Las paredes hablan, la película de Carlos Saura recién estrenada y que definitivamente será la última, une sin solución de continuidad las pinturas de cuevas prehistóricas como las de Chauvet o Altamira con las de los actuales artistas urbanos. Y se abre con esta cita extraída de El hacedor de Borges: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.”
Saura ya la había utilizado en 1991 en su adaptación fílmica de un relato del argentino, El Sur, aplicándola al escritor. Pero ahora, cuando excepcionalmente se ha puesto delante de la cámara para convertirse en protagonista e hilo conductor, bien podría referirse a sí mismo, a sus siete décadas de actividad artística, que rebasa de largo los cuarenta largometrajes. Porque no se limita a las películas que ha podido estrenar, sino que se extiende a sus extraordinarias fotografías, dibujos, montajes escénicos –teatro, ballet, ópera–, novelas, guiones nunca rodados y todo lo que alienta debajo, ese gran río subterráneo que comunica su obra de punta a punta.
Para comprobarlo basta adentrarse en Las paredes hablan, donde Suso33 asegura que utiliza el aerosol como prolongación de su cuerpo, ejecutando una danza que denomina Pintura Escénica en Acción. Al escuchar estas palabras Carlos asiente con una sonrisa de complicidad. Su primera película, de 1955, ya iba de eso, de Action Painting. Era un cortometraje, en color y dieciséis milímetros, de poco más de ocho minutos, que mostraba a su hermano Antonio Saura vertiendo tarros de colores y tubos de óleo sobre un lienzo tendido en la hierba. En un principio se titulaba Proceso de creación de un cuadro, pero terminó llamándose Flamenco cuando se estrenó en Madrid en 1957, durante la presentación en sociedad del grupo artístico El Paso en la galería Buchholz.
¿Cabe mayor coherencia? Ahí está ya uno de sus grandes núcleos temáticos, el misterio del arte, que le ha llevado a sumergirse en los procesos creativos de San Juan de la Cruz, Goya, Picasso, Buñuel o Lorca con igual intensidad que en algunas de las músicas y danzas más representativas, empezando por el flamenco.
Lo que convierte a Las paredes hablan en una obra tan testamentaria es que en ella –en su lenta ampliación del plano fílmico, como en un dilatado travelling inverso– extiende ese proceso al conjunto de la especie humana. O, al menos, a esos treinta y tantos mil años que van de Chauvet y Altamira hasta ahora mismo. Para terminar fundiendo en negro con una invocación a Empédocles, convertida en remate de toda su filmografía: “He sido un niño, una muchacha, una mata, un pájaro y un mudo pez que surge del mar”.
Ya había empleado esta cita en El jardín de las delicias (1970), y la retomó en su novela Ausencias (2017), donde uno de los personajes se acerca hasta la orilla del mar y el vaivén de las olas le lleva a pensar que en esa incesante labor de expansión y contracción, orden y desorden, flujo y reflujo, radica el latido de la vida. Que fue en ese mar primigenio donde comenzó y evolucionó hasta que nuestros más remotos ancestros tomaron la determinación de salir a tierra, respirar el aire y algunos saurios se atrevieron incluso a emprender el vuelo.
Una cadena evolutiva que para el cineasta conllevaba ecos de Darwin, cuyo Origen de las especies, según confesión propia, le hizo perder la fe, conduciéndole al ateísmo. ¿A qué viene, entonces, tanto afán, y más en un lector empedernido de Gracián como él? ¿No dejó ya Schopenhauer al jesuita aragonés en perfecto estado de revista para cualquier pesimismo y vanidad de vanidades?
Eso sería tanto como no conocer a Saura. Trabajador incansable, seguramente le sucedía como a Ingmar Bergman u Orson Welles, quienes no creían que al morir sus almas fuesen a ascender a ningún cielo con angelitos sentados en nubes, tocando el laúd y la viola de gamba. Pero se sentían eslabones de los sucesivos ciclos de energía creadora que fundaron e incrementaron la conciencia de nuestra especie. Kubrick visualizó esa eclosión en 2001 una odisea espacial mediante el monolito que marcaba la diferencia entre los primates y los homínidos abocados al Sapiens.
Carlos, como esos u otros cineastas que le resultaban afines, parecía intuir que el proceso civilizador que va del pintor que dejó la impronta de su mano en Chauvet hasta Goya, Picasso o Banksy sigue necesitando la llama de una serie de espíritus en combustión. Y Las paredes hablan celebra la lucha de quienes se aventuran en la oscuridad para disputársela a los dominios de la muerte, dotándonos de un hábitat menos hostil, para guarecernos y convertirnos en propiamente humanos.