Allá en los años noventa, yo aún veía la televisión. La noche llegaba y con ella el noticiero nocturno. Los avances noticiosos comenzaban al terminar el programa anterior. “Esta noche, en el noticiero… En su gira por Veracruz, el presidente Ernesto Zedillo aseguró que el gobierno seguirá tomando todas las medidas a su alcance, en el marco de la ley, para fortalecer el estado de derecho”.
Tras los comerciales y la introducción del noticiero, venían los titulares, incluyendo: “En su gira por Veracruz, el presidente Ernesto Zedillo aseguró que el gobierno seguirá tomando todas las medidas a su alcance, en el marco de la ley, para fortalecer el estado de derecho”.
Más tarde llegaba la hora de dar la noticia, así es que el presentador decía: “En su gira por Veracruz, el presidente Ernesto Zedillo aseguró que el gobierno seguirá tomando todas las medidas a su alcance, en el marco de la ley para fortalecer el estado de derecho”.
Allá en el puerto se encontraba un periodista con el que hacían la conexión en vivo o grabada. El reportero decía: “Efectivamente, estamos en la bella ciudad de Veracruz, donde hace unas horas, al inaugurar la Séptima Jornada Notarial Iberoamericana, el presidente Ernesto Zedillo Ponce de León aseguró que el gobierno seguirá tomando todas las medidas a su alcance, en el marco de la ley para fortalecer el estado de derecho”.
Y entonces nos ponían las imágenes del presidente, en un podio, tras algunos micrófonos: “Seguiremos tomando todas las medidas a nuestro alcance, en el marco de la ley, para fortalecer el estado de derecho”.
Siempre se decía que el tiempo de la televisión era valioso, pero se desperdiciaba de manera ostentosa. No sé si las cosas sigan siendo así. Hace más de veinte años que no me entero.
Asistí esta semana a una mesa de discusión en la que participaban siete ponentes. Se trataba de personas inteligentes y casi todas de buen hablar. Pero, luego de los aburridos currículos que salen sobrando, dado que el público está ahí porque conoce a los ponentes, cuando al fin el moderador suelta una pregunta a alguno de los participantes, a éste le ganan las ganas de ser cortés. “Antes que nada quiero agradecer a tal y tal por la invitación, es para mí un honor estar en este bello recinto con tanta historia y compartiendo esta mesa con personalidades como tal y tal, y mi amigo tal, y por supuesto agradezco al público su presencia en esta fecha tan importante, bla… Aclaro que yo no soy un especialista en el tema, pero acepté estar aquí porque… bla y no podía negarme a la invitación que tan amablemente…”.
Ante tales cortesías, cada uno de los otros seis sentirá el reto de la buena crianza y hará lo propio, alargándose aún más el proemio de quien dirija sus palabras a “todas y todos”.
Mi mente se fue a pensar en estas cosas por mor de una frase que leí en un libro. Es una historia sobre el modo en que la mafia se involucró en el mundo del boxeo. Cuando llega el momento de hablar del inicio de las transmisiones televisivas de las funciones de box, leemos: “Los televidentes se reunían frente a sus pantallas blanco y negro, cerveza en mano, y se entusiasmaban ante la imagen de dos hombres que peleaban para obtener el campeonato del mundo”. Cualquiera notará que la frase es tan obvia que resulta completamente inútil, tan inútil como el adverbio “completamente” que acabo de emplear.
En una historia sobre la llegada de las lámparas de gas, se lee que durante las noches “se volvía más agradable leer o jugar cartas… y quienes estuvieran cenando podían apreciar mejor el estado de la comida, les era más fácil sacar las espinas al pescado y apreciaban cuánta sal salía del salero”. No parece muy revelador, pero quizás un lector pasivo se sienta iluminado. Continúa el autor con una lista, entre la que incluye: “Si a alguien se le caía una aguja, podría encontrarla antes del amanecer”. Y lo que quizás atrae es la capacidad de enlistar obviedades. El autor emplea un párrafo para contarnos que antes de utilizarse el hielo, la carne y otros perecederos se echaban a perder muy pronto.
Es lástima que en español no hayamos adoptado la palabra “platitud”, que viene del francés y significa decir cosas planas, sosas, ya dichas muchas veces o sabidas desde siempre. Pero digamos que la adopto por el momento para decir que hay situaciones que invocan a pronunciar platitudes. Por ejemplo, si el tema a discutir es la libertad de expresión, podrán brotar algunos puntos interesantes, pero el camino estará plagado de “es un derecho fundamental del ser humano”, “es uno de los pilares de la democracia”, “no significa que uno tenga derecho a decir cualquier cosa”, “es condición esencial de las otras libertades”.
Desde los púlpitos se dispara una platitud detrás de otra, porque la bondad es un cliché. Dice el papa Francisco “que tratemos de no ser rígidos, sino tener miradas y enfoques misericordiosos y compasivos” o “para que la paz florezca, es necesario que todos los pueblos depongan las armas de guerra” y aunque las frases tienen un aire de verdad, son tan gaseosas que no pesan nada.
En el caso de los políticos, la metralla de platitudes es interminable. Son gajes del oficio. Siempre que alguien llega a la presidencia de cualquier país, tiene que hacer “un llamado a la unidad nacional”.
Es inevitable que hasta los discursos brillantes tengan su dosis de platitudes. La propia filosofía está llena de ellas. Sócrates pregunta obviedades para que le respondan obviedades y así poder concluir algo obvio, aunque al final del interrogatorio no se llegue a ninguna conclusión.
“Veamos, pues: ¿son infalibles los que gobiernan en cada Estado, o pueden equivocarse?”
“No cabe duda de que pueden equivocarse.”
“Por ende, cuando se abocan a implantar leyes, unas las implantan correctamente, otras incorrectamente.”
Las conversaciones entre amigos son un ramillete de lugares comunes, de ideas e historias que ya conocemos, y me sorprende que aun así estemos dispuestos a reunirnos a conversar; pero no sin alguna carnada, pues desde los viejos tiempos griegos, la médula no está en la conversación, sino en el vino y las viandas. ~
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.