Requerimientos de juventud y locura

El cine de Matías Piñeiro (Buenos Aires, 1982) toma el teatro de Shakespeare y lo convierte en parte de la vida.
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“El amor puede nacer en una mirada, pero más bien son los cuerpos los que chocan unos con otros”

Serge Daney en una entrevista a Jacques Rivette

Hay veces que las películas, sin avisar, nos recuerdan que las estamos leyendo. Sus imágenes recuperan en la pantalla lo que hacen los libros con nuestros cerebros, hechizan con su estructura, los juegos del lenguaje, y con la posibilidad de repetir los hechos para emprender caminos distintos. Es lo que hace el cine de Matías Piñeiro, cineasta argentino fascinado por la prosa de Sarmiento y los juegos sentimentales de Shakespeare, quien a lo largo de sus siete películas filma Buenos Aires, diálogos veloces por los que Rohmer hubiera sonreído, misterios y persecuciones en los que Rivette pondría su firma. Las seis cintas que hasta ahora ha firmado Piñeiro utilizan siempre los primeros planos de Julián Loquier Tellarini, María Villar, Laura Paredes y Romina Paula para crear un halo de misterio en constante búsqueda de un encuentro. La retrospectiva que la Filmoteca Española le ha dedicado en julio ha sido la mejor forma de vivir los sueños de una noche de verano mientras el asfalto ardía en las calles.

El cine de Piñeiro retrata a actores cuya vida se mezcla con los textos que recitan. Hay ladrones de museos que cambian el original por simulacros, traductoras que deciden dejar de lado los Sueños de una noche de verano para vivir las versiones del amor que acompañen a los cambios de clima. Toma el teatro y lo convierte en parte de la vida, como si los ensayos pudieran ser reales y así descubrir la versión perfecta de los hechos aunque la ficción acabe por desmoronarse. Observa de cerca la piel de las mujeres para desentrañar lo que sucede dentro y fuera de su escenario, las sigue mientras corren por Buenos Aires y viven encuentros inesperados que tuercen sus mapas. Sus películas dejan de lado el centro argumental para construir órbitas de deseos y opciones, gustan de cambiar el personaje principal cuando ya estamos hechos a su dicción e intentan encontrar la extraña conexión entre lo íntimo y la sonrisa encantadora con la que queremos que nos miren.

Rivette decía que “cada película es un pequeño complot positivo” y al ver juntas las películas de Piñeiro es fácil trazar un mapa que conecte sus espacios vacíos. Detrás de todas hay una fuerte fascinación textual, primero por la prosa decimonónica de Sarmiento y luego con la fuerza de la comedia shakesperiana. Se vive entre libros y museos, en casas que parecen de paso, hay viajes y mudanzas para encontrar algo a lo que aún no han puesto nombre. Los dos primeros largos de Piñeiro, El hombre robado (2007) y Todos mienten (2009), se centran en un grupo complejo de personajes a los que, como en el cine de Rivette, les une algo que no terminamos de entender. Unos roban y otros quieren desenmascararse, leen textos de viajeros argentinos del XIX y creen que en ellos está la clave de sus secretos.

Pero la clave de esta visión del mundo como teatro llega a su apogeo con la entrada de Shakespeare en su obra. Cuenta Piñeiro que todo cambió a partir de la ligereza de Como gustéis y a partir de ahí todo fue obsesionarse con sus comedias hasta llegar a las shakespiriadas, cintas inspiradas en las protagonistas de las comedias del bardo. Rosalinda (2010), Viola (2012), La princesa de Francia (2014) y Hermia y Helena (2016) utilizan los textos de Shakespeare para desentrañar lo íntimo, se llenan de cartas que escriben sus protagonistas y los personajes de la escena se trasmutan en personas después de que las teorías del amor se formulen entre bambalinas.

La escena que abre La princesa de Francia, donde una de sus protagonistas corre desde una terraza para jugar un partido de fútbol y después huir, es un resumen visual de la teoría que persigue este ciclo: personajes que se adentran en una estrategia de grupo, juegan sus cartas y que, al final, encuentran una tangente por la que los nudos que habían preparado no tienen que apretarse. La película se convierte así en un tablero de juego donde las acciones y amores pueden intercambiarse, los desengaños amorosos encuentran distintas versiones para resolverse y los que dejan y son abandonados se intercambian los papeles para que los juegos del amor no lleven la broma más allá de cierto límite.

El papel que Shakespeare juega en cada uno de estos títulos va más allá de prestar personajes y textos: cada película mezcla las comedias en proporciones distintas para lograr recursos nuevos, demostrando que los clásicos pueden reinventarse constantemente para ser siempre modernos. Rosalinda va a la selva para adentrarse en el bosque de Como gustéis y así enmascarar el abandono, aunque el azar condene a la princesa con su juego de cartas. Los versos ocultan los amores que parecen surgir de la declamación torrencial, como si las palabras de amor necesitaran salir deprisa de sus gargantas para así poder besar con fuerza. En Viola la máscara se duplica y la película se divide en dos partes, una en la que el personaje sirve para la teoría del amor y otra en la que se hace carne, recorre la ciudad en bicicleta entregando películas pirata y vive, por última vez, la música feliz del enamoramiento. Y por último, en La princesa de Francia los papeles se subvierten y son ellas las que conquistan, se esconden y engañan para conseguir triunfar con sus palabras. Una versión radiofónica de Trabajos de amor perdidos une las distintas voces del amor de Víctor, a la vez víctimas y traidoras, en las que convive la pasión por el texto y las miradas cruzadas del deseo.

Hermia y Helena da un paso más allá y trasciende la actuación teatral para integrar el texto en la vida. Aquí hay una escritora y otra traductora, que se intercambian las vidas como si pudieran ser fantasmas de la ausente. El Buenos Aires de todas las películas convive con el decorado de un invierno neoyorquino. El plano en el que superponen los árboles de las aceras bonaerenses y el puente de Williamsburg mezcla los dos tiempos en los que vive Marcela, entre el invierno que empieza y un verano bonaerense de cajas de cartón donde se guardan los recuerdos. Marcela está allí arrancando hojas de libros y garabateando sobre ellas, como si pudiera despertar a Puck para torcer aún más los sentimientos. Shakespeare se esconde en el fondo del juego, en las cartas que se prometieron no mandar, en los sentimientos que se enredan y en la actitud con la que Marcela se enfrenta a la traducción, como si fuera una forma de volver a leer(se) en lo que sucede. Una lectura que se hace aún más profunda en la escena del encuentro con su padre perdido: ambos, desconocidos hasta el momento, se desenmascaran con las reglas de un juego en el que se descubren y desnudan, donde pueden decir que no y encontrar las palabras que describan el pasado.

En Hermia y Helena una de las protagonistas deja, a modo de regalo íntimo, un collage de cartas quemadas. Una imagen que condensa esta vida de los textos, que se suman a las capas de los deseos, los hechos, los amores y los sueños. “Es estupendo todo lo que monta la juventud e inspira la locura”, dice Shakespeare y defiende Piñeiro. La lectura descubre un mundo íntimo a partir de las palabras aceleradas de los textos, utiliza los libros para esconder cartas confesionales y permite a sus protagonistas vivir las distintas opciones de la vida sin el temor de que lo definitivo aparezca después de los títulos de crédito.

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Pilar Torres (1990) es gestora cultural y escribe sobre cine y literatura.


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