Conocí a Daniel a fines de la década de los setentas. Había regresado de Inglaterra con su tesis doctoral sobre el Don Giovanni de Mozart, que no tardamos en traducir y publicar, por capítulos, en la revista Pauta que dirigía (y aún dirige) Mario Lavista, y de la que yo era entonces jefe de redacción. Era un ensayo crítico, y a la vez curiosamente novelado, sagaz e inteligente sobre esa, la madre de todas las óperas. Guardo con afecto unos acetatos con la versión dirigida por Karl Böhm que Daniel me regaló entonces.
Era un tipo alegre, Daniel, ligero y divertido, con una risa fácil y una curiosidad llena de interrogaciones –todas sus frases terminaban en un ritual ¿no?– que solía contrapuntear con solemnes retiros a un silencio nervioso.
En 1981 alguien en la UNAM le encargó un espectáculo navideño y Daniel me reclutó como colaborador. Se me ocurrió una historia sencilla: unos pastores preparan una pastorela que un diablo villano y simpático debe sabotear. Sobre ese esquema tradicional se creaba una historia truculenta en la que el actor que haría el papel del arcángel acababa convertido en demonio mientras que el diablito se convertía en el arcángel de la pastorela. Una cosa muy sencilla. Trabajábamos horas y horas en una casita que tenía en Tepoztlán, en medio de un llano tatemado, a la que le había inventado un método para recoger el agua de la lluvia en el sótano, comiendo espaguetti enlatado frío y escuchando a Puccini en un tocadiscos de pilas. Daniel escribió una música muy linda, quizás excesivamente empática con el Stravinsky de La historia del soldado que venerábamos en esos días.
El chiste era que la historia se contaba con la pantomima de los actores (dirigidos por José Caballero) y narrada por la música de una pequeña orquesta. Las únicas voces eran las de un par de bajos profundos que, en una escena memorable, hacían la voz del mismísimo Satanás. (Este Satanás hacía una breve aparición en la trama para supervisar que el diablito estaba haciendo bien su trabajo de saboteador.) Se convirtió en la escena memorable porque mi amigo el pintor Arnaldo Coen –encargado de la escenografía y el vestuario– diseñó una marioneta que medía cuatro metros de altura y que era, a fe mía, bastante terrorífica. Entraba al escenario con majestad macabra, lentamente, entre luces sombrías, con el trasfondo de las voces espectrales del par de bajos que sonaban como mugidos del averno. El resultado era que los muchos niñitos que había en la sala le agregaban a la obra, impromptu, un improvisado coro de sopraninos histéricos. La obra se titulaba El medallón de Mantelillos, se montó en la sala Miguel Covarrubias en la navidad de 1982 y fue bastante exitosa.
Fue una de las primeras obras que Daniel estrenó en México a su retorno de Inglaterra. Luego vendrían Mariposa de obsidiana, para coro, soprano y orquesta, con el poema de Octavio Paz, y después la ópera La hija de Rapaccini, sobre la pieza teatral de Paz, que se puso en Bellas Artes, con una escenografía hermosísima de Roger von Gunten que todavía puedo ver con el ojo de la memoria, y que me parece mejor que Il Postino,
la más famosa.
Nos veíamos con frecuencia en esos años, pues yo era uno de los muchos escritores (Pancho Hinojosa, Juan Tovar, Eliseo Diego) a los que solía agobiar, de vez en cuando, para platicar ideas argumentales o posibles adaptaciones de historias (que luego iba a discutir con otros escritores) para las óperas que soñaba escribir…
Sabía que en México iba a ser difícil. En 2004 declaró:
Es difícil desarrollarse en México porque no hemos podido establecer una política cultural-musical que esté por encima de los vaivenes políticos sexenales. Lo que se construye con mucha dificultad en un sexenio se desploma en dos minutos en el siguiente. Esto quiebra el espíritu de los artistas y destruye su talento; acaba con toda una generación de un plumazo. Los pocos que sobreviven lo hacen saliendo del país. Es una lástima, pues hay suficiente talento en México como para tener una vida musical excelente. Como compositor es tal vez aún más difícil, pues no vive uno de su profesión. Los derechos de autor son atropellados por todas partes y eso garantiza que el compositor no pueda vivir de su profesión a menos que se mude a otro país.
Y se mudó a Estados Unidos. Y escribió las óperas, y fue bastante heroico porque un buen día decidió que si quería hacer ópera tenía que irse a Estados Unidos, y luchar y buscar patrocinios, y poco a poco logró interesar a los productores, y logró estrenar Florencia en el amazonas y después hizo amistad con Plácido Domingo y estrenó Il Postino, que tuvo gran éxito en Estados Unidos y en Europa, y Salsipuedes, y se convirtió en una figura relevante en el ámbito de la ópera contemporánea, y…
Hablamos por teléfono hace una semana. Teníamos algunos años de no vernos y quedamos en tomar un café apenas tuviera un rato. Estaba contento con el estreno aquí en Austin, en febrero, de La hija de Rappacini en una versión para ópera de cámara. La Universidad de Texas lo mimaba y lo respetaba y lo trataba muy bien y le acababa de encargar una ópera…
El sábado no llegó a un compromiso académico. El domingo en la mañana lo fueron a buscar a su departamento…
Adios, querido Daniel, ¿no?
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.