Decir que Seven Psychopaths es una película sobre siete psicópatas sería una definición un tanto simplista. El segundo largometraje del irlandés Martin McDonagh es una cinta sobre los orígenes de la violencia y la búsqueda de la creatividad. ¿Qué hay detrás de un asesino sin escrúpulos? ¿Cómo se libra un escritor de un bloqueo creativo? Nos encontramos en Los Ángeles, un lugar donde conviven el espectáculo del crimen organizado y el espectáculo del cine de acción; donde habita Marty (Colin Farrell), un guionista irlandés con dos problemas: un alcoholismo disfrazado de ocasional bebida de buró y un guión que tiene que entregar pero que no logra escribir más allá del título: Seven Psychopaths. Por fortuna o por desgracia para Marty, su mejor amigo (Sam Rockwell) tiene tantas ganas de ayudarlo -y de escribir el guión en conjunto- que decide poner un anuncio en el periódico llamando a todos los psicópatas a contar su historia. El nombre del amigo en cuestión es Billy Bickle, y no es ninguna casualidad que se apellide igual que el personaje que interpreta Robert DeNiro en Taxi Driver: el tipo está loquísimo. En sus tiempos libres, Billy y su amigo Hans (Christopher Walken) secuestran perros, los devuelven a sus dueños y aceptan cualquier recompensa a cambio. Un día, Billy secuestra a Molly, el perro del gángster más temido de la zona (Woody Harrelson), y lo que sigue es una glorificación de la violencia que ni Tarantino hubiera podido imaginar. ¿Y Marty?, Marty está en medio de todo, tratando de salir vivo y absorbiendo ideas para su guión.
Seven Psycopaths es una parodia del cine de violencia de Hollywood, y a la vez una parodia de sí misma que se burla descaradamente de sus propia violencia excesiva. A través de conversaciones entre personajes que intentan construir un guión, McDonagh cuestiona las reglas de la narrativa convencional, así como los preceptos del cine de espectáculo. “¿Por qué no hacer una película de psicópatas sin violencia?”, se pregunta Marty en un momento de calma antes de la tormenta. Al final, la realidad termina por alcanzarlo y la película que vemos, así como la que está escribiendo, termina por ser justo lo que McDonagh critica y parodia. Es decir, una película de psicópatas violenta con un final espectacular donde los balazos podrían pasar por acompañamiento musical. Pero eso no es un accidente. ¿Será que McDonagh está justificando las debilidades de su propio guión o será que no le importa? No recuerdo cuántas veces Woody Harrelson llama “fat ass” al personaje de Gabourey Sidibe (la mismísima Precious), pero después de unos minutos, el nada creativo insulto deja de ser divertido, dejando entrever la misoginia de McDonagh, porque no hay una mujer en la película que se salve de ser estúpida o de morir. Eso sí, los animales nadie los toca, porque, como bien indica el personaje de Colin Farrell cuando Hans lo ataca de ser misógino: el público nunca perdonaría la muerte de un perro. Y es así como McDonagh –quien se ha dedicado a darle la vuelta a todo lo que escribe- nos hace dudar si en verdad su escritura es misógina o si sólo se está burlando de la misoginia al dejar que sus personajes hablen. Por otra parte, las mejores escenas de la película son precisamente las historias que los personajes cuentan, como cuando Billy, en una fogata en medio del desierto, imagina un final de película con todo y efectos especiales, o cuando Hans narra una secuencia de sueño porque “a pesar de que las secuencias de sueño apestan, todos tenemos sueños”, o algo así. Entonces somos partícipes del proceso de escritura del protagonista. (Las historias dentro de las historias forman parte del estilo de McDonagh, quien hizo lo mismo en la igualmente sangrienta obra de teatro The Pillowman.) El formato del escritor bloqueado que termina por vivir la historia que escribe se parece a Adaptation, y el estilo de humor negro con personajes que hablan y hablan y hablan recuerda un poco a Tarantino. Es como si Adaptation y Pulp Fiction hubieran tenido un hijo, y ese hijo es Seven Psychopaths, una película demasiado consciente de su humor, y por ende, algo fastidiosa. McDonagh se parece un poco a esos comediantes que se ríen antes que el público de sus propios chistes. El tipo se jacta de su propia escritura, se sabe cómico y se sabe provocador. Tanto, que sus fórmulas se sienten mecánicas, sobrescritas… al menos en esta película.
Lástima, porque la premisa es absurdamente divertida y el elenco no podría ser mejor. McDonagh reúne a un grupo de actores talentosísimos para interpretar personajes llenos de sorpresas y detalles curiosos. Entre la mirada de maniático de Sam Rockwell y su manera absorbente de contar historias como si estuviera vendiéndolas al mejor productor de Hollywood; la voz aguardentosa de Tom Waits relatando anécdotas de amor y decapitaciones mientras acaricia a un conejo; el siempre bizarro Christopher Walken con esa actitud de -el mundo-me-importa-un-comino que vuelve a la vida cualquier escena como por arte de magia; y hasta Molly, el adorable Shih Tzu que merece todos los close-ups que la cámara de McDonagh le regala… La lista sigue y sigue, pero aquí no venimos a hablar solamente de actores o de perros, y por desgracia para McDonagh, un elenco de primera no basta para hacer una película de primera. (Por cierto, el dúo dinámico de Rockwell y Walken ya había trabajado junto en la obra de teatro de McDonagh, A Behanding in Spokane.)
Escritora y guionista.