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“Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida”, escribió Gardel en “Volver”, el segundo tango más universal de todos los que existen (solo detrás de “Por una cabeza”, el preferido de Hollywood, como lo evidencian La lista de Schindler, Perfume de mujer y muchas otras películas; aunque “Volver” tiene su versión de lujo en la voz de Estrella Morente y el film homónimo de Almodóvar). ¿Quién no experimentó ese miedo alguna vez? De todas las formas en que el pasado puede volver, en la actualidad parece haber encontrado su camino predilecto: las redes sociales.
Desde hace varios años circula en internet una consigna: “Que Facebook no una lo que la vida separó”. Un reclamo saludable, porque la vida es sabia al momento de bifurcar caminos, y dos personas que durante una cierta época son muy compatibles —como pareja, amigos, socios o cualquier otro tipo de vínculo— pueden convertirse, con el paso de los años, en dos seres completamente ajenos, extraños. Y no es algo que esté bien o mal: todos cambiamos (y si alguien no cambia y es hoy la misma persona que era hace veinte años, vale sospechar que hay algo en ella que no está funcionando del todo bien).
Resulta llamativo, de hecho, el enorme entusiasmo que muchas personas sienten por las reuniones con sus excompañeros de clase. Supongo que la razón es la idea de que, al reencontrarse con ellos, reencontrarán también la alegría con la que recuerdan esa etapa terminada años o décadas atrás. Sin embargo, son citas que no pueden transcurrir más que entre la evocación de gracias caducas, relatos sobre la actualidad de cada uno que —como los sueños propios— poco y nada interesan a los demás, y la decepción de ver a aquellos chicos y chicas que fueron nuestros colegas de juergas y aventuras convertidos en personas mayores, casi todas abrumadas por una clase de preocupaciones que no tienen nada que ver con las nuestras…
Solo pensar en esa clase de encuentros me genera una sensación muy parecida al desconsuelo. Hace poco, en una charla con amigos, alguien que coincidía conmigo utilizó una expresión que me parece acertada: contra natura. Siento que esas reuniones son como ir en contra del orden de la naturaleza, como oponerse al segundo principio de la termodinámica, querer desandar un camino que no se puede desandar, porque la flecha del tiempo apunta siempre, para bien y para mal, hacia delante.
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Hay casos todavía peores. Personas que dejaron todo atrás para empezar de cero, literalmente, con otro nombre, con otra identidad. Para esas personas, el retorno del pasado representa una pesadilla: es algo que parece llegar de otra dimensión, como la flor de Coleridge, y genera un sismo, una grieta por la que asoman todos los fantasmas. Un pequeño ejemplo tomado de la ficción: en uno de los primeros capítulos de Mad Men: alguien, en un tren, reconoce a Don Draper y lo llama Dick. Draper responde: “No soy yo, me está confundiendo con otro”, pero en su expresión nos queda claro que algo anda mal. Es la cara de alguien que acaba de ver al pasado que vuelve a enfrentarse con su vida.
Esas personas hacen todo lo que está a su alcance para ocultar el pasado, guardarlo bajo siete llaves, enterrarlo lo más profundo que puedan cavar. Lo que desearían en realidad no es ocultar el pasado sino abolirlo, como quiso —según Borges— aquel emperador chino que ordenó construir la Muralla y destruir todos los libros anteriores a él. Mejor aún que abolirlo: desearían poder cambiarlo. Pero, como dicen que dijo el poeta Agatón de Atenas, “ni los dioses podrían cambiar el pasado”. Muchas naciones, sin embargo, pusieron todo su ahínco creyendo que lo podrían lograr. El ejemplo más mentado es el de la Unión Soviética, que recurrió a una suerte de rudimentario y artesanal Photoshop para borrar a Trotsky de las fotos de Stalin, y cuyo régimen inspiró el lema del partido gobernante en el 1984 de Orwell: “Quien controla el presente controla el pasado, y quien controla el pasado controla el futuro”. Desde luego, controlar no es lo mismo que modificar.
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Resulta llamativa, también, la existencia de personas que se jactan de no arrepentirse de nada. Como si fuesen Édith Piaf cantando “Non, je ne regrette nien”, esgrimen más o menos el siguiente argumento: “Cuando lo hice, estaba convencido de que eso era lo quería hacer, por lo cual ahora no tengo por qué arrepentirme”. A lo sumo lo harán en privado, pero nunca lo admitirán de manera pública, porque el arrepentimiento tiene mala prensa: significa reconocer errores y se percibe como una señal de debilidad. En un sentido, alguien que no se arrepiente de nada debería ser alguien sin miedo al pasado que vuelve.
En su De profundis, Oscar Wilde dice que “el pecador debe arrepentirse”. “De otro modo —añade— no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más aún. Es el modo en que uno altera su pasado”. Lo grafica con un ejemplo bíblico: “En el momento en que el hijo pródigo se hincó de rodillas y lloró, haber malgastado su hacienda con prostitutas, haber criado cerdos y haber pasado hambre para alimentarlos con algarrobas pasó a ser lo más bello y santo de su vida”. Y agrega: “A la mayoría de la gente le cuesta entenderlo. Casi diría que hay que haber estado en la cárcel para entenderlo. En tal caso, valdría la pena ir a la cárcel”. Wilde escribió el De profundis en la cárcel, desde luego.
Alterar el pasado, en el sentido en que lo dice Wilde, no es modificar lo que sucedió, por supuesto, sino modificar la mirada, la interpretación de lo que sucedió. Quizá sea eso lo único que importa. Es a lo que apuntaba Huxley al escribir que “la experiencia no es lo que le sucede a un hombre; es lo que un hombre hace con lo que le sucede”. También lo anotó Juan Forn: “Las cosas que nos pasan cobran sentido cuando las oímos contadas: recién ahí entendemos. Le decimos a alguien (o alguien nos dice a nosotros) qué nos pasó, y de pronto es eso lo que nos pasó”. Y también, más famosamente aunque después que ellos, García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino lo que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
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La Unión Soviética que había inspirado a Orwell acababa de derrumbarse cuando en 1992 la escritora Tatiana Tolstoi declaró que “en Rusia hasta el pasado es impredecible”. La frase es citada (como un “dicho ruso”) por V. M. Varga, el hermoso villano de la tercera temporada de la serie Fargo encarnado por David Thewlis. “Probablemente ese dicho lo inventó usted”, le responde la policía que lo interroga. “Puede ser”, admite Varga, “pero ¿quién de nosotros puede decir con seguridad qué ocurrió, qué ocurrió realmente, y qué es solo un rumor, una información errónea, una opinión?”.
En efecto, un estudio científico de 2014 llegó a la conclusión de que nuestra memoria “reescribe” el pasado, reinventa los recuerdos a partir de las nuevas experiencias para hacer que el presente sea más llevadero. Por eso, seguramente, nos da tanto miedo el encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con nuestras vidas: porque a menudo nos viene a decir que las cosas no fueron cómo las recordamos, sino un poquito (o bastante) peores. Si acaso es posible extraer alguna enseñanza de todo esto, yo recomendaría: desconfiá de la gente que está convencida de que todo tiempo pasado fue mejor, procurá que Facebook no junte lo que la vida separó y, si un día te das cuenta de que tus excompañeros de la secundaria te incluyeron en su grupo de whatsapp, silencialo de inmediato y salí de ahí en cuanto tengas la oportunidad.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.