Este verano, al menos en la parte en que hubo vacío informativo –justo después de las elecciones y antes de los descuartizamientos, los “piquitos” de un jefe arrogante y el principio de las negociaciones para llegar a un acuerdo de investidura–, hemos estado muy entretenidos peleándonos por una película, Barbie, una superproducción que a las pocas semanas de su estreno en salas alcanzó el billón de dólares de recaudación. Sin duda, una noticia estupenda para las salas, para Mattel y para Margot Robbie, productora de la película, además de protagonista. El esperado y cebado estreno de Barbie coincidió con el de Oppenheimer, y esa coincidencia disparó la creatividad de los memeros más ocurrentes y rápidos. Imagino que algo habría de remar en la misma dirección desde las distribuidoras.
Se impuso por la vía de la presunción que Barbie es una película feminista y por asociación de virtudes, al tener una virtud (la única que parece valorarse hoy, el asunto, el contenido, el mensaje), gracias al conocido magnetismo de las virtudes, detenta todas las demás: Barbie, en tanto que película feminista, era una buena película. Era quizá la película del verano, que venía a satisfacer, además, los sueños infantiles de quienes jugaban con las muñecas, validando de paso un objeto popular, presente en hogares, ligado a la infancia –ALERTA NOSTALGIA–. La dirige Greta Gerwig, coautora del guion junto a Noah Baumbach. Barbie es una película aburrida con chistes buenos, un anuncio bastante largo de Mattel con otro anuncio un poco más corto de Birkenstock. La recreación de Barbieland es impecable, el gag de los pies es ocurrente, usa la planitud de los escenarios y la falsedad. Pero en el desarrollo de la trama se va desinflando, es confusa y se hace larga. Ryan Gosling está muy bien como Ken estereotípico, brilla más que Margot Robbie, pero no es suficiente ni es de eso de lo que quería hablar exactamente.
Escribió sobre el tema Daniel Gascón aquí, citaba a Janan Ganesh, que fue claro en la formulación del problema: “el objetivo de una sociedad cada vez más inteligente era popularizar lo intelectual. Era más difícil predecir la intelectualización de lo popular”. Como pasó con internet –se esperaba que el acceso global a la información mejorara nuestras democracias y ha hecho que estemos peor informados y seamos más vulnerables– la relación entre lo popular y lo intelectual en el aspecto cultural, está teniendo consecuencias no del todo beneficiosas. Escribieron a propósito de eso también Elvira Navarro y Andreu Jaume. Se pretendía acabar con la distinción entre alta y baja cultura, por un lado, con el fin de “democratizarla”. Y eso produjo la “cultificación” de lo popular por popular (de Camela a C Tangana), siempre acompañado de un cierto desprecio de lo intelectual (se ve cuando se estrenan películas en las que los personajes hablan de libros, no hay nada que moleste más al tuitero medio) y, como dice Ganesh, nos obligamos a la “intelectualización de lo popular”. En Gracias por no leer, la escritora Dubravka Ugrešić (Kotina, 1949 – Ámsterdam, 2023) recuerda el intercambio epistolar entre el crítico de arte David Lee y la artista Tracey Enim: “¿Y qué si soy analfabeta? ¡Sigo teniendo derecho a expresarme!”, se defendió ella de las críticas de él.
Hay otras muestras del fenómeno en otros sectores, como la inclusión –cada vez con más espacio– de temas propios de la prensa rosa en las cabeceras generalistas. Vuelvo a Ugrešić, que cita a Nabokov: “En el mundo de la basura no es el libro el que proporciona el éxito sino los lectores”. Y un poco más adelante, escribe: “A pesar de todo, parece ser que hay algo en la propia esencia de la mierda que encaaaanta a todo el mundo. Y por más que los teóricos de la cultura popular intenten explicar por qué debemos amar la mierda, lo más atractivo de ella no es ni mucho menos su abundancia. La mierda está al alcance de cualquiera; es lo que nos une. Tropezamos con ella en cualquier momento, la pisamos y resbalamos; la mierda nos sigue a todas partes y aguarda pacientemente en el umbral de la puerta (‘como mierda en la lluvia’, dice un popular refrán yugoslavo)”.