Quizá para muchos resulte difícil de visualizar, pero hubo una época en la que el video musical –esa expresión que asocia una canción con imaginería de diversa índole para fines primordialmente publicitarios– era considerado como un factor clave para establecer la personalidad, imagen y éxito de un artista. Eran días donde la popularidad era una fuerza que se distribuía de manera homogénea por la radio y la televisión. Hoy, como sabemos, todo opera de manera distinta. En un contexto fragmentado donde todo es viral pero casi nada es resonante, el video musical como experiencia de vinculación masiva es una rareza casi imposible de encontrar. A estas alturas, incluso la idea de grabar un “simple video” resulta insultante para algunos artistas (no en vano los trabajos audiovisuales de algunos ídolos consagrados son presentados como piezas conceptuales de largo aliento, y no como meros cortos promocionales, como es el caso de Lemonade, el notable filme que acompañó el lanzamiento del álbum homónimo de Beyoncé en 2016).
De ahí el mérito de This is America, el video de Childish Gambino, proyecto de hip-hop de Donald Glover, el comediante, actor, guionista, músico y director afroamericano de 35 años de edad. Dirigido por Hiro Murai, This is America obtuvo más de 32 millones de visitas a menos de dos días de su estreno el pasado cinco de mayo, fecha en la que Glover también fungió como anfitrión de Saturday Night Live. La pieza alcanzó eventualmente el número uno de la lista de Billboard y obtuvo alabanzas de casi todos los sectores de la industria del entretenimiento, incluidos los disociados del hip-hop. “No puedo recordar la última vez que vi un video completo, ya no digamos ver uno cinco veces seguidas, como sucedió con este increíble trabajo”, comentó Trent Reznor, líder de Nine Inch Nails y uno de los últimos dioses blancos del rock, en su cuenta de Twitter. El hype estaba plenamente justificado. Planteado como una alegoría de la violencia y el racismo estadounidenses, This is America es un desfile ágil y tétrico de múltiples representaciones y conflictos de la cultura negra a lo largo de la historia: los vodeviles blackface del siglo XIX que dieron origen al personaje denigrante de Jim Crow, la matanza de Charleston de 2015 en la que un tirador blanco asesinó a nueve personas en una iglesia, los múltiples escándalos de brutalidad policiaca registrados en los últimos meses (como el de Stephon Clark, un joven baleado por las autoridades bajo el argumento de que confundieron su teléfono móvil con una pistola y que es mencionado de manera directa en la canción), la fascinación voyerista por la violencia y un largo etcétera que incluye guiños a Richard Pryor, danzas africanas y el tío Ruckus, el viejo negro que desprecia su propia raza en The Boondocks, el programa animado transmitido en la barra nocturna de Cartoon Network.
En el centro de todo se encuentra Glover, quien salta de viñeta en viñeta mientras recorre el universo cerrado de una bodega que alberga el descontento de la nación estadounidense. El efecto acumulativo se desborda en un paroxismo gregario que remite a la casa caótica de Mother!, de Darren Aronofsky, cinta reconocida por Murai como una influencia en la concepción del video. A diferencia de Aronofsky, sin embargo, Glover y Murai nunca carecen de gravedad; pese a todo su juego simbólico, el trabajo es un concentrado de inmediatez y contundencia: uno de los escasos momentos galvanizadores de 2018.
La experiencia afroamericana
La sensibilidad detrás de This is America no es algo nuevo para los seguidores de Glover. Ya estaba presente en Atlanta, programa creado en 2016 con el nada humilde objetivo de “transmitir la experiencia de lo que significa ser una persona afroamericana en este siglo”. Producida por la cadena FX y estructurada en dos temporadas de 10 y 11 capítulos, respectivamente, la serie cuenta la historia de dos primos: Earnest “Earn” Marks (Glover), un millennial que se encuentra literalmente en la calle –sin hogar ni dinero– tras haber abandonado la Universidad de Princeton tres años atrás, y Alfred Miles (Brian Tyree Henry), un artista de hip-hop conocido bajo el nombre de Paper Boi que busca consagrarse en la escena local. El desamparo de Earn crece al enterarse del embarazo de su novia Vanessa (Zazie Beetz), por lo que busca convencer a Alfred de ser su representante. Tras lograr que la radio transmita uno de sus sencillos, ambos primos inician una relación profesional acompañados por Darius (Keith Stanfield), una especie de filósofo pacheco que funge como ayudante, consejero y entourage de Paper Boi.
