I
Para escribir la segunda y la tercera y la cuarta parte de este texto necesito escribir la primera parte de este texto. Lamentablemente, la parte primera va así:
Uno de los legados de Anthony Bourdain tiene que ver con machismo, con un espectáculo masculino. Para Bourdain, en ocasiones, comer fue una forma de levantarse en dos patas y darse puñetazos en el pecho. En ‘When meals get macho’, Tamar E. Adler arguye que Bourdain convirtió una cena de callos de res –por decir algo– “en una demostración de virilidad”. Pues sí: es cierto. Después de la llegada de Bourdain a las librerías pero sobre todo a las teles, el man versus food, es decir la batalla por terminarse ese plato desconocido y potencialmente aberrante, se convirtió en un género ultrarredituable de no-ficción. Estos señores de pronto fueron capaces de comerse el corazón palpitante de una sierpe, los bigotes de una foca o la aleta podrida de un tiburón en nombre de los ratings. Claro que retroactivamente, con la ayuda de un poco de perspectiva, hoy podemos reconocer el meollo del problema. Es este: no tiene nada de especial comer ninguna de esas cosas. Otros seres humanos las consideran su comida del diario o de la fiesta, y el hecho de que no compartamos esas consideraciones no las hace ni curiosas ni aberrantes. Son hechos del mundo y ya. Comer un insecto en movimiento no representa ningún logro, salvo acaso el de vencer un miedo personal. Tal vez es equivalente a pararse cerca de la orilla en una azotea para quien teme a las alturas. Y ya.
Además de ser problemáticamente machista o ruidosa, esa aproximación –que muchos tomaron tras la huella de Bourdain, ignorando tal vez voluntariamente un pequeño detalle, al que llegaremos en un momento– tiene la desventaja de enfatizar la otredad, la tremenda separación de mí contigo. Es fácil decir que la comida nos acerca unos a otros; es fácil ver cómo nos sentamos a la mesa y de veras parece que estamos reunidos: vueltos a unir: como antes. Es fácil porque eso es lo que nos dicen. Pero también es cierto –aunque menos fácil de ver– que la comida es una de las herramientas de la separación, del tajo horrible que nos impide llegar a donde yo soy tú somos nosotros. La comida es una agencia de nuestro racismo y nuestro clasismo. El que come quelites es un nopal y el que come trufas es un pinche fifí. El banquete indio en Indiana Jones y el templo de la perdición es un brutal ejercicio de otredad. La güera no puede comer los bichos que se sirven ahí y los prietos no pueden creer que no pueda porque cómo. En el involuntario documental #LadyChiles vemos a una tal Adriana Rodríguez de Altamirano demoler a su empleada doméstica, Nieves Arjona, con el pretexto de que ésta se robó un chile en nogada. “Se te da de sobra –le dice la señora de la casa a Nieves–; no se te mide la comida; tú puedes comer todo lo que nosotros comemos.” Evidentemente nosotros los ricos comemos comida de ricos. Ustedes los pobres tienen acceso a esa comida como nuestra dádiva: “Yo te he regalado queso, jamón, mantequilla… ¡chorizo!” Pero malditos jodidos hijos de su repobre madre no se les ocurra agarrar un chile en nogada porque ai sí no cabrona y ora me pides perdón.
Series televisivas de exploración más o menos asombrada como las de Anthony Bourdain han contribuido a magnificar ese tajo. De este lado estamos nosotros, los normales pero con varo para el viaje y para la borrachera y la comilona, y del otro ustedes, los raros que beben licores con pedazos de coyote o comen testículos de borrego en el desierto. Qué maravilla que existan. ¿Dónde se habían escondido toda nuestra vida eh?
II
Dicho lo cual.
Dicho lo cual: he aquí el detalle que ignoran tal vez voluntariamente quienes siguieron las huellas de Anthony Bourdain, televisivas o literarias, en su exploración del mundo. Es uno pequeñito, pero clave. Bourdain vio ese mundo con una empatía casi absoluta y con una sorpresa humilde, amistosa. No es lo mismo que maravillarse de lo raros que son todos los otros. Bourdain veía en el otro no a un otro sino a un mismo, a una mujer o un hombre tan solos bajo el cielo unánime como él. “Nada humano le era ajeno”, dice Alina Hernández. Y sí. Pero sobre todo: nada sensiblemente humano le fue ajeno. La comida y la bebida (y las drogas y los venenos de cada pueblo) son lo primero que viene a la mente, claro. Pero Bourdain gozaba de un apetito generalizado, uno imposible de satisfacer. En sus libros y sus series hay todo.
