Una película llena de histeria nuclear

Aunque se plantea como una exploración realista de los peligros de una guerra nuclear, ‘Una casa llena de dinamita’ cae en la frivolidad y el simplismo.
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Recientemente se estrenó la película Una casa llena de dinamita, de la realizadora estadounidense Kathryn Bigelow. Al plantear cómo reaccionaría el gobierno estadounidense ante un ataque nuclear desconocido, deliberado y con un solo misil, la cinta pretende, en palabras de su directora, “iniciar una conversación sobre la necesidad de reducir el arsenal nuclear algún día”. Lamentablemente esta conversación no se está produciendo a ningún nivel. Principalmente porque las personas tienen dificultades diarias más acuciantes, como por ejemplo lidiar con el terrible estado del mercado inmobiliario a nivel global. También porque la cinta, que pasa a engrosar ese discreto pero abultado subgénero cinematográfico sobre la guerra y el apocalipsis nuclear, es bastante floja tanto como obra artística como denuncia, a pesar de tener un reparto nada desdeñable (la presencia de Idris Elba como presidente de Estados Unidos es como ver a Obama con esteroides). 

Todo el argumento transcurre en esa escasa ventana de oportunidad de unos treinta minutos que tendría el gobierno estadounidense para valorar sus posibilidades de represalia al detectar que el país está siendo atacado con armamento nuclear. La misma acción es presentada desde varios ángulos distintos (la sala de crisis de la Casa Blanca, una estación de misiles interceptores en Alaska, el despacho volante del presidente en el helicóptero Marine One…), y en este sentido la película es estrictamente procedimental. Trata de reflejar, con toda la fidelidad a la que se puede aspirar sobre algo tan secreto, los protocolos y decisiones que se tomarían desde el momento en que se detecta el lanzamiento de un misil balístico intercontinental contra Estados Unidos hasta la decisión final del presidente de si responder o no a ese ataque. 

En algún punto casi parece que el guionista, Noah Oppenheim, ha leído con atención el todavía fresco ensayo Guerra Nuclear, un escenario, de la periodista Annie Jacobsen, tanto por el contexto similar que se plantea como por las frases que usan los personajes. A veces parecen sacadas directamente de las opiniones de la periodista en su libro, como cuando en una escena un asesor del consejo de seguridad nacional ejemplifica que interceptar un misil balístico con otro misil es como intentar parar una bala con otra bala. El principal punto débil de la película, como canal que pretende ser para iniciar una conversación sobre el desarme nuclear, es que precisamente apuesta fuertemente por el realismo enciclopédico en detrimento de la más relajada verosimilitud artística. 

El inconveniente de querer ser extremadamente fiel a la realidad es que se está sujeto al escrutinio de aquellos que la conocen mejor. Es lo que ya han hecho no pocos analistas en seguridad nuclear, que han señalado incoherencias e imprecisiones que hacen que paradójicamente la historia apegada a la realidad que se pretende contar sea una buena pieza de suspense, pero con menos conexión con el mundo real de lo que se pretende. Por esto de que los detalles importan, y mucho, como cuando en la trama ninguno de los técnicos en disuasión nuclear parece entender de balística e ignoran la relativa sencillez con la que se puede conocer el origen del misil desconocido rastreando su trayectoria con la información de que disponen. Este dato sería fundamental para no tomar medidas de represalia apresuradas e indiscriminadas, pero decide obviarse por completo. 

Además de esto, para el especialista en disuasión nuclear Al Mauroni, que también le ha sacado los colores a las aspiraciones de rigurosidad de la película, esta carece de algo fundamental para remover conciencias. Tal vez sea porque la cinematografía de la directora de En tierra hostil no suele ofrecer finales felices y soluciones fáciles, y se centra en mostrar el coste psicológico de la violencia y los fallos sistémicos, pero, para querer iniciar una conversación, el filme no es en absoluto propositivo. “¿Cuáles son nuestras opciones exactamente? La directora no lo sabe y no explora esta cuestión”, plantea Mauroni. 

A lo largo de la cinta se deja entrever que todos los protocolos, procedimientos y acciones que se han establecido para iniciar una guerra nuclear (parece quedar en segundo plano que todo eso existe también para evitarla) son una locura y, en ese sentido, la película, más que propositiva, es una reacción histérica. Ejemplo de esto es tanto el título de la película como el surrealista alegato final del presidente momentos antes de confirmar los códigos de lanzamiento del arsenal nuclear, cuando dice: “Escuché este podcast, y un tipo comentó: ‘Es como si todos hubiéramos construido una casa llena de dinamita’. Estamos haciendo todas estas bombas y todos estos planes, y las paredes están a punto de estallar. Pero seguimos viviendo en ella”.

Es necesario retomar la pregunta de Mauroni: ¿cuáles son nuestras opciones exactamente? Los países que en el pasado apostaron su soberanía a la posesión de armamento nuclear solo se desharán de él en el supuesto de que su uso haya quedado técnicamente obsoleto o haya aparecido otro armamento aún más devastador. Definitivamente es necesaria la existencia de una conversación pública que fiscalice y ponga presión a los gobiernos sobre la gestión y el control del armamento nuclear que poseen (en el caso de regímenes no democráticos, mediante la presión internacional). También debería existir mayor rendición de cuentas sobre las políticas que puedan desembocar en una crisis nuclear. Sin embargo, desde el cine hay formas más efectivas que otras de conseguir esto. 

Películas clásicas de este subgénero (bien sea desde el humor más negro e irreverente de Teléfono rojo o desde el drama más descarnado de Punto límite) hacían críticas legítimas que, con una aproximación artística y estoica, fiscalizaron los fallos sistémicos en los procedimientos, la tecnología y hasta la psicología humana sobre las que se sostenía la disuasión nuclear en el pasado. Por este motivo, su capacidad de remover la conciencia ciudadana era mayor. Tal vez porque la histeria nuclear ya estaba instalada en la sociedad durante la guerra fría son películas que, ellas mismas, no transmiten esa sensación aunque algunos de sus personajes sí pierdan los estribos. Más bien al contrario, con más o menos suerte sus protagonistas intentan hasta el final evitar el peor resultado posible de un conflicto nuclear. Por su parte, Una casa llena de dinamita es lo contrario. Pese al aumento de las tensiones geopolíticas en la actualidad, la disuasión nuclear no es una de las principales preocupaciones sociales, y sin embargo la película parece asumir desde el principio que ya todo ha saltado por los aires. De ser así, ¿para qué molestarse en iniciar una conversación?


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