El concepto de censura jurídicamente es pobre y en el uso corriente puede significar casi cualquier cosa. Las peores formas de censura son las de siempre: las que ejercen el poder político y religioso. En numerosos países los artistas y los periodistas sufren formas de censura que les pueden costar la libertad o la vida. En la mayoría de las democracias occidentales la amenaza es más leve. Pero los cambios de nuestra esfera comunicativa también han generado nuevos procedimientos censores y conviven con una transformación de la actitud y figura del censor.
A algunos de ellos los podríamos llamar la censura de la sociedad civil. No es una formulación frecuente, porque tendemos a asociar la sociedad civil con fenómenos positivos y la censura no nos lo parece (al menos todavía). O, por decirlo con otra expresión con connotaciones favorecedoras: de la misma manera que la comunicación se ha democratizado a través de internet y las redes sociales, también lo ha hecho la censura. Los partidos lo usan para la guerra cultural.
En Estados Unidos la American Library Association’s Office for Intellectual Freedom documentó que 4,240 libros fueron objeto de censura en 2023, principalmente en colegios y en bibliotecas públicas. Las cifras de los primeros meses de 2024 eran algo más bajas pero también impresionan: entre enero y el 31 de agosto, se detectaron 414 intentos de censurar materiales y servicios bibliotecarios (sobre 1,128 títulos únicos). Las cifras siguen siendo superiores a las anteriores a 2020. Según los datos de la asociación relativos a 2023, el aumento se debía a peticiones de grupos e individuos que pedían la censura de múltiples títulos, a veces docenas o centenares a la vez. El 47% de los títulos cuya censura se demandaba eran los que mostraban la voz o experiencias de individuos LGBTQIA+ y de minorías raciales.
En España, donde la legislación antiterrorista y de protección a los sentimientos religiosos ha propiciado casos tan grotescos como injustos, hemos conocido a un nivel mucho menor intentos de esa otra censura: por ejemplo, la petición de la plataforma Change, replicada y alentada por periodistas tan dogmáticos como negligentes, de retirar el libro 75 consejos para sobrevivir al colegio, una novela humorística de María Frisa. Un caso más grave es el de Anónimo García, que satirizó el sensacionalismo de los medios en el caso de la violación múltiple de la Manada, y fue condenado, previa campaña “periodística”, a una pena de cárcel por “humillar a la víctima”, un caso de juicio a la sátira que estudió Juan Soto Ivars en Nadie se va a reír.
Algo que también parece haber cambiado, y probablemente está relacionado con esa evolución, es lo que pensamos de la figura del censor. Estábamos acostumbrados a verlo como una figura un poco ridícula: una caricatura mojigata, un artista manqué, un oportunista mezquino. Que un escritor hubiera tenido un pasado como censor era, obviamente, un desdoro: la complicidad con el opresor, la traición a algo tan esencial para el oficio como es la libertad de palabra o el criterio individual. Algunos escritores han escrito páginas memorables sobre la censura y sus obras, como Norman Manea en Payasos. También hemos conocido los trucos y las torpezas de la censura: poner algo claramente escandaloso para que lo importante y más sutil colara. El franquismo generó ejemplos célebres: el final de Viridiana, donde la incomodidad por la sugerencia de un encuentro sexual de dos personajes inspiró una solución que insinúa un trío, y la transformación de dos personajes en hermanos en Mogambo, lo que convertía un adulterio en un incesto, son dos de los más célebres. En Pero… ¡en qué país vivimos! Agustín Sánchez Vidal cuenta que en la España de los años cuarenta el padre Peyró presumía de haber cortado kilómetro y medio de película, evitando que los espectadores vieran unos diez mil besos de tornillo. En los cincuenta, el ministro Gabriel Arias Salgado decía que gracias a los cortes solo el 25% de los españoles iría al infierno; sin ellos habría sido un 90%. Nos parecen personajes siniestros.
