Las relaciones exteriores están buenamente reguladas por la Convención de Viena. Esta le otorga inmunidad a quien haya sido designado y aceptado como embajador en el país que lo reciba. Por eso algunos gobiernos han protegido a sus tunantes designándolos embajadores o cónsules cuando están en riesgo de que se les inicie un proceso judicial.
La inmunidad no es a prueba de balas; puede perderse si el país anfitrión declara al funcionario persona non grata. Así le ocurrió a un diplomático mexicano en Rusia, cuando encontraron que usaba la valija diplomática para sacar piezas religiosas de gran valor. En estos casos, antes que un arresto, suele ocurrir que el embajador vuelve a casa.
En la era de Luis Echeverría, México expulsó a varios diplomáticos soviéticos porque reclutaban a jóvenes que enviaban a entrenar a Corea del Norte, para que luego se enrolaran en las guerrillas del país.
Entre los más notables diplomáticos de vida disipada estuvo el dominicano Porfirio Rubirosa. Era tremendo mujeriego o gigoló o playboy, pero muy lejos de lo que ahora se considera un acosador. Todo lo contrario, a él lo acosaban las mujeres. Baste decir que, durante su estancia en Francia, a los enormes molinillos de pimienta se les llamaba Rubirosas. Vargas Llosa escribe en La fiesta del Chivo: “…las actrices de Hollywood a las que Porfirio Rubirosa se tiraba gratis (cuando no se hacía pagar por ellas)”.
Es muy antigua la primera historia que tenemos sobre sanciones a embajadores por razones de acoso sexual, y el castigo fue más severo que una etiqueta de persona non grata. La historia es tan antigua, que la cuenta el primer historiador.
Hace veinticinco siglos, cuando los persas regenteaban el imperio más poderoso, enviaron siete embajadores a Macedonia para exigirles que se sometieran. Amintas, el rey macedonio, aceptó el yugo y ofreció a los visitantes “su hospitalidad, mandando preparar un suntuoso banquete y dispensando a los persas una cordial acogida”.
Los embajadores solicitaron que los macedonios incluyeran en el banquete a sus concubinas, así como a sus legítimas esposas. Heródoto nos cuenta que: “Bien a su pesar, Amintas les mandó, pues, que se sentaran junto a ellos; y, apenas las mujeres hubieron obedecido, los persas, como estaban borrachos perdidos, empezaron a toquetearles los pechos y hasta es posible que alguno intentara besarlas”.
Amintas se sintió muy ofendido, pero más era el temor que sentía. Su valiente hijo, el príncipe Alejandro, lo mandó a dormir; entonces dijo a los huéspedes:
“Amigos, las mujeres aquí presentes están a vuestra entera disposición, tanto si quieren hacer el amor con todas o solo con un determinado número de ellas… pero permitan que ahora se vayan a dar un baño, y a su regreso podrán hacerse cargo de ellas”.
Las mujeres se retiran. Alejandro disfraza a un grupo de hombres con vestidos femeninos y los arma con cuchillos. La historia continúa así: “Alejandro hizo que, al lado de cada persa, se sentara un macedonio disfrazado de mujer; y, cuando los persas trataron de meterles mano, los macedonios acabaron con ellos”.
Una forma contundente de no otorgar el beneplácito.
El asunto se arregló cuando el “canciller” persa casó a su hijo con la hija de Amintas. La diplomacia es el arte de hacer las paces.
Cuando el rey persa envió embajadores a Atenas y a Esparta con la misma consigna de solicitarles sumisión, los atenienses arrojaron a los suyos al báratro, un foso profundo de una antigua cantera; y los espartanos, por no quedarse atrás, también echaron a los otros a un pozo. Luego, arrepentidos y temerosos por ira del rey y los dioses, los espartanos solicitaron dos voluntarios para que fueran a Persia y allá los ejecutaran en represalia.
Se apuntaron Espertias y Bulis, dos muchachos de “noble familia y preeminente posición económica”. Al presentarse ante el monarca, dijeron: “Rey de los medos, los lacedemonios nos han enviado en lugar de los heraldos asesinados en Esparta, para expiar su muerte”. Pero el rey les perdonó la vida, diciendo que “no iba a imitar a los lacedemonios”, que no cometería el mismo crimen que ellos.
Otra lección de diplomacia.
Jules Cambon comienza su libro Le diplomat así: “Yo no conozco oficio más diverso que el de diplomático”. Entraña reglas precisas, tradiciones, perseverancia para librar con éxito circunstancias en las que también interviene el azar, la disciplina, el carácter firme, el espíritu independiente. En el apartado de los protocolos, menciona que, aunque parezcan anticuados y puntillosos, ocurre que “los diplomáticos representan algo más elevado que ellos mismos”. Esto ha de comprenderlo bien cualquier empleado del servicio exterior. Es en el protocolo donde cometen la mayoría de los errores aquellos embajadores que no son de carrera. No bastan las buenas intenciones ni la buena cuna, pues no es lo mismo la cortesía que el protocolo.
En fin, la diplomacia es una ciencia de forma y fondo, donde muchas veces la mejor forma es el silencio. Es la tradición de albañilería que sostiene el entendimiento, amistad, paz y comercio entre las naciones. Es la que remienda lo que rasgan los ofuscados. México ha tenido un servicio exterior muy competente y dedicado que lo ha hecho ganarse el respeto del mundo por encima de sus fuerzas políticas y económicas. Muy flaco favor se le hace al país y a la profesional diplomacia mexicana si las relaciones externas se vician con dimes y diretes.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.