Foto: Cristian Vázquez

Berlín, ciudad abierta

A tres décadas de la caída del muro, algunos apuntes sobre Berlín, la reencarnación actual de la ciudad que fue el epicentro de algunos de los episodios más dramáticos del siglo XX.
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Se suele afirmar que el nombre de Berlín deriva de bär, palabra alemana que significa “oso”. Es cierto que, antiguamente, en la región donde hoy se alza la capital alemana vivían muchos osos, y que es un oso la imagen principal en el escudo de la ciudad. Sin embargo, la verdadera etimología del topónimo es otra: Berlín significa “pantano”. Así se dice que la llamaban sus antiguos habitantes eslavos, debido a las tierras cenagosas sobre las que está construida. Es por eso, me dijeron, que no pueden construirse allí edificios demasiado altos, ya que el suelo cedería. En consecuencia, y como además las calles son muy anchas, Berlín es una ciudad llena de cielo.

Los seres humanos de dentro de algunos siglos –si es que la raza humana evita la autoextinción en la que parece empeñarse– recordarán el siglo XX, entre otras cosas, como aquel en que Nueva York les arrebató a París y Londres su carácter de capital del mundo. Pero habrá una ciudad que no dejará de llamarles la atención, una ciudad en torno a la cual giraron los acontecimientos más trágicos de la centuria: Berlín. Epicentro de las dos guerras mundiales, metrópoli partida en dos durante décadas, símbolo de un mundo nuevo, un siglo nuevo, cuando el muro que la dividía por fin cayó.

En la actualidad, Berlín es una ciudad fascinante. Con mucha gente joven llegada de todas partes del mundo. Con aspecto de nueva, dado que quedó devastada casi por completo tras la Segunda Guerra. Quedan en pie, no obstante, muchos lugares donde se encuentran vestigios de lo que fue. Estuve una vez en Berlín, con un amigo, apenas tres días, hace seis años y medio, a finales del invierno de 2013. Disculpen que –aunque eso suene a poco– hurgue en mi memoria, en mis lecturas, en mis apuntes de aquel viaje, en las fotos que saqué, y me atreva a escribir estas líneas.

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La historia te sale al cruce. Estás dando un paseo por el centro y de pronto una línea de empedrado corta las baldosas de la acera, y un cartel anuncia: BERLINER MAUER 1961-1989. Y es que el muro cortaba justo el centro de la ciudad. Impacta saber que pasaba justo al lado de la Puerta de Brandeburgo, uno de los símbolos más representativos de la capital. De hecho, durante todos los años del muro la Puerta quedó en una especie de tierra de nadie, a la que solo tenían acceso los guardias de frontera de la Alemania Oriental.

El 5 febrero de 2018 los berlineses celebraron la fecha a partir de la cual el tiempo que el muro llevaba derribado era mayor que el lapso en que se había mantenido en pie. Fue un día para festejar la libertad, pero también para sentir un poco de vértigo. Si creciste en un mundo en que el muro de Berlín era algo que parecía haber estado siempre ahí, este hecho fue como si alguien te tocara el hombro y de repente te dijera: “Estás viejo”.

Todavía en Berlín pueden encontrarse varios fragmentos del muro. En algunas partes, como en la llamada East Side Gallery, convertidos en una galería de arte urbano de más de un kilómetro de extensión. Antes de su derrumbe, algunos tramos del muro ya lucían grafitis; por supuesto, solo del lado occidental. “La gente, embriagada por el mismo perfume de las acacias, está pintando sobre el muro flores, palabras de protesta y palomas de la paz”, escribe la checa Iva Pekárkova en su novela El mundo es redondo, protagonizada por una chica que vive en (y quiere huir de) Berlín oriental. El perfume de las acacias, que crecían a ambos lados de la frontera, no entendía de divisiones políticas. “Y deseamos pintar sobre nuestro muro –añade la narradora– al menos una ramita de acacia en flor”.

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El personaje más simpático con el que te cruzás en casa esquina de Berlín es el Ampelmännchen, el hombrecito del semáforo. La figura surgió en la Alemania comunista, curiosamente, en los mismos días que el muro: se instaló de manera oficial el 13 de octubre de 1961, dos meses después de que el cemento partiera la ciudad en dos. Tras la reunificación del país en 1990, como parte de la ola que occidentalizó toda la vieja Alemania del Este, se impuso en todos los semáforos el diseño de la República Federal. Poco después, sin embargo, un movimiento nostálgico de la era socialista (que, más allá de todos sus males, había sido el mundo en el que había nacido y crecido más de una generación) logró que el Ampelmännchen volviera a las calles. Con el tiempo se convirtió en otro de los símbolos de la ciudad, presente hoy en día en innumerables suvenires turísticos.