Para el profesor de Derecho Constitucional Víctor J. Vázquez, autor del iluminador La libertad del artista (Athenaica), a diferencia de lo que ha ocurrido en otros momentos desde el comienzo del liberalismo, ahora los censores se muestran orgullosos de serlo. “Dentro del propio sistema cultural del arte, la censura moralista ha dejado de ser un tabú, algo que esconder o de lo que avergonzarse. Muchos artistas son conscientes de que no podrían hacer hoy lo que hicieron, por ejemplo, en los ochenta, no porque las leyes se lo prohíban, sino por la propia reacción social y gremial a la que tendrían que enfrentarse”. Una parte, a su juicio, tiene que ver con un cambio cultural: en nuestras sociedades, en principio liberales, se extiende poco a poco la idea de que hay un derecho a no sentirse ofendido. Se han reactivado tipos penales que creíamos destinados a desaparecer, y a la vez se ha extendido la categoría del discurso del odio: “desvinculado de su razón de ser originaria, la protección de las minorías, se ha convertido en un argumento válido para silenciar expresiones, también artísticas, que nos resultan simplemente ofensivas, sin que en ningún caso pueda demostrarse que realmente exista una provocación o nexo causal con hechos delictivos”, sostiene Vázquez.
Otra de las áreas, que a veces se llama censura sin serlo exactamente, es la relación entre lo público y la expresión artística, con frecuencia intensificada por las guerras culturales. En el momento en que hay un sostén público, se tiende a defender más unos valores que otros. En palabras de Víctor J. Vázquez, “el Estado puede permitirlo todo, pero no puede subvencionarlo todo”. Vázquez defiende la idea de un foro público, donde la labor del Estado sería establecer un espacio público para la libertad de expresión, manteniendo una obligación de neutralidad.
Las restricciones exigidas por grupos de presión ofendidos, que suelen escudarse en la necesidad de proteger a los débiles de lo traumático o la corrupción moral, conviven bien con el capitalismo: las empresas temen por los costes reputacionales. Los requisitos de diversidad de las películas de Hollywood se parecen antes que nada al Motion Picture Production Code, y pueden rechazarse con el mismo procedimiento que empleó Theodor Adorno con el Código Hays: podría hacerse una buena película que cumpliera esas normas, a condición de que no existiera ese código. Los lectores de sensibilidad, más comunes en el mundo anglosajón, son un fenómeno parecido: la industria incorpora los mecanismos de la censura, para evitar ofender (y no perder dinero). Esto lo vemos también en la versión suavizada de los relatos de Roald Dahl impulsada por los herederos, en polémicas porque obras de otro tiempo no muestran valores coincidentes con los que en teoría tenemos esta semana o en el paisaje un tanto deprimente de buena parte de la literatura infantil que vemos en cualquier librería, donde todos los lobos son buenos.
Esto tiene que ver también con una visión empobrecedora –analizada por Robert Hughes en La cultura de la queja y por David Rieff en Desire and Fate– que considera que el arte bueno es el que tiene buenas intenciones, porque su función central, la que lo justifica, es terapéutica.
A menudo los defensores de esa sensibilidad y diversidad caen en los estereotipos que pretenden evitar: lo satiriza bien Nina Lykke en No hemos venido a divertirnos, donde un escritor noruego escribe la historia que le cuenta un conocido pakistaní y la angustiada editorial le da a leer la novela a un empleado de Sri Lanka para que haga de “lector de sensibilidad”. En Persuasion, Elizabeth Kaye Cook y Melanie Jennings han contado su experiencia como editoras en una pequeña revista, Crab Creek Review, a partir de un relato sobre el Llanero Solitario que les acabó costando el puesto. “La cultura actual de censura en las revistas literarias limita las carreras de los escritores”. Entrevistaron a una docena de autores cuya obra había sido retirada por una “variedad de ofensas: personales, políticas, percibidas e inventadas”.
Y, de manera más crucial, se olvida el elemento estético y se niega el valor de la imaginación: no necesariamente, o no solo, la que puede imaginar tramas y argumentos, sino la imaginación que te intenta acercar a lo que piensan y sienten quienes son diferentes a ti. Eso empequeñece la literatura y la condena a la irrelevancia.
Los estudiosos de la censura en los países totalitarios señalan que muchas veces el Estado no tenía que estar presente o intervenir mucho. Buena parte del miedo es casi social: el temor a caer peor a tus compañeros, a quedarte solo. Esto es todavía más claro en las democracias liberales, donde las otras amenazas son menores. Muchas veces el peor censor que tenemos que combatir vive dentro de nosotros y a menudo se disfraza de crítico literario, de relaciones públicas o consejero desinteresado. ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).