Hay otros libros. Bourdain volvía insistentemente a Down and out in Paris and London de Orwell (“el primero que retrató DE VERDAD lo que es ser cocinero de línea o lavaloza”), a Le ventre de Paris de Zola (“El Ciudadano Kane de los libros de comida”); a Shakespeare, a Dante, a Hammet, a Chandler. En sus charlas y en sus textos hay libros de sus amigos como Éric Ripert (Le Bernardin Cookbook) o Thomas Keller (The French Laundry Cookbook) o del máximo cocinero inglés y al diablo todos los demás Fergus Henderson (Nose to Tail Eating). Hay los ensayos de Joan Didion, los excesos de Hunter S. Thompson, las torceduras de Nabokov. Hay las asombrosas resoluciones de Patricia Highsmith. Bourdain leía a detalle, y el detalle se coló en la textura de su vida.
Hay un montón de cine. Quién sabe cómo le hacía Bourdain para ver tantas películas y series y tantas cosas, si uno que no hace nada en la vida salvo perseguir la chuleta no alcanza a ponerse al día. En el catálogo de sus entusiasmos están algunas más o menos predecibles como Tampopo o Drugstore Cowboy pero también Aguirre, la ira de un dios de Herzog (ahora que lo dicen: ¿hay una película más bourdainiana que Aguirre?), Sombras del mal de nuestro hermano en común Orson Welles, El amigo americano, Calles peligrosas, El salario del miedo. Bourdain no vio todo, pero vio lo necesario.
Hay música. La música, como el ramen, como la carretera, tal vez como las drogas, es una vocación. Una cosa a la que uno no puede decirle no. Me da exactamente lo mismo si alguien piensa que estoy romantizando una profesión perfectamente burguesa. La música –los ruidos– es la vocación. Los grooves líquidos provenientes de Lagos o Nigeria, los tranquilos principios del jazz eléctrico de Miles Davis, la calentura incontenible de Curtis Mayfield, los corazones rotos de Roxy Music, los gritos y mentadas de los New York Dolls, el concierto de violín de Sibelius (del que no diré nada porque me voy a poner a chillar y les voy a mentar la madre). Todas esas músicas informan la visión del mundo de Bourdain.
Hay cómics y pintura y teatro y diseño y amistad. Nada humano le era ajeno. Y eso no se puede decir de los conductores y escritores de esas series dizque asombradas por la capacidad de un bato cualquiera de comerse un mugre escarabajo.
(III
Esperen: otro detalle. Bourdain cachó su propia douchebaggery, la consideró, le pesó y públicamente, insistentemente se retractó de ella. Cuestionarse uno mismo, considerar su propio aporte a la fealdad del mundo y arrepentirse: eso no es poca cosa.)
IV
“Tenemos que hablar de suicidio”, han dicho muchas gentes en estos días, siguiendo la tremenda noticia de que un hombre, uno de esos hombres que parecían tenerlo todo y disfrutarlo todo, se haya colgado en un hotel con un cinturón de esas batas en que los propios hoteles ponen una etiqueta que dice: “Favor de no robar. Si quiere llevar esta bata, contacte a recepción.” Puede ser, puede ser que tengamos que hablar de eso.
Puede ser. Háganlo. Yo quiero hablar de otra cosa. Yo quiero hablar, por ejemplo, de cómo la ciudad se inunda a cada rato y una vez se inundó durante tanto tiempo que sus habitantes comenzaron a comprar pangas y lanchitas y botes y de cómo iban a bodas en el templo de Regina Coeli en un gran bote nupcial seguido de otros botes más pequeños bajo el sol amarillo brillante de la ciudad de México. ¿No les parece bellísimo? Quiero hablar del señor Domingo, en la taquería La Hortaliza sobre Vasconcelos, de cómo hace como que acaricia la tortilla y de pronto le da vuelta y le pone un golpe mortal contra la plancha. ¿No lo ven y dicen Esto es fantástico? Quiero hablar de otras ciudades que conozco, aunque sea poquito, como Viena y sus sándwiches o Santiago y sus jochos con aguacate picado de esos que dices Espérate esto está demasiado bien. Y de acueductos sorprendentes y de túneles y de amigos y de perros, de perros tan buenos que dices Basta y de monos capuchinos comiéndose una torta de tamal que dices No puede ser, esto es demasiado. De líneas de coca tan largas que dices: Espero que me muera antes de terminármela. Quiero hablar del mundo, de este mundo hermoso y ridículo que Bourdain conoció y compartió y de cómo te llena la cabeza con sus cosas y de cómo yo también, de vez en cuando, quiero decir a la chingada ai se ven porque no merezco todo esto.~
Escritor. Autor de los cómics Gabriel en su laberinto y Una gran chica (2012)