En principio, el programa es una crítica severa a los vicios sociales de la propia comunidad afroamericana: falta de ambición, culto a la fanfarronería, la amistad concebida como dinámica parasitaria, machismo, violencia. Earn, educado y afable, ha perdido la fe de todos los que lo rodean: sus padres le impiden el acceso a la casa familiar a sabiendas de que tarde o temprano terminará por pedirles dinero; Vanessa nunca confía en el futuro de la relación y su primo lo visualiza como una sanguijuela que busca beneficiarse de su éxito. Los problemas de Earn están relacionados con la ausencia de confianza y el temor a no cumplir con la expectativa delirante de ser considerado como un miembro genuino de la comunidad.
En “FUBU”, décimo episodio de la segunda temporada, vemos a Earn y Alfred a finales de los noventa, en su época de estudiantes de secundaria. Earn llega a la escuela con una playera amarilla de FUBU –una marca de ropa urbana que provocó furor en la comunidad afroamericana a fines del siglo pasado, alcanzando ventas por 350 millones de dólares en 1998–, la cual compra con un sospechoso descuento en un centro comercial. Orgulloso, estrena la playera a la mañana siguiente. Otro niño afroamericano, Devin, porta una camiseta prácticamente idéntica, lo que desata una polémica entre sus compañeros: ¿Cuál de las dos es la “original”? Earn intuye que la suya es la hechiza, por lo que le pide a Alfred –todo un “referente de credibilidad callejera” desde niño– que lo ayude a desviar la atención. Alfred logra convencer a los demás que la playera de Earn es la certificada, lo que le gana a Devin una paliza en el camión escolar. Al día siguiente, al comenzar clases, los maestros anuncian que Devin se ha suicidado. La versión oficial es que el chico estaba deprimido por el divorcio de sus padres, no obstante, todos saben que la paliza en el autobús y el prospecto de ser catalogado como “chafa” por sus compañeros no ayudó a levantarle el ánimo. Un amigo blanco de Earn es incapaz de comprender la razón por la que una playera es considerada tan importante por los niños negros.
La obsesión por el estatus y el prestigio patentada en las marcas pueden llegar a ser una cuestión de vida o muerte en la comunidad afroamericana. Basta recordar la ola de homicidios relacionados con el robo de los tenis Nike Air Jordan, por mencionar el ejemplo más conspicuo, para acreditar que el episodio dista de ser una exageración. El título del episodio es, en sí mismo, una ironía que revela el absurdo de la situación: FUBU es un acrónimo de For Us, By Us, es decir, ropa hecha por afroamericanos para afroamericanos.
La presión aspiracional opera en múltiples niveles. En “Value”, sexto episodio de la primera temporada, Van sale a cenar con Jayde, una vieja amiga que le recrimina su relación con Earn y la falta de interés en subir de clase. Jayde lleva un estilo de vida oneroso y sofisticado como producto de los “servicios de compañía” que les ofrece a deportistas famosos. Ella clama que sabe lo que vale, pues es “culta, inteligente y hermosa” y los hombres que deseen su compañía deben pagar por esos atributos; Van, en cambio, es una maestra de escuela primaria que sale con un perdedor y no sabe que en Tailandia no se come con palillos chinos. “Te has convertido en la mujer de la que solías reírte”, le dice Jayde. Tras un fallido intento por arreglar una cita con un par de conocidos que incomodan a Van, ambas hacen las paces y fuman marihuana toda la noche. Van recibe una notificación de la escuela el día siguiente: ha sido seleccionada de forma aleatoria para una prueba de consumo de drogas. Van improvisa y decide usar la orina de su hija recién nacida. El plan falla cuando accidentalmente derrama los fluidos por todas partes. Derrotada, decide confesar la verdad y aceptar el despido. Realizado con maestría por Glover, quien también dirigió “FUBU” y “B.A.N.”, el episodio pasa de la exasperación sofocante a la comedia de errores sin sacrificar ritmo ni empatía. La imagen final es perturbadora: un estudiante negro con la cara pintada de blanco observa con mirada entre pícara y sentenciosa a Van, quien ahora también se ha quedado desempleada. La exmaestra se ha convertido en un estereotipo: Madre soltera negra sin trabajo con novio en situación de calle. Quizá Jayde tenía algo de razón.
