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Hace un siglo abría sus puertas una pequeña librería ubicada en el número 8 de la calle Dupuytren, en París. “Desde hacía largo tiempo tenía en la cabeza la idea de montar una librería, deseo que se había convertido en una obsesión”, escribiría en sus memorias la mujer que estaba detrás de aquel proyecto y que en aquel entonces tenía 32 años. Su nombre era Sylvia Beach. “En lugar de fijar una fecha para la apertura de mi librería, decidí simplemente abrirla tan pronto como estuviese a punto. Finalmente, llegó un día en que todos los libros que fui capaz de conseguir estuvieron en sus estantes y que se pudo caminar por toda la tienda sin tropezarse con escaleras ni botes de pintura. Shakespeare and Company abrió sus puertas. La fecha fue el 19 de noviembre de 1919”.
Poco después, la librería se mudó al 12 de la calle del Odéon, a unos cien metros de su enclave original, y se convirtió en un enclave mítico para la literatura del siglo XX. Como ya hemos contado por aquí, cerró en 1941 pero un par de décadas más tarde reencarnó en otra librería, la Shakespeare and Company actual, ubicada en el 37 de la rue de la Bûcherie, frente al Sena y a la catedral de Notre Dame.
Entre las muchas particularidades de la librería se encuentra el hecho de dar alojamiento a escritores y artistas que no tienen un sitio mejor donde pasar la noche. El periodista canadiense Jeremy Mercer llegó a París a finales de 1999 sin conocer la librería y terminó viviendo en ella unos cuantos meses. Su paso por allí fue clave para que el entonces propietario del negocio, George Whitman, se reencontