En cierto pasaje de La Celestina, dice Melibea: âBien conozco que hablas de la feria segĂșn te va en ellaâ. Para entonces el refrĂĄn era bastante antiguo, y aĂșn hoy lo seguimos empleando. Tal parece que el primero en dejarlo por escrito fue el MarquĂ©s de Santillana en esta forma: âCada uno dice de la feria como le va en ellaâ. AsĂ lo recoge Covarrubias en su diccionario, en el que expone: âFeria es lo mismo que mercado, aunque incluye en sĂ gran concurso de gente y mercaderĂasâ.
SĂłcrates visitĂł uno de tales mercados o ferias y dijo: âCuĂĄntas cosas que no necesitoâ, y asĂ, con su fama de sabio, hizo pasar algunas necedades por sabidurĂa. MĂĄs afĂn con la condiciĂłn humana encuentro al obispo Antonio de Guevara, cuando allĂĄ en el siglo XVI, escribe en una carta: âPor esta feria veo en estas tiendas de burgaleses tantas cosas ricas y apacibles, que en mirarlas tomo gozo, y de no poderlas comprar tomo penaâ.
Si ibas a la feria de Scarborough, te podĂan encargar savoury sage, rosemary, and thyme, o sea, salvia, romero y tomillo.
Covarrubias habla de la acepciĂłn âdar feriasâ, que consiste en regalar a alguien algo de lo que se exhibe en los puestos del mercado, y nos cuenta que âsuelen los galanes dar ferias a las damas, haciendo franca la tienda del mercader, a donde ellas llegan; y algunas son comedidas y toman mesuradamente. Otras son inconsideradas y codiciosas, que suelen dejar destruido al galĂĄn necio y prĂłdigoâ.
El diccionario de la RAE dice que en MĂ©xico y Nicaragua âferiaâ es âdinero menudo, cambioâ. AhĂ aciertan, pero falta el verbo, que no es âferiarâ sino âferearâ.
A SĂłcrates no le fue muy bien en su Ășltima feria. Entre las muchas cosas que no necesitaba, se hallaba un pomo de cicuta con vago aspecto de mate argentino, y aunque muchos intentaron apartar de Ă©l ese cĂĄliz, acabĂł bebiĂ©ndoselo por capricho o convicciĂłn u orgullo u obediencia, segĂșn se quiera ver.
AquĂ vuelvo al proverbio de âCada uno dice de la feria como le va en ellaâ.
SĂłcrates no dijo mucho. âCritĂłn, le debemos un gallo a Asclepio. AsĂ es que pĂĄgalo y no lo descuidesâ, dijo y se muriĂł. Pero PlatĂłn acabĂł por hablar mal de la democracia, pues, segĂșn cuentan varios de sus biĂłgrafos, la culpaba de haber ejecutado a SĂłcrates. Me parece que este argumento le hace flaco favor a PlatĂłn como filĂłsofo, pues antes que buscar la verdad, estarĂa buscando la justificaciĂłn de un parecer, al estilo de CalderĂłn de la Barca, cuando escribe: âNada me parece justo en siendo contra mi gustoâ.
Hay que ver que a PlatĂłn le fue peor con sus ideas del filĂłsofo rey cuando quiso sembrar su doctrina en una Siracusa muy poco democrĂĄtica. Lo cuenta DiĂłdoro de Sicilia: âDionisio lo invitĂł a su corte y al principio lo tuvo en la mĂĄs alta consideraciĂłn, viendo que se expresaba con la libertad propia de la filosofĂa; pero despuĂ©s, contrariado por alguna de sus afirmaciones, se enemistĂł completamente con Ă©l y lo hizo llevar al mercado y vender como esclavo por veinte minas. Pero los filĂłsofos se pusieron de acuerdo para rescatarlo y lo devolvieron a Grecia, despuĂ©s de darle la amistosa advertencia de que el sabio debe frecuentar a los tiranos lo menos posible o tratarlos del modo mĂĄs obsequioso posibleâ.
Veinte minas era un precio alto para un esclavo. Aunque PlatĂłn era hombre fuerte, no lo estaban ofertando para picar piedra en las canteras; quizĂĄs algĂșn pudiente lo habrĂa adquirido como preceptor de sus hijos. Se le puede imaginar en venta y encuerado en el mercado, y hubiese sido interesante que PlatĂłn pasara una temporada como esclavo. Sin embargo, bien estuvo que sus colegas lo rescataran.
Plutarco lo cuenta con mĂĄs encanto. En su versiĂłn, PlatĂłn sĂ fue vendido. Dionisio habrĂa pedido que lo mataran, pues pensaba que âcomo hombre justo que era, serĂa igualmente feliz aunque se convirtiera en esclavoâ. Pero PlatĂłn no era estoico, y el hombre que recibiĂł el encargo no lo matĂł sino que lo vendiĂł âdespuĂ©s de conducirlo a Egina, aprovechando que estaban los eginetas en guerra con los atenienses y que existĂa un decreto por el que cualquier ateniense apresado en Egina debĂa ser vendidoâ.
Me gusta mĂĄs la versiĂłn de DiĂłgenes Laercio, pues Ă©l cuenta que en Egina condenaron a PlatĂłn a muerte, âpero al comentar uno, si bien por bromas, que era un filĂłsofo el que habĂa desembarcado, lo indultaronâ y âdecidieron venderlo a la manera de los prisioneros de guerraâ. AnicĂ©rides de Cirene que âpor suerte se encontraba allĂâ, pagĂł las veinte minas de su rescate.
En Cirene habĂa una escuela filosĂłfica, pero ningĂșn discĂpulo o maestro o polĂtico o personaje de esa ciudad habrĂa de encontrar tanta celebridad como el que cuatrocientos años despuĂ©s tambiĂ©n âpor suerte se encontraba ahĂâ; no en Egina, sino en JerusalĂ©n.
Volviendo al asunto: no fue la democracia la que condenĂł a muerte a SĂłcrates; fue sentenciado por un jurado de 501 ciudadanos atenienses, cuando se hallaba instaurado un rĂ©gimen democrĂĄtico. Muchos mĂĄs morĂan y mueren sin juicio en las tiranĂas.
Son las democracias las que han promovido leyes para erradicar la pena de muerte. El prieto en el arroz son los Estados Unidos. Si el paĂs de las barras y las estrellas aboliese tal aberraciĂłn de sus leyes, ganarĂa cierto crĂ©dito cuando anda en plan de don Pomodoro reprobando los derechos humanos en otros paĂses. Ahora me acuerdo de otro refrĂĄn que dice: âJusticia, mas no por mi casaâ.
En lo que hoy no se distinguen democracias de tiranĂas es que ni en unas ni en otras podemos comprar un buen filĂłsofo en el mercado. ~
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.