Me contaron una anécdota que se puede resumir así: alguien (no recuerdo si argentino o español, para el caso da igual) viajó a Berlín para visitar, durante seis días, a un amigo alemán. Compró un abono turístico, que le permitía viajar en el metro berlinés de forma ilimitada durante cinco días. Sucede que en el metro de Berlín no hay que atravesar tornos ni ninguna valla para acceder a los andenes; solo hace falta exhibir el billete si lo solicita el revisor. Pues bien, durante esos cinco días de abono, a este argentino o español nadie le pidió el abono, por lo cual decidió, por supuesto, que el sexto y último día de su estancia en Berlín viajaría gratis. El sexto día el señor Murphy impuso su ley y el revisor le pidió el boleto. El viajero lo aceptó sin chistar, sabía que corría ese riesgo. El revisor le indicó que la multa le llegaría a su casa (era en España). Después, el argentino o español le preguntó a su amigo alemán:

—Y si no la pago, ¿qué pasa?

—Es una multa, tienes que pagar.

—Sí, ya sé, la voy a pagar. ¿Pero si no la pagara?

—Pero cómo no la pagarías. Es una multa.

—Ya lo sé, pero imaginemos el caso de que no la pagara.

—No puedes no pagarla.

El alemán no podía siquiera concebir la idea de no pagar una multa. Sé que suena exagerado; me la contaron como verdad. Quién sabe. Los germanos son muy rectos, aplicados, precisos, puntuales. “Nuestra desgracia es que somos científicos inclusive para organizar una matanza”, escribió García Márquez que dijo el guía alemán durante una visita al campo de concentración de Buchenwald.

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En una de aquellas tres tardes visitamos el Estadio Olímpico de Berlín. El tren nos dejó a doscientos metros. La estación, llamada precisamente Olympiastadion, parecía desierta. La luz artificial –tenue, como en casi toda la ciudad– se condensaba con la neblina del invierno. Es una estación grande, con cuatro plataformas que dan lugar a ocho andenes. Nos recordó mucho a la estación Temperley, en el sur del extrarradio de Buenos Aires (el barrio del Astrólogo en la novela Los siete locos, de Roberto Arlt). Compartí en Facebook una foto de la estación y mi observación sobre ese parecido. Alguien me dijo: “Hace mucho que no vas a Temperley, ¿no?”. Me sentí engañado por mi memoria selectiva.

Pero tiempo después leí una crónica de Daniel Link, incluida en su libro La mafia rusa, en la que cuenta algunas experiencias de su vida durante algunos meses en Berlín. Se refiere a la estación Ostkreuz y sus inmediaciones como “una reliquia de tercermundismo en el corazón de Berlín”. Y agrega: “No es casual que, en nuestro imaginario de migrantes, la estación fuera el equivalente de la terminal de Moreno” (otro suburbio de Buenos Aires). Entonces pensé en esa tendencia de nuestro cerebro de interpretar el mundo en función de lo que conoce, y en la necesidad de aferrarnos a ciertos esquemas, a ciertos mapas mentales, para apoyar sobre ellos nuestros mapas y esquemas nuevos.

El estadio estaba cerrado. Solo pudimos llegar hasta la explanada que está frente a la puerta principal. La dos altísimas columnas, de las que cuelgan los anillos olímpicos, recuerdan lo imponente de la arquitectura nazi. Me invadió una mezcla de fascinación e inquietud: ahí parados, sin nadie más a la vista, frente a aquella estructura colosal, era 2013 pero podía haber sido 1936. Como si nos hubiéramos metido en la cueva de Dark, tuve la impresión de que los Juegos Olímpicos de Hitler podían estar por comenzar ahí nomás, al otro lado de aquella fachada. Supongo que esa clase de instantes son lo más cercano a un viaje en el tiempo a lo que podemos aspirar.

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Por suerte, la Berlín actual no tiene nada que ver con la de 1936, ni con la de casi todo el siglo XX. Es una ciudad nueva, llena de futuro, una ciudad abierta. Cuántas cosas más se podrían escribir sobre ella. “Con sus construcciones bajas y su oscuridad –leo en mi diario de aquel viaje–, Berlín parece en casi todas partes un suburbio de sí misma”. Y poder decir eso de una ciudad tan grande me parece un elogio. Ojalá los años que pasaron desde aquella visita no me hayan hecho incurrir en demasiados errores; ojalá pueda volver; ojalá ustedes que leen puedan darse el gusto de conocerla.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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