Francisco Brines: de penumbras, otoƱos y olvidos

Para Brines, heredero indiscutible de Cernuda, no hay otro absoluto que la tierra y la carne, el placer y el amor, el viento y la noche.
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El Premio Cervantes de 2020 para Francisco Brines es un tardĆ­o reconocimiento a una obra que nace de la ā€œextrema menesterosidadā€, segĆŗn palabras del propio poeta, y de una perplejidad que no oculta su deuda con Catulo, que anhelĆ³ escribir en el viento y el agua, inmortalizando la dicha del amor correspondido. Brines nunca ha prestado mucha atenciĆ³n a lo colectivo. JamĆ”s se ha propuesto ser la voz de los otros. Su yo ocupa el centro de su poesĆ­a. No por narcisismo, sino por la convicciĆ³n de que el interior de cada hombre esconde un vasto dominio donde se encuentran las claves de la existencia. Para el poeta, no hay otra verdad que su intimidad, siempre volcada en la meditaciĆ³n de lo vivido. El mundo exterior es un accidente, la materia que permite crear el decir poĆ©tico. Lo esencial es cĆ³mo se recuerda, cĆ³mo se reflexiona, cĆ³mo se revive.

Francisco Brines es el heredero indiscutible de Luis Cernuda, el continuador de la ā€œpalabra edificanteā€ (Octavio Paz) del poeta que no quiso saber nada de ā€œtristes dioses crucificadosā€. Para Brines, no hay otro absoluto que la tierra y la carne, el placer y el amor, el viento y la noche. El ser humano avanza inexorablemente hacia la muerte. La angustia es inevitable, pero siempre quedarĆ” el consuelo de la belleza y la perfecciĆ³n del instante.

A diferencia de Cernuda, Brines no se deja llevar por la cĆ³lera. Se limita a cultivar la melancolĆ­a, meditando serenamente sobre las pĆ©rdidas y la imposibilidad del amor. Mitad estoico, mitad epicĆŗreo, acepta la fatalidad, cultivando el amor fati. Nos dirigimos hacia el vacĆ­o, la soledad, la destrucciĆ³n. Por eso hay que amar sin estridencias, exprimiendo el jugo del momento, paladeando el nĆ©ctar que segregan los cuerpos, acoplĆ”ndonos al ritmo de la Naturaleza, con sus ciclos de plenitud y decadencia. Hay que amar el instante y lo que vendrĆ”, lo que ya solo es recuerdo y lo que se insinĆŗa como simple posibilidad. Solo hay un pecado: execrar la vida, difamar a la tierra que nos engendra, injuriar al tiempo porque no garantiza nuestra permanencia.

Francisco Brines es un poeta horaciano, que exalta la vida retirada (beatus ille) y el esplendor de la juventud (carpe diem). Piensa que no es sensato soƱar con la trascendencia personal, pero entiende que sƭ debemos aspirar a dejar un ejemplo. El individuo muere, pero la humanidad no se interrumpe por eso. La huella que dejemos harƔ a los hombres mƔs justos o mƔs mezquinos, mƔs generosos o menos solidarios.

Al igual que Cernuda o Nietzsche, Brines es un moralista. Su obra es un canto a la finitud. No hay que enemistarse con el devenir, sino aceptar con resignaciĆ³n que nuestro destino consiste en encarnar una paradoja: introducir en la corriente del ser la conciencia del no ser. ā€œEl hombre es la ā€˜nada siendoā€™ā€. En Cernuda hay rabia y despecho. En Brines, por el contrario, resignaciĆ³n ante la fragilidad de la existencia. No es grato saber que seremos polvo, pero ese hecho inevitable no debe avivar la desesperaciĆ³n. El sabio no conoce otro puerto que la melancolĆ­a, pero rehĆŗye el estĆ©ril muelle del pesimismo, donde la palabra se atasca en el lamento.

La sensibilidad literaria de Francisco Brines se alimenta principalmente de dos fuentes: la poesĆ­a griega y latina, donde asimila una nociĆ³n de virtud divorciada de cualquier pretensiĆ³n sobrenatural; y la poesĆ­a de los metafĆ­sicos ingleses del XVII (John Donne, George Herbert y Richard Crashaw), donde entra en contacto con un Dios oscuro, Ć­ntimo e impreciso, casi un vacĆ­o perfecto donde fulgura una paradĆ³jica luz nocturna. Con esos materiales, Brines compone una poesĆ­a que puede interpretarse como una oraciĆ³n profana que celebra lo vivido e irremediablemente perdido.