Si bien parte de un objetivo palmario –plasmar la realidad negra en Estados Unidos a través de la historia de un grupo de amigos que intentan escalar socialmente–, Atlanta se encuentra lejos de ser un trabajo didáctico. Todo lo contrario. El programa se distingue por transitar entre la ambigüedad y el misterio. La serie está repleta de imágenes y momentos ajenos a cualquier intención naturalista: un coche invisible propiedad de una estrella de basquetbol, un asesino en serie (Florida Man) cuyo objetivo es evitar que los ancianos afroamericanos se muden a Miami, un lagarto mascota, una mansión gótica en medio de la nada que alberga a un desquiciado par de hermanos traumatizados por el abuso de un padre sicótico, un Justin Bieber “de color”, un gurú que ofrece sabiduría y sándwiches de Nutella (y que funciona como burla al estereotipo del “negro maravilloso” que se aparece a la mitad de alguna película hollywoodense para darle sabios consejos al protagonista blanco).
Estas disrupciones, confusas y exasperantes para el espectador cuya expectativa era encontrarse con una sitcom promedio, han provocado que se considere a Atlanta como una obra en deuda con el “afrosurrealismo”, un término acuñado para categorizar el trabajo de artistas como Toni Morrison, Bob Kaufman y Kara Walker, quienes, en sus respectivas áreas, fusionan cotidianidad y fantasía para configurar un retrato más acabado del negro estadounidense. Algunas publicaciones como The New York Times y el sitio Highsnobiety han vinculado el “afrosurrealismo” de Atlanta con el realismo mágico latinoamericano bajo una lógica poscolonial: el camino para conciliar la realidad del conquistador con la del conquistado, sostienen, debe estar cimentado por narrativas que abracen la naturaleza absurda y alucinante de la colisión entre ambas culturas (blancos y negros, españoles e indígenas). Más allá de estas etiquetas, lo cierto es que Atlanta forma parte de una línea de trabajos recientes –Get out (Jordan Peele), Sorry to bother you (Boots Riley)– que han incorporado elementos surrealistas y fantásticos para expresar la complejidad de la vida afroamericana en esta década. Una faceta más optimista de esta tendencia es la agrupada en torno al “afrofuturismo”, término utilizado para denominar aquellas expresiones orientadas a imaginar un futuro negro armónico y esperanzador donde caben el funk espacial (George Clinton y sus descendientes), la utópica Wakanda (Black Panther) y las colaboraciones de la orquesta cósmica de Sun Ra con Solange Knowles (quien por cierto tiene una canción llamada “FUBU”, aunque concebida con una intención diametralmente distinta a la corrosividad de Atlanta).
En palabras de Glover, ser negro en la Unión Americana equivale a vivir en un estado de amenaza constante. En “Money bag shawty”, tercer episodio de la segunda temporada, Earn recibe un pago y sale a celebrar con Van. Obsesionado con exhibir el dinero que ganó, decide cargar sólo billetes de 100 dólares. Cuando intenta pagar en un cine por dos asientos VIP, la empleada se niega a recibir el billete, pese a que sí se lo acepta al siguiente cliente formado en la fila: un señor blanco que amedrenta a Earn con una pistola cuando intenta quejarse. Toda la sala, sospechamos, está repleta de racistas. Earn y Van terminan en un strip club donde acceden a cambiar los billetes a cambio de una comisión. “Money bag shawty” es una de las reflexiones más inteligentes y cáusticas sobre raza y prejuicios que se hayan transmitido en lo que aún llamamos televisión.
