Cuando llovía en verano

Me pregunto si cuando nos hemos hecho mayores hemos observado algo con un interés tan sincero como cuando nos volcábamos en seguir de rodillas la competición caracolística.
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Dicen que este va a ser el verano más fresco de los próximos años, de lo que nos queda de vida. Los veranos que recuerdo de mi infancia siempre traían, a finales de julio, grandes granizadas que veíamos desde el porche. A la altura del monte, a la izquierda, mientras caían bramando todos los pedruscos, el sol se adivinaba detrás las nubes; una iridiscencia sinestésica que atravesaba el vapor, de modo que el fenómeno era caótico y alegre, y así se aprendía sin darse uno cuenta que en los acontecimientos conviven varios tonos a la vez, y también la imprevisibilidad, la impermanencia y la esperanza. Cuando amainaba aparecía algún sapo marchando pesadamente por la carretera, y los mayores presumían con que cuando ellos eran pequeños había muchos más sapos, un verdadero desfile de sapos de camuflaje, inservible sobre el asfalto. Por otro lado en su infancia lo que había menos eran coches, y ahora se habían multiplicado de modo que a los niños no nos dejaban salir con tanta despreocupación al otro lado de la cancela.

El jardín permanecía como un vagón inmóvil junto al que pasaban vehículos en marcha, enmarcados entre los dos setos. La portilla tenía un pestillo oxidado claramente inútil si lo que se quería era evitar que entrase algún visitante indeseable, pero que obligaba, cada vez que se quería entrar o salir, a una parada coñazo en que había que forcejear con el mecanismo; entonces dejar la portilla sin asegurar, como hacía mi padre, era la prueba de un carácter que a mí me gustaba y quería para mí: una soltura en la relación con las cosas, la noción de que los objetos están al servicio del hombre y no al revés, la confianza en que el otro comprendiese la puerta no como un obstáculo material sino como el símbolo de un deseo de intimidad y al fin y al cabo una manifestación modesta de humanismo.

También después de llover emergían buscadores de caracoles en formación de guerrilla. Los cogían de las hojas de los setos y los iban metiendo en bolsas de plástico. Como nosotros no teníamos esa relación con los caracoles nos parecía gente rara y también nos preguntábamos de dónde habrían salido (aunque en la playa cogíamos coquinas a puñados). Los caracoles los cogíamos para que echasen carreras. Es justo su lentitud proverbial lo que los hacía idóneos para ponerlos a competir: podías cogerlos sin que se escapasen, seguían una trayectoria más o menos previsible y se tiraban un buen rato proporcionándonos un prolongado suspense. Quizá lo que defina una carrera sea la competición (relativa), no la velocidad (absoluta). ¿Pero y la expresión a la carrera? Se compite contra el tiempo. Bien, me pregunto si cuando nos hemos hecho mayores hemos observado algo con un interés tan sincero como cuando nos volcábamos en seguir de rodillas la competición caracolística, y ahora recuerdo que el verano pasado pasamos cerca de un cuarto de hora siguiendo los movimientos de una heroica hormiga que quería transportar un trozo de patata frita al otro lado de una verja, para llevarla al hormiguero. Después de insistir llevándola vertical como una vela probó a dejarla tendida en el suelo y arrastrarla por el pequeño espacio que quedaba entre el suelo y la verja. ¡Brava! Espero que se la comiesen ella y sus amigas con una cerveza en algún momento del otoño siguiente.

Pisar un caracol era desazonante, en parte por el vislumbre de una injusticia sin rostro que no íbamos a poder soslayar en lo sucesivo y que había hecho que, sin querer, acabásemos con quien acababa de competir en nuestro nombre en la carrera, y en parte por la ominosa figura irrecuperable que dejaba el pisotón involuntario: el rígido caparazón que debía servir de protección, clavado en desorden en la blandura.

Cuando había tormentas eléctricas las veíamos desde la cama mis tías L y B y yo. Dormíamos juntas en un cuarto que tenía, frente a cada cama, una ventana. Creo que es más preciso decir que me dejaban dormir con ellas. Ellas dejaban las contraventanas abiertas, con mucha pericia a mi modo de ver, como si fueran expertas en tormentas por alguna vida anterior que hubiesen llevado antes de que yo naciera, y entonces nos tapábamos y mirábamos desde la cama los rayos que caían sobre el jardín de enfrente e iluminaban las ramas de los árboles. Lo recuerdo como un hecho recurrente y sin embargo puede que pasase solo una vez o dos, pero por eso me gustan los rayos, las contraventanas y las tías. Y quizá podríamos añadir el cine, la filosofía platónica y los aforismos de Lichtenberg.

Podía pasar que se fuese la luz y entonces había que encender una linterna y sacar las velas del armario de las herramientas, donde se acumulaban también cordeles y cajas con clavos y otras cosas intrigantes en previsión de todas las necesidades que pudiesen ir surgiendo. Se generaba un ambiente misterioso y comunal en la casa y daba pena que volviese la luz cuando apenas acabábamos de encender las velas, pero a los adultos no se les ocurría prolongar el liberador misterio una vez que ya no había imperativo. Últimamente ya no se va la luz y si todavía estuviesen los cajones se encontrarían las velas a medio consumir junto a un montón de barajas sobadas.

No quiero transmitir aquí una nostalgia derrotista ─derrotista por no haber sabido agarrar esas flechas lluviosas y conservarlas, cristalinas y verticales─. Solo es que acumulamos muchas impresiones en nosotros, caracoles y tormentas, y también esa nube debe resolverse.

Tampoco sé si realmente hay en el campo menos bichos que cuando era pequeña. Me da la impresión de que sí. Recuerdo ver muchas más luciérnagas, mariquitas, un tipo de escarabajo rojo y alargado que se llamaba fraile, muchos más ciervos volantes y hasta alguna libélula, y muchas más quisquillas en las pozas, y eso que supongo que vivía en un mundo que gente de cincuenta años antes consideraría ya esquilmado. O también puede tener que ver con que los niños están más cerca del suelo y se revuelcan por la yerba y por eso ven más bichos, y los bichos para ellos significan otras cosas.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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