En 1960, Brines obtiene el premio Adonais con Las brasas, donde la conciencia de precariedad ya despunta con nitidez: penumbras, otoƱos, olvidos. La memoria reinventa el pasado, pintando felicidad donde hubo pena. Nacido en Oliva, Valencia en 1932, Brines ya habla en esas fechas como un ā€œhombre / que siente ya madura su cabeza, / destruido el cabello y el cansancioā€. En su presente, ya no queda nada del fervor de su infancia y ā€œno vive la esperanzaā€. Su mano se hunde en el pelo blanco y ā€œsiente que el tiempo ha sido duroā€, pero juzga su fracaso ā€œcon templanzaā€ y ā€œno se agita su pechoā€.

Con solo veintiocho aƱos, Brines exhibe una prematura conciencia de lo fatal. Es inevitable pensar en el famoso verso de RubĆ©n DarĆ­o: ā€œser, y no saber nada, y ser sin rumbo ciertoā€. Brines es un poeta existencial que cultiva la nostalgia machadiana, pero tambiĆ©n la saudade de Pessoa. La poesĆ­a no es vida, sino recuerdo. Recuerdo que asume conscientemente la infiltraciĆ³n del olvido.

Palabras a la oscuridad (1966) acredita la madurez de una poĆ©tica cada vez mĆ”s prĆ³xima a la duraciĆ³n de Bergson. La belleza del mundo es perecedera, pero el olvido nada puede contra su recuerdo: ā€œLento voy con la tarde / meditando un recuerdo / de mi vida, ya solo / y para siempre mĆ­o.ā€ Como Cernuda, como Cavafis, Brines canta al amor homosexual. El Reino, esa utopĆ­a situada mĆ”s allĆ” del tiempo, se encuentra en esta tierra. En unos ojos, en unas manos, en el cabello que adorna una frente. Brines se abandona a unos labios como ā€œllamasā€ y unos ojos como ā€œcarbunclosā€. El amor es el tiempo de la alegrĆ­a. ā€œTodo va al marā€, pero ā€œel hombre mira al cieloā€. El cielo de unos ojos encendidos por el deseo. Algunos hablan del maƱana, pero es mejor buscar el gozo del hoy, con el jĆŗbilo inocente de los pĆ”jaros, sabios en su ignorancia de la muerte. El amor es ā€œesa dicha invisible que a mi pecho ha venidoā€.

En AĆŗn no (1971), Brines habla abiertamente del amor venal, mercenario. El placer que se adquiere pagando solo acentĆŗa el sentimiento de soledad. No hay encuentro, sino un abismo donde las pieles se tocan inĆŗtilmente, sin experimentar la comuniĆ³n que se presupone a los amantes. Al igual que Gil de Biedma, Brines asume que la inteligencia es una maldiciĆ³n, pues nos hace mirar fijamente a la muerte, la soledad, el fracaso. Eso que llamamos clarividencia solo es ā€œpiedra difuntaā€. Admirador de Hƶlderlin, Brines sabe que el hombre es un mendigo cuando piensa. ā€œEl dolor de la existencia humilla al pensamientoā€. Por eso, la felicidad perfecta solo puede alcanzarse entre las ruinas de la inteligencia.

Nunca he podido leer a Francisco Brines sin pensar en Juan Gil-Albert. Ambos valencianos; los dos sabiendo que el destino del poeta es extraviarse en los ā€œvastos jardines sin auroraā€ (Cernuda) donde el amor se acaba. Como escribiĆ³ Brines, el poeta siempre desea ā€œvolver a la carneā€, ser ā€œde nuevo el sueƱo / que sufrĆ­aā€, notar la herida del desamor, pero sabe que es imposible y busca consuelo en la palabra. La palabra es la amante mĆ”s fiel, la Ćŗnica que nunca se aparta de nuestro lado. Tras saber que Francisco Brines habĆ­a sido galardonado con el Cervantes, busquĆ© sus libros y sentĆ­ que, si bien nada resiste a la hoz del tiempo, la palabra es una eterna primavera, donde la luz reina sobre la oscuridad del invierno.

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es crĆ­tico literario.


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