En “North of the border”, noveno episodio de la segunda temporada, Earn, Paper Boi, Darius y Tracy (un volátil amigo del grupo) se topan con una fraternidad universitaria racista tras escapar de un altercado en Statesboro, Georgia. El linchamiento se antoja inminente, pero los miembros de la fraternidad resultan ser conocedores profundos del hip-hop, por lo que le abren las puertas al grupo, entusiasmados de compartir su marihuana con Paper Boi. De manera similar a Do the right thing (Spike Lee, 1989), donde los dueños de la pizzería perciben a las estrellas afroamericanas del pop y el deporte como blancos (o pertenecientes a una categoría diferente a la comunidad que explotan día tras día), los universitarios racistas –armados hasta los dientes– nunca ven a Paper Boi y su séquito como unos negros más. El peligro no sólo viene de los blancos. En “Woods”, octavo episodio de la segunda temporada, Paper Boi camina a casa tras haber discutido con Sierra, una amiga con derechos que pone en duda el valor de anteponer la autenticidad al deseo de ser famoso. En el camino se topa con tres fans negros que, luego de expresarle su admiración, intentan robarlo. Paper Boi corre al bosque y se extravía entre los árboles al caer la noche. El personaje termina con lágrimas en los ojos. Detrás de la máscara dura y gansteril de Paper Boi, aprendemos, se encuentra Alfred: un niño aterrado y probablemente incapaz de lidiar con la responsabilidad adulta y el mundo depredador.
Con la excepción de “B.A.N.”, el celebrado episodio satírico de la primera temporada que se presenta como parte de las transmisiones de una imaginaria cadena de televisión afroamericana, la ruptura con la narrativa factual rara vez se presenta de manera explícita. La idea es crear un flujo donde lo cotidiano y lo fantástico naveguen de manera orgánica. El papel que juega la marihuana es crucial. La mota es escape y punto de encuentro, el rito en torno al que gira la comunidad. Atlanta es, literalmente, la serie más pacheca de las pantallas. El tono drogado va más allá de los usos y costumbres de los personajes. En “Teddy Perkins”, sexto episodio de la segunda temporada, Darius responde a un anuncio clasificado en internet que ofrece un piano con teclas de colores. El instrumento es propiedad de dos hermanos: Benny Hope y Teddy Perkins. El primero fue una estrella que tocó con grandes músicos como Stevie Wonder y ahora vive recluido en una mansión debido a una enfermedad que le impide tomar la luz del sol; el segundo es un músico de menor nivel cuya existencia gira en torno al cuidado de Benny. Perkins, quien nació negro, ha transformado su aspecto mediante procesos de blanqueamiento de piel y cirugías que han tornado su rostro en una grotesca máscara de perpetua expresión amable. Una vez que Darius entra a la mansión, descubrimos que ambos hermanos fueron víctimas de un padre severo que abusaba físicamente de ellos bajo el argumento de hacerlos verdaderos artistas. La situación adquiere tintes de trampa y pesadilla: Darius es un ratón a punto de ser aplastado por un gigantesco arco de alambre. Dirigido por Murai, de 41 minutos de duración (el capítulo más largo en la historia de un programa que rara vez sobrepasa la media hora) y con referencias a Michael Jackson, Get out y What ever happened to Baby Jane? (Aldrich, 1962), “Teddy Perkins” es una pieza de horror sicológico que jamás se siente adversa al tono general de la serie.
Comedia u horror, alucinación o realidad; todo, a fin de cuentas, es parte del mismo sueño febril afroamericano. Sólo cabe esperar que Glover y su equipo mantengan la misma intensidad onírica en la tercera temporada, programada para estrenarse en 2020. Realmente los necesitamos.
Mauricio González Lara (Ciudad de México, 1974). Escribe de negocios en el diario 24 Horas. Autor de Responsabilidad Social Empresarial (Norma, 2008). Su Twitter: @mauroforever.