Todas las películas de Woody Allen son la penúltima. Cuando el espectador sale de ver la última estrenada, como ahora de Scoop, ha de saber que a esa misma hora su director favorito ya ha acabado el montaje de la siguiente, su wawp o “Proyecto de Invierno de Woody Allen”, que es su modo peculiar de bautizar las películas, muchas veces mantenidas sin título, sólo con esas siglas, hasta poco antes de exhibirlas.
A sus 71 años de edad, Woody no es aún un anciano, y ni siquiera el director de cine más mayor en ejercicio dentro de una industria orientada por (y para) los jóvenes. Robert Altman murió hace unas semanas a los 81 en plena forma, y vivos siguen y trabajando Antonioni (94) y Rohmer (86), por recordar a los más grandes. Claro que lo que distingue al neoyorquino de esos otros cineastas citados es su fecundidad, sólo hoy superada por la de otro, éste sí, anciano oficial, el portugués Manoel de Oliveira, que a sus 98 rueda dos y tres películas cada año.
Scoop es una película veraniega de Woody Allen, y que constituya, a mi juicio, un ejemplo de cine banal y mal cosido no significa que yo esté en contra de los veranos del director. Comedia sexual de una noche de verano, su peculiar homenaje/parodia a la obra de Shakespeare El sueño de una noche de verano y al film de Ingmar Bergman Sonrisas de una noche de verano, está entre sus mejores logros, y la antepenúltima suya, Matchpoint, es casi una obra maestra y también fue un wasp, en este caso no traducible por la habitual categoría socio-étnica sino como “Proyecto de Verano de Woody Allen” (Woody Allen Summer Project). Pero yo no quiero aquí hablar de la bajísima calidad de este nuevo producto alleniano, hasta cierto punto lógica en un hombre tan prolífico, sino de la misteriosa fascinación que sus películas, todas, las malas incluidas, sigue produciendo en Europa y en particular entre nosotros. El culto a Woody.
A mi modo de ver se basa en tres motivos. El primero es muy justo, y yo mismo, junto a millones de espectadores, lo comparto. El agradecimiento. Allen lleva años, exactamente cuarenta (desde que manipuló tan graciosamente un subproducto policiaco japonés, para convertirlo en su opera prima What’s Up, Tiger Lily), produciéndonos de manera sostenida un placer inmenso como espectadores, sin hacernos (casi) nunca dejar de reír y a la vez aguzando una risa inteligente, cultivada por medio de citas, literarias o fílmicas, que nos intriga mucho descubrir. Nuestra memoria de espectadores tiene en él uno de los pilares fundamentales, y cuando una película suya nos gusta menos, podemos rebobinar el archivo personal de las emociones allenianas: la oveja enjoyada de Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo y no se atrevía a preguntar, la luz de la neurosis de Diane Keaton en Annie Hall, la pantalla traspasada de La rosa púrpura de El Cairo. Tesoros.
El segundo motivo es la independencia, y unida a ella un cierto sentimiento europeo de desdén y recelo a lo acendradamente norteamericano. Al público francés o italiano o –desde luego– al español le encanta el subtexto que acompaña el cine de Allen. El hecho de que fuera, avant la lettre, un anti-sistema, ajeno a los fastos (y por ende a los premios) de Hollywood, a la cultura del that’s entertainment y que si un día era nominado para los Oscar, prefiriera, en vez de pisar la alfombra roja en Los Ángeles, tocar el clarinete ante cincuenta tipos en un ahumado bar de Manhattan. Ahora el aprecio al piel roja sobreviviente en una reserva cercada por los yanquis embebidos de dólares es mayor, porque Woody rueda en Europa, y sería orgásmico si se cumplen los nuevos proyectos estacionales y Oviedo o Barcelona aparecen en sus films. Entonces será ya plenamente uno de los nuestros. El exiliado de la profunda América neocon.
Y hay por fin un tercer motivo atávico al que me resisto. La marca comercial como nostalgia de un orden patriarcal. Los fieles de su cine, y no conozco a nadie en España que no lo sea, van a ver sus películas, todas ellas, como quien cada día cumple el rito de la comida o el respeto debido a los ancestros. Fue tan bueno Woody desde el comienzo, nos ha hecho reír tanto, es tan europeizante en sus gustos de cómico judío neoyorquino, que ahora se le compra a ciegas el producto, se le respetan los cortocircuitos o, incluso, no se le ven las arrugas de una inspiración tan irregular y tan evidentemente sometida a la presión de la cantidad. Hasta el punto de que una obra monótona, trivial y mal acabada como Scoop le parezca al espectador, no el veraneo lánguido y sudado que es, sino la eterna primavera del genio que nos ha visto crecer como un padre. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).