Foto: Paula Salischiker

Los rusos en Buenos Aires buscan un hogar lejos de Putin

La más reciente oleada de inmigrantes rusos en la capital argentina afianza lazos y, en ferias, bares y teatros, se hace un lugar por medio de la cultura.
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­Puestos de artesanías, lecturas de tarot, comidas de Europa del Este –borsch, salmón, carne seca– y carteleras escritas en alfabeto cirílico son algunas de las cosas que pueden verse en la popular feria Aurora, que se realiza los últimos domingos del mes en el barrio de Colegiales, en Buenos Aires. El evento, dicen los organizadores, busca reunir a “la nueva comunidad libre de habla rusa” de la capital argentina. En una edición reciente hubo también una banda de músicos que desplegaron sus artes sobre un escenario, así como familias y jóvenes sentados sobre bloques de paja o charlando en su lengua natal alrededor de una fogata. Sabores de hogar. Lazos que se mantienen. Estrategias para sobrevivir y, a la vez, aplacar la nostalgia. Todo eso que conforma una porción de Rusia en Buenos Aires: la pequeña Moscú.

Según la última encuesta Anual de Hogares de la Dirección General de Estadísticas y Censos, se estima que 12% de los 3 millones de habitantes de Buenos Aires son migrantes. El Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas destaca que el total de migrantes internacionales equivale al 5% de la población de Argentina, lo que supera el promedio mundial. Si bien casi la mitad de ese porcentaje pertenece a países límitrofes, de un tiempo a esta parte la migración que más se observa en las áreas urbanas donde residen las clases medias y altas es de población rusa. De acuerdo con la Dirección Nacional de Migraciones, solo este año ingresaron 29,372 rusos a la Argentina, mientras que la web oficial de BA Colectividades revela que en el país vive la mayor comunidad rusa de América Latina, con 300 mil personas, incluyendo descendientes.

Los rusos han emigrado a América Latina en distintos momentos de la historia. Tras la Revolución rusa, la llegada de más de 120 mil rusos los convirtió en el tercer grupo europeo más importante de Argentina, después de los italianos y españoles. También se produjo un ingreso masivo luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando en 1948 el presidente Juan Domingo Perón dictó una ley que permitía la admisión de 10 mil inmigrantes rusos. La última gran emigración del siglo XX coincidió con la Perestroika y el ingreso masivo de personas que llegaron a la Argentina en busca de trabajo y residencia permanente.

El inicio de la guerra entre Rusia y Ucrania, en 2022, dio inicio a la oleada migratoria más significativa en lo que va del siglo XXI. El hecho de no requerir visa de ingreso y la facilidad tanto para radicarse (2,390 casos en lo que va del año) como para obtener la nacionalidad, son grandes atractivos para los extranjeros. En 2023, de hecho, Argentina emitió 3,750 visas de residencia a ciudadanos rusos, diez veces más que antes de la guerra. 

“Vinimos hace dos años con mi mujer. Mi hijo nació aquí. Él es argentino, y mi mujer y yo ya tenemos la nacionalidad”, cuenta Mikhail Krasavin, desarrollador tecnológico de 34 años al frente de Buró Árbol, un bar que funciona como epicentro de la comunidad rusa del barrio de Palermo. Mikhail mantiene su trabajo a distancia de manera online (en su caso, para Moscú), mientras tiende redes locales para llevar a cabo nuevos emprendimientos. Por la diferencia horaria, comienza a trabajar a las 5 de la mañana y sigue el resto del día en Buró Árbol, donde cuenta con la ayuda de su mujer en la parte administrativa. En breve, su hijo comenzará las clases en un jardín de infantes bilingüe: “Lo conseguimos a través de un grupo de Telegram”, comparte Mikhail.

No es el único dato que circula de esa forma. “Los rusos casi no usamos WhatsApp”, asegura Kseniia Romantsova, al frente de otro restaurante en alza, llamado Musgo. “Nuestra principal app es Telegram, hay muchos grupos para intercambiar información”, dice Romantsova, que tuvo a su hija en Buenos Aires y buscó asesoramiento en el grupo “Parto en Argentina”. Otros grupos reúnen a madres y padres que comparten instituciones educativas, barrios para mudarse, problemas frecuentes en el proceso de adaptación y lugares para realizar compras.

Detrás de cada inmigrante ruso hay una historia compleja: gente que no domina el idioma y a veces debe renunciar a su formación de origen para encontrar formas alternativas de subsistencia. “Nunca hubiera imaginado terminar trabajando de esto”, dice Kseniia Kolesnikovo desde su puesto de la feria Aurora, donde ofrece borsch, sopas y otras delicias. En Moscú era organizadora de eventos y traductora de inglés, tajante opositora al gobierno de Putin, al punto de que llegó a solicitar viajar como voluntaria a Ucrania para ofrecer ayuda. Su primer impulso, cuenta, fue irse a vivir a España, pero residir legalmente en Europa es complicado, así que optó por pedir el estatus de refugiada en Argentina. Como Kseniia, la mayoría se ayuda con traductores online o intercala frases en inglés, ya que aprenden el idioma sobre la marcha, interactuando con gente o, si tienen disponibilidad, a través de cursos de español para refugiados, migrantes y peticionantes de asilo que ofrecen en forma gratuita instituciones como el Laboratorio de Idiomas de la Universidad de Buenos Aires en convenio con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Fundación Comisión Católica Argentina de Migraciones (FCCAM).

