Se acaba de estrenar en España Onoda, con el subtítulo más explicativo de 10.000 noches en la jungla. Son las que pasó, en la isla filipina de Lubang, Hirō Onoda, el militar japonés que no se enteró o no quiso enterarse de que la guerra había terminado.
Onoda es el segundo largometraje del francés Arthur Harari. Abrió la sección Una cierta mirada del Festival de Cannes y ganó el César al mejor guion original, premio que también se llevó en el Festival de Sevilla, además del Giraldillo de Plata y el Gran Premio del Jurado. Puede verse como la historia de la soledad de un hombre, más solo aún porque lo que respalda su soledad es la Segunda Guerra Mundial –primero en marcha y finalizada más tarde–. Con la ropa cada vez más raída, recorre la fronda de su pequeña isla animado por la furia inconsciente de millones de implicados, como un mínimo y macizo contrapeso.
El temor a quedarse colgado y que el mundo siga girando es una pesadilla recurrente y de las más antiguas de la humanidad. Por el enorme desamparo al que nos arroja que se olviden de nosotros, pero también porque tiene que ver con los grandes espacios desconocidos e indiferentes que ocupan la mayor parte del planeta. Del universo entero, mejor dicho. La pequeña parte donde están nuestros semejantes, aunque sea en la que se montan las guerras y la gente se acuchilla, resulta más hospitalaria que esa tremenda soledad de existencialista sin testigos. Ese abandono es vivir en el bosque donde el árbol cae sin que nadie lo oiga.
Onoda era un joven soldado formado en una escuela militar dedicada a las misiones especiales. Las secuencias ambientadas en esa escuela, a pesar de que se desarrollan en un ambiente más cotidiano y entre semejantes que el que le espera al protagonista más tarde en la selva, son curiosamente las que tienen un aire más de ensoñación. Parecen adaptaciones de algún relato centroeuropeo que podrían haber escrito Kafka o Bruno Schulz. Es curioso pensar que estos jóvenes que asisten a las clases especiales y que son blanco de las arcanas advertencias de su tutor son unos privilegiados, los seleccionados entre la masa para salvar a su país en las circunstancias más difíciles y quizá menos honrosas. Algunos de ellos están ya tocados, llenos de tics, antes de dejar las abstracciones de la escuela y zambullirse en las exigencias de la acción práctica, sucia. En una conversación con su padre, este le dice a Onoda, cargándolo de una responsabilidad difícil de dirigir: “Tu cuerpo representa tu patria. No lo dejes caer en manos enemigas”.
De modo que una vez aleccionado el jovencísimo militar es desplazado a la isla de Lubang, considerada un punto estratégico para el ejército de los Estados Unidos, su enemigo, pues custodia la entrada a la bahía de Manila. La isla está poblada también por campesinos filipinos. Para moverse por la selva y sobrellevar la presión de la guerra, el joven cuenta con su rectitud y con las instrucciones que ha recibido de sus mayores: padre, profesor y por extensión patria. “¡No tenéis derecho a morir!”, les avisaron, y también les dijeron que no podían dar por terminada la operación especial hasta que llegase un superior a confirmárselo.
En esa isla de cocoteros y maleza, los soldados japoneses se intercambian entre sí algunos mensajes como “Nadie sabrá que lucháis con honor. Solo vosotros sabréis que fuisteis impecables” o “Sobrevivid como sea”. Estos mandatos tienen sentido en el tiempo excepcional de la guerra, pero después dejan de tenerlo. Y sin embargo son los que sostienen al pequeño grupo olvidado en la selva, a quien nadie va a avisar y devolver a casa cuando Japón se rinde. Efectivamente tienen que sobrevivir, esconderse, racionarse el arroz, no arriesgarse inútilmente, y así pasan los días. Cuando en el mundo informado los países se van retirando, ellos seguirán en la selva llevando su pequeña vida primordial, porque en el caos del final de la guerra nadie se ha acordado de aquellos chicos tan bien adiestrados. Sus acciones cotidianas y su convicción patriótica pasan ahora a tener otro sentido: ninguno. Su capacidad de resistir en malísimas condiciones en mitad de la jungla, su pericia al construirse una cabaña donde resguardarse cuando llega el monzón, su inventiva cuando se quedan sin arroz y hay que buscar nuevos alimentos, todos sus extraordinarios talentos ya no le sirven a su país, y sin embargo siguen repitiendo lo mismo a diario, siempre alerta, siempre honorables e impecables, lo que hace que Onoda se transforme en una especie de modelo de cine del absurdo o llegue casi a ser la película bélica de Jacques Tati.
Hirō Onoda no pasó solo los treinta años que distan de la rendición de Japón y del final de la guerra hasta que lo encontraron en 1974. Al principio su pequeño grupo de soldados no desconocidos, sino olvidados, lo formaban cuatro hombres, que van cayendo uno a uno como en las películas de suspense. A la fuerza el tiempo que comparten estos compañeros obligados les depara algunos de los momentos de mayor expansión (controlada) y más felices de su vida en la selva (como cuando se bañan por primera vez en la playa, después de muchos años viviendo en la isla, o como cuando salen a robar pilas a los campesinos filipinos). Y cuando Onoda se queda solo parece que por fin se le manifiesta abiertamente el raro destino que tenemos cada uno en esta vida.
Varias veces Onoda se ve expuesto a la información de que la guerra ya ha terminado, pero se resiste a creerlo porque tiene que esperar la confirmación de un superior. Y cuando detectamos en su rostro impasible cómo cruza la duda sutil y fugaz de que lo que está haciendo siga teniendo sentido, reconocemos de pronto una sensación familiar. ¿Cómo no entenderlo?
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).