Escena de Trenque Lauquen, de Laura Citarella.

Latinoamérica en la Muestra de Venecia

Aunque algunas favoritas fueron olímpicamente ninguneadas, el cine latinoamericano no pasó desapercibido en el festival italiano.
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Hace unos días bajó el telón de la 79ª Muestra Internacional de Arte Cinematográfico de Venecia. El documental All the beauty and the bloodshed(E.U., 2022), dirigido por Laura Poitras, se llevó el León de Oro a la mejor película en competencia oficial. Algunos colegas elevaron las inevitables quejas por la decisión del jurado presidido por la actriz Julianne Moore –el reputado crítico español José Luis Losa García, por ejemplo, se dolió de que se fueran en blanco “el cine de alta escuela de Joanna Hogg o de Noah Baumbach”, “el tormento marilyniano de Blonde” y “el egoísmo piramidal de Iñárritu”–, pero ya habrá manera de constatar o rebatir sus dichos cuando veamos en la pantalla grande –o en la chica de Netflix, en los caso de Rubia (Dominik, 2002) y Bardo (González Iñárritu, 2022)– los filmes olímpicamente ninguneados.

Lo cierto es que, más allá de Bardo, el cine latinoamericano en Venecia no pasó completamente desapercibido. Argentina, 1985 (2022), el más reciente largometraje de Santiago Mitre, centrado en el juicio a la junta militar argentina que desgobernó ese país de 1976 a 1983, obtuvo el premio que otorga la Federación Internacional de la Crítica Cinematográfica (Fipresci) a la mejor película, así como una mención honorífica del jurado ecuménico Signis, cuyo reconocimiento se dirige a las cintas que expresan de manera abierta –y sin demérito de sus propuestas artísticas– los mejores valores laicos y humanistas.

En todo caso, fue en la sección paralela Orizzonti donde el cine latinoamericano recibió el mayor reconocimiento oficial: en concreto, el premio de mejor guion, para la coproducción chileno-mexicana Blanquita(Chile-México-Luxemburgo-Francia-Polonia, 2022), tercer largometraje de Fernando Guzzoni. El guion, escrito por el propio cineasta, está basado de manera muy libre, en el escandaloso caso Spiniak, que cimbró en su momento a la clase política chilena.

A fines de 2003, fue detenido el empresario Claudio Spiniak, acusado de participar en una red de prostitución infantil y de pedofilia, de la que, aparentemente, también formaban parte algunas otras prominentes personalidades del ámbito empresarial y político. En el largo juicio, en el que Spiniak fue condenado, salieron a relucir los nombres de tres senadores pertenecientes a los partidos Alianza por Chile y Demócrata Cristiano. La acusación en su contra, que provino de una diputada del conservador Partido Renovación Nacional, provocó que el escándalo creciera. En este desbordado escenario mediático apareció una joven llamada Gema, “Gemita”, quien dio una entrevista televisiva en la que se dijo víctima no solo de Spiniak, sino de uno de los senadores, cuyo físico –incluyendo ciertas características de sus genitales– describió con toda precisión. El terremoto político se desató.

Blanquita cuenta esta historia tan bien conocida, discutida y disputada por los chilenos. Pero tratándose de un cineasta como Guzzoni –cuyo anterior largometraje fue el provocador drama paterno-filial Jesús, de 2016– hay que esperar un tratamiento argumental más complejo y matizado. Al espectador no le queda duda, por lo menos al inicio, de que la “testigo estrella” Blanquita (formidable Laura López) tiene toda la razón, aunque luego empecemos a dudar si está diciendo la verdad. ¿Ella fue realmente la víctima que jura ser, o es un instrumento, consciente o inconsciente, de otros personajes que buscan que se haga justicia?

La debutante Laura López encarna a una jovencita alejada del estereotipo de la víctima indefensa: no pide compasión, pero tampoco, habría que decirlo, concita simpatías. Su rostro, siempre adusto, expresa una desconfianza constante y natural ante cualquiera que se acerque a ella, a excepción del no menos hosco padre Manuel (Alejandro Goic), el director del albergue en el que ella pasó parte de su infancia y al que ha regresado en el papel de ayudante y monitor. Es con esta responsabilidad, ya incluso como madre de una bebé, que Blanquita conoce a Carlos (Ariel Grandón), un adolescente apodado “el oso blanco”, que como la propia Blanquita –violada por su propio padre a los siete años– arrastra una traumática historia de abuso sexual.

La cámara del experimentado Benjamín Echazarreta privilegia el encuadre fijo y una iluminación opaca que nos remite a una especie de thriller claustrofóbico. Los personajes se mueven, en interiores y exteriores, en una ominosa oscuridad que se extiende por todos los rincones de la imagen. Esta puesta en escena se corresponde con la ambigua posición moral contenida en el propio guion premiado: la verdad hay que encontrarla en este laberinto de afirmaciones, declaraciones y contradicciones en las que se mueven todos los personajes.