Andrei Afanasev es un físico nuclear de 38 años recibido en la Universidad Estatal de Moscú. Hizo su carrera en biotecnología y se convirtió en director científico en Petrovax, una empresa farmacéutica rusa. “Me fui del país después de la invasión a Ucrania”, cuenta. “Viví en Serbia, Israel y España, pero en 2023 llegué a Argentina buscando un lugar donde vivir tranquilo. Ahora estoy trabajando como venture partner para el fondo de inversión en biotecnología Sky High VC”. En Buenos Aires, en tanto, Afanasev organiza “charlas de ciencia popular” para sus compatriotas: conferencias en ruso sobre tema tan diversos como vacunas contra el dengue [enfermedad en ascenso en la Argentina], usos de redes en análisis de datos, investigación sobre migrantes y gestión basada en evidencia. “Suelen venir 20 0 30 personas, lo hacemos cada dos semanas”, describe.

En las conversaciones que sostuve, el rechazo al gobierno de Putin emerge de distintas maneras como la razón para abandonar Rusia; ya sea por el miedo de miles de hombres jóvenes, como Andrei o Mikhail, que se oponen a la guerra y no quieren ser reclutados, por el malestar de las familias que se niegan a criar a sus hijos bajo un clima social violento, o por los críticos de la persecución encabezada desde el poder a todos los que se manifiesten en desacuerdo o suscriban al movimiento LGBTQ. Este último es el caso de Egor Utkin, de 36 años, que llegó a Buenos Aires en octubre de 2023. Utkin nació en Siberia, pero los últimos diez años vivió en Moscú, donde desarrolló su negocio de industrias creativas. Hoy, desde el barrio porteño de Monserrat, donde vive con su marido (se casaron hace un año), mantiene su trabajo de manera virtual. “Dejé Rusia en 2022, cuando entendí que la gente queer no era bienvenida: ese fue el año en que se expandieron las políticas anti LGBTQ”, comparte en inglés, ya que aún no domina el español. “Tampoco estoy de acuerdo con la invasión a Ucrania”, agrega.

En paralelo a su trabajo, Utkin comenzó a organizar las Fiestas Utrennik en Buenos Aires, que empiezan a las 19 horas y finalizan a las 23. “Son para quienes se van a dormir temprano y no pueden esperar hasta las 2 o 3 de la madrugada, que es cuando las verdaderas fiestas comienzan en esta ciudad”, dice. “Utrennik se convierte en un espacio donde puedes conocer gente nueva, escuchar la música del pasado que te trae nostalgia y sentimientos acogedores”, cuenta. Las fiestas llegan a tener hasta cien participantes, en su mayoría, de habla rusa. “Vienen expatriados y refugiados que fueron llegando a Buenos Aires durante los últimos dos años y medio, y por oleadas de inmigración anteriores”, dice Egor. En cuanto a la música, comenta, pasan disco internacional, funk, y el pop “que escuchaba nuestra generación o la generación de nuestros padres”. De a poco, fueron sumándose argentinos, “amigos de amigos” seducidos por la propuesta: “Realmente queremos ser parte de la comunidad local”, asegura Egor.

Al mismo tiempo, hay manifestaciones artísticas que ya tienen sede propia, como Medias Lunas Theatre, en el bar Faro. Desde las mesas, es posible apreciar obras en ruso y para rusos, aunque hace poco incursionaron con subtítulos en español para atraer al público argentino. La mentora del proyecto es Aleksandra Polonik, música y actriz de 42 años, nacida en Moscú y llegada al país hace dos años “por razones obvias”.

Aleksandra llegó embarazada a la Argentina (su marido, ingeniero de sonido, vino con ella) y con el nacimiento de su hijo le llegó el clic. “Cuando me encontré aquí con un bebé en brazos, pensé que la única opción para volver a subir a un escenario era crear mi propio lugar”, cuenta Aleksandra, también en inglés. Así fue como inauguró un laboratorio de actuación con el que estrenó la obra Retratos de mujeres brillantes y siguió adelante con el proyecto.

La importación de la cultura moscovita se ramifica en otro tipo de costumbres, como el spa y el sauna. “La banya rusa es un lugar tradicional para la salud, basado en la combinación de altas temperaturas y alta humedad. En la banya suele haber varias habitaciones: la sala de vapor (que puede alcanzar entre 70 y 100°C, con una humedad del 100%), las salas de descanso y una piscina de agua fría o una bañera para contrastar temperaturas”, asegura Illia Gafarov, de 36 años, quien nació en la ciudad de Vladivostok y vivió los últimos seis años en Moscú. Llegó hace un año a Buenos Aires, junto a su mujer y sus dos hijas, y abrió hace solo tres meses Gafarov, el primer sauna y spa ruso de Buenos Aires. Una de las características principales de la banya es el uso de ramas de abedul o de roble, con las que se golpea al cliente para mejorar la circulación sanguínea y relajar los músculos dentro de las “salas calientes”. Luego hay que pasar del calor al agua fría de la pileta o a la bañera de madera llena de hielo, que ayuda a estimular el sistema inmunológico y acelera el metabolismo. “La banya en Rusia no solo se usa para limpiar el cuerpo, sino también como un espacio para socializar y descansar; queremos que cada vez más porteños se sumen”, describe Illia.

Así, la comunidad rusa tiende redes y reafirma sus bases: entre la nostalgia y la apuesta al futuro, una nueva cultura se amalgama a la sociedad argentina.­ ~

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nació en Buenos Aires, Argentina. Es licenciada en Letras, escribe ficción (Los años que vive un gato, Sueños a 90 centavos, Desmadres) y trabaja como periodista. Ha colaborado en diversos medios (Radar, Rolling Stone, Anfibia) y actualmente se desempeña como editora en el diario La Nación.


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