Cuando en alguna reunión se ventila mi apoyo de palabra, obra y subvención para Ucrania, nunca falta el relativista moral que me censure por no mostrar el mismo interés ante tal o cual conflicto africano o de Oriente Medio. Ese relativista, por supuesto, no hace nada por nadie, pero se le llena la boca de supremacía ética cuando sugiere que quienes apoyamos a los ucranianos lo hacemos porque son güeritos. Magna tontería. La realidad es más lúcida: los ucranianos son mis prójimos. Por la parte que tengo de polaco, reconozco a los ucranianos como mis prójimos geográficos, políticos, culturales, históricos y emocionales.
En inglés se tiene la palabra neighbor o neighbour, y hay que decidir según el contexto si se está hablando del vecino o de ese ente al que debemos amar como a nosotros mismos, según palabras de los evangelios. Quién sabe qué palabra empleó Jesucristo en arameo; no tenemos el original sino la traducción al griego, que da la idea de cercanía. Y así fue la traducción al latín en la Vulgata: proximus, que pasó a ser prójimo por esa fonética que hoy empleamos para México, pues dice el Diccionario de Autoridades: “En este sentido se pronuncia la x como j.”
¿En qué sentido? Veamos la definición: “Usado como substantivo, y siempre en la terminación masculina, se toma por qualquiera criatura capaz de gozar de la Bienaventuranza: y así son próximos los Ángeles y todas las personas de este mundo, aunque sean Infieles; pero no son próximos los Demonios ni los condenados”.
Con el paso del tiempo, la palabra se diluyó hasta quedar con menos sabor que el agua destilada. El diccionario presente de la RAE la define así: “Individuo cualquiera”. Definición ideal para el relativista. “Persona respecto de otra, consideradas bajo el concepto de la solidaridad humana.” Si el prójimo fuera un “individuo cualquiera” no haría falta la palabra “prójimo”.
El origen del prójimo está en Lucas 10, en un pasaje que nunca se ha leído atendiendo a la lógica de las palabras, sino inventándose un mensaje fraterno que no está ahí; no diciendo lo que dijo Cristo, sino interpretando lo que seguramente quiso decir.
Un doctor de la ley pregunta “¿quién es mi prójimo?”. Y la respuesta del nazareno es la siguiente:
Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese.
La historia es hiperconocida. Jesús le pregunta al doctor de la ley: “¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”
La respuesta no se hizo esperar: “El que usó de misericordia con él”.
Así vemos que el sacerdote no fue su prójimo, tampoco el levita; ni siquiera el mesonero, y mucho menos los ladrones. El prójimo no es un individuo cualquiera. En esa parábola con varios personajes había un solo prójimo, y a ése había que amar; de ése había que tomar el ejemplo.
Por eso Jesús no anduvo resucitando a cualquier muerto, sino a Lázaro, su prójimo. Podemos leer en Juan 11: “Y amaba Jesús á Marta, y a su hermana, y a Lázaro”. Días después, delante del sepulcro: “Y lloró Jesús. Dijeron entonces los judíos: Miren cómo lo amaba”.
Lázaro sale envuelto en un sudario como pupa. La Biblia ya no nos cuenta más. Para eso hay que leer a Andreyev. Su segunda estancia en la vida no fue muy feliz. Nunca quiso contar lo que vio en esos tres días de muerto, y sus cercanos, sus prójimos, le fueron dando la espalda. “Nadie se ocupaba de Lázaro. Amigos y deudos, todos sin excepción, lo habían abandonado… Tan grande debía ser el frío de tres días en la tumba y tan profunda su tiniebla, que no había ya en la tierra calor ni luz bastantes a calentar a Lázaro y a iluminar las sombras de sus ojos”.
Lázaro ni siquiera se hizo cristiano. Ya anciano, visitó al emperador César Augusto. Lázaro había resucitado pero no había recuperado la vida; tampoco se fue a estrangular gente. Jesús se fue con su padre y ya no se acordó de él. César lo mandó cegar con un hierro candente, y lo mandó de vuelta a su tierra, donde murió miserablemente. Quizás Jesús no lo había vuelto al mundo por amor, sino para hacer una exhibición de sus poderes.
Aunque no hay mucha crónica evangélica sobre el dolor de María ante la crucifixión de su hijo, los versos la describen lacrimosa y dolentem. En la versión pictórica del stabat mater podemos verla acompañada por Juan. Sus lágrimas son por el hijo, no por los prójimos Dimas y Gestas.
En las escenas de crucifixión, Jesús suele estar rodeado por el público afligido, al tiempo que el par de ladrones mueven menos a compasión. Acaso es extraña la versión de Mantegna, en la que las mujeres parecen ser de la familia de Dimas.
El que sí tuvo muchos prójimos fue Barrabás.~
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.