún lúcido personaje en algún memorable episodio de la insuperable teleserie estadounidense The Wire (2002-2018), es más seguro seguir el camino de la droga porque sabes que ahí está la misma punta de mafiosos de siempre. El problema es cuando sigues el camino del dinero: esto es mucho más peligroso porque no sabes con quién te vas a topar. Puede ser un Obispo, un empresario legítimo, un admirado filántropo.
Por supuesto, el retrato que hace la serie del poder de Hank es, por lo menos, exagerado. Afirmar que “el profesor” era quien nombraba a los presidentes de México es delirio puro, pero este tipo de series televisivas pueden y deben permitirse libertades históricas con tal de subrayar el punto que quieren destacar. Y, en ese sentido, los creadores de Narcos: México logran el objetivo. La escena clave, que define la tercera temporada, está en el desenlace del episodio cuatro, “Guadalajara”, cuando Amado Carrillo (José María Yazpik, apoderándose con su presencia de toda la serie) llega a entrevistarse personalmente con Hank en algún exclusivo restaurante de la Ciudad de México. Al llegar frente a él, le dice al mesero, con una amplia sonrisa de seguridad y satisfacción, que le traiga un trago “igualito” al que está tomando el emblemático empresario-político. Más claro ni el agua: el señor de los cielos ya está al nivel de Carlos Hank González.
Por lo demás, la trayectoria de esta tercera temporada es tan previsible como cualquier historia del auge y caída de un gánster desde los tiempos de Caracortada: Vergüenza de una nación (Hawks, 1932). Así pues, las predicciones que Miguel Félix (Diego Luna) le soltó al agente de la DEA Walt Breslin (Scott McNairy) al final de la segunda temporada se cumplen una tras otra: Amado Carrillo se convierte en el narco más poderoso de México, los Arellano Félix terminan enfrentándose con el Cártel de Sinaloa, y el negocio del narcotráfico sigue marchando sin importar quién esté a la cabeza, porque business is business y mientras haya gente consumiendo habrá otra gente que esté vendiendo. En el mejor de los casos, como le dice el propio jefe al antipático “cruzado” Breslin, el objetivo no es ganar la guerra contra las drogas, sino empatarla.
Tampoco es claro que esta historia termine en empate. Si la tercera temporada de Narcos: México nos presenta la crónica de los triunfos sucesivos de Amado Carrillo hasta su fallecimiento en plena operación de cirugía plástica en algún hospital de la Ciudad de México, también nos va presentando el lento aprendizaje del elemental y rústico Chapo Guzmán (Alejandro Edda) quien, hacia el final, va en camino de convertirse en el implacable y cerebral nuevo jefe de jefes del narcotráfico mexicano después de aprovecharse de los sibilinos consejos de su inesperado consiglieri Don Neto Fonseca (Joaquín Cossío).
A lo largo de esta última temporada de la teleserie avanzó, también, una digresión argumental bien armada y mejor interpretada por Luis Gerardo Méndez, quien interpreta a un corrupto policía de Ciudad Juárez que, al darse cuenta de lo que está sucediendo en la frontera, la persistente desaparición y posterior asesinato de jóvenes trabajadores de la maquila, decide convertirse en una especie de investigador e implacable vengador anónimo, en busca del hipotético asesino serial que anda suelto. Aunque esta historia tiene poco que ver con el discurso central de la serie –a no ser el subrayar la ausencia del Estado mexicano tanto en la lucha contra el narco como en la investigación de las “muertas de Juárez”–, lo cierto es que Méndez encarna con justeza y verosimilitud a este policía, Víctor Tapia, que poco a poco va descubriendo que tiene algo parecido a una conciencia.
Por lo demás, en cuanto a la puesta en escena, esta temporada es, acaso, la más floja de todas. No se nota que hayan aportado mucho, estilísticamente hablando, alguno de los cinco directores contratados por Netflix –el colombiano Andrés Baíz, el argentino Luis Ortega, los mexicanos Alejandra Márquez Arbella y Amat Escalante, y el actor brasileño debutando como realizador televisivo Wagner Moura–, aunque habría que aceptar que en el noveno episodio, “Rendición de cuentas”, Escalante logra, de improviso, una genuina atmósfera de tensión en la escena en la que Tapia se entrevista con el jefe de la DEA en El Paso, en algún cafetín de Texas. Como en las temporadas anteriores, los mejores momentos de Narcos: México no se deben tanto a sus directores sino a ciertos actores con nombre y apellido (los ya mencionados Yazpik y Méndez, además de Alberto Guerra en el papel de un sereno “Mayo” Zambada y Mayra Hermosillo como una claridosa Enedina Arellano) y, en este caso, al notable trabajo fotográfico de Dariela Ludlow, quien fue la responsable de la cámara en seis de diez episodios de la serie, los mejores en cuanto a la puesta en imágenes se refiere.
Y a las pruebas me remito: la acezante persecución en el desierto del primer episodio, ejecutada en una toma sostenida de minuto y medio de duración; la violenta balacera en El Paso del mismo primer episodio, otra vez filmada impecablemente en otra toma extendida de poco más de un minuto; la exultante escena de la boda de Enedina del segundo episodio con todo y baile al ritmo de “Como la flor”; la secuencia del violento ajuste de cuentas del episodio seis mientras al fondo se escucha “Que no quede huella”; la vistosa detención del “Güero” Palma en el noveno episodio, mientras suena a todo volumen “Matador”; y la ya mencionada escena de la reunión de Tapia y el agente de la DEA en el mismo noveno capítulo, que Ludlow resuelve con un tenso travelling lateral en el que la cámara se mueve, ominosamente, por todo el oscuro cafetín.
De hecho, hace unos días Variety identificó a Ludlow en su lista de diez cinefotógrafos a quienes no hay que perder de vista en los años por venir. Por supuesto, la influyente revista la eligió por su trabajo en la mucho más prestigiosa cinta Noche de fuego (Huezo, 2021), presentada en Cannes 2021 pero, en realidad, también la podría haber señalado por su trabajo en Narcos: México que, en mi opinión, resulta más admirable cuando entendemos que se trata, más que nada, de un trabajo “alimenticio”, como diría Luis Buñuel, un inevitable “pago de piso” para merecer más y mejores oportunidades en la industria. Este podría ser el mejor resultado de las tres temporadas de esta dispareja serie televisiva: el reconocimiento definitivo de Dariela Ludlow.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.