“Las buenas mentiras se construyen con verdades”, dice crípticamente en algún momento clave el pragmático padre Manuel, dinamitando cualquier propuesta facilonamente binaria. Guzzoni no tiene por qué subrayar las paradojas del caso Spikiak: la simple sucesión de acontecimientos, los reales y los fabricados, es más que suficiente. La justicia a las víctimas es una inevitable asignatura pendiente en la medida que los procesos judiciales benefician a quienes conocen el sistema. Un sistema, por cierto, que ellos mismos han creado. La desazón con la que uno termina de ver Blanquitaes abrumadora.

Una sensación muy distinta es la que provocan Trenque Lauquen partes I y II (Argentina-Alemania, 2022), par de filmes de poco más de horas de duración cada uno, dirigidos por Laura Citarella y presentados en competencia en la misma Orizzonti. Este notable díptico cinematográfico pasó de largo para el jurado presidido por la cineasta española Isabel Coixet, aunque esperemos que no suceda lo mismo con los jurados de la sección Zabaltegui-Tabakalera, de San Sebastián 2022, en donde se estarán presentado en estos días.

La Trenque Lauquen del título es una pequeña ciudad de 46 mil habitantes que se encuentra en la provincia de Buenos Aires, a 445 km al oeste de la capital de Argentina. Ahí transcurre este fascinante y, a la vez, frustrante haz de relatos que surge a partir de un McGuffin que podría provenir de algún relato policial: la misteriosa desaparición de una mujer.

Laura (la coguionista Laura Paredes) es una bióloga que ha sido contratada por la municipalidad para hacer una clasificación de plantas del lugar. En algún momento la mujer desaparece sin dejar rastro, dejando desconcertados tanto a su chofer asignado, el amable empleado municipal Ezequiel alias Chicho (Ezequiel Pierri) como al novio bonaerense de ella, “el porteño boludo” Rafael (Rafael Spregelburd, especializado en este tipo de papeles), a quienes conocemos desde la primera escena de la primera parte, cuando los dos hombres se encuentran, se identifican, se reconocen y se dan a la tarea de seguir el rastro de la elusiva Laura.

Dividida en un total de 12 episodios –siete en la primera parte, cinco en la segunda–, Trenque Lauquen inicia como una convencional película centrada en el misterio que debe resolver la pareja dispareja de Chicho y Rafael: ¿qué demonios sucedió con Laura? ¿Le pasó algo? ¿Por qué desapareció cuando estaba a punto de conseguir una cátedra universitaria, cuando ya tenía elegida una casa en donde vivir con su novio Rafael?

Conforme avanza la primera película, escrita, como la segunda, por las dos Lauras (la directora Citarella y la protagonista Paredes), nos enteramos de la relación que fue naciendo entre la joven bióloga y su buenazo chofer pelirrojo Chicho, a raíz del descubrimiento de cartas escondidas en libros de la biblioteca local. En ellas se narra la historia de amor prohibida entre una mujer que luego sabremos se llamaba Carmen Zuno (la directora Citarella) y un padre de familia del pueblo, Paolo Bertino (otra vez Ezequiel Pierri).

Así, mientras Rafael y Chicho investigan en el presente el misterioso paradero de Laura, en el pasado, a través de flashbacks cada vez más esclarecedores, somos testigos de otro misterio que Chicho y Laura están obsesionados por resolver: qué sucedió con los protagonistas de esa historia de amor sucedida hace décadas, cuando los amantes clandestinos tenían que escribir sus deseos y frustraciones con tinta y en papel. Por supuesto, todo mundo sabe que eso de hurgar en pasiones ajenas es peligroso –¿recuerdan lo que le sucedió al marido y la mujer engañados de Deseando amar (Wong, 2000)?–, así que ya se adivinará qué pasa entre Chicho y Laura en ese pasado reciente común que el espectador empieza a entender al terminar la primera parte de este díptico.

La perversa vuelta de tuerca sucede en la segunda parte de Trenque Lauquen, cuando Rafael ha regresado a Buenos Aires y Chicho sigue obsesionado por encontrar a Laura. No abundaré en lo que sucede: baste decir que las dos Lauras frustran cualquier camino narrativo convencional. Si durante la primera parteparecía evidente que nos dirigíamos a una encantadora historia de amor cocinada a fuego lento, acompañada por cierta ñoñísima y pegajosísima canción (“Los caminos”, de Miro y su Fabulosa Orquesta de Juguete), en la segunda parte el guion cambia de piel para descubrirnos que, en efecto, todo el tiempo se ha tratado de encontrar a Laura pero, más bien, quien hace la búsqueda no son Rafael ni Chicho, sino Laura misma.

Debo confesar que en algún momento de Trenque Lauquen parte II la frustración me empezó a invadir: ¿en dónde quedó la primera historia? ¿Qué sucedió con Carmen, Paolo y la niña que tuvieron los dos? Es en la toma final, en el sereno paneo a la Mizoguchi con el que concluye este agotador filme, cuando descubrí que había caído en la trampa de las guionistas y que esa frustración que sentía era parte de la experiencia. Parafraseando a Miro y su Fabulosa Orquesta de Juguete, en ese instante caí en cuenta que había estado viendo una historia contada con “un paso lento y triste”. No importa: ya quiero que las dos Lauras me cuenten otra.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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