A finales del año pasado apareció en Estados Unidos un estudio de Gallup sobre la confianza que inspiran varias profesiones entre la opinión pública. Los médicos siguen manteniendo un grado innegable de respeto, lo mismo que las enfermeras, los profesores universitarios y los sacerdotes. La historia es distinta para los periodistas y, sobre todo, los políticos. Los congresistas apenas rebasaron 10 por ciento de respuestas favorables. La conclusión, decía Paul Brandus en The Week, es que la gente ha perdido la capacidad de creer en la autoridad. “Estas profesiones son parte importante del tejido de la sociedad civil”, explica Brandus: “su desintegración pública representa un riesgo serio”.
El sondeo de Gallup me ha venido a la mente estos días con el culebrón de los perros asesinos de Iztapalapa. Primero, una aclaración pertinente: soy un entusiasta defensor de los perros y del lugar noble e indispensable que ocupan en nuestras vidas. Estoy convencido de que, a pesar de la milenaria historia de domesticación y convivencia que hay entre ambas especies, los seres humanos hemos tratado a los perros con una crueldad inusitada y absolutamente injusta. Pero mi devoción por los perros y su dulzura cotidiana no me alcanza para cerrar los ojos ante la evidencia. En el caso de Iztapalapa parece bastante claro que una jauría de animales probablemente salvajes y seguramente desesperados atacaron a al menos cuatro personas hasta provocarles la muerte. No encuentro razón alguna para descreer de la versión que ha difundido el forense. No estoy seguro de que los 25 perros atrapados en los últimos días sean los responsables, pero si los análisis así lo revelan, creeré la versión aunque a mi corazón “canófilo” le duela.
Otros amantes de los perros no comparten mi resignación. Al más puro estilo de los encuestados por Gallup han decidido no creer la versión de las autoridades. “Es una cortina de humo”; “nos están engañando”; “es una manipulación más”… todo esto y más he leído en los últimos días en las redes sociales. Me preocupa pero no me sorprende. Después de todo, en México somos expertos en sospechar de cualquier versión oficial, y mucho más si no encaja con nuestras filias o fobias. Es una pena: se podría hacer mucho más por los pobres animales —y por muchas otras víctimas y/o pendientes de nuestra sociedad— si dejáramos de gastar saliva en teorías de la conspiración y nos concentráramos en entender cómo es que algo así, una atrocidad de ese tamaño, pudo ocurrir en pleno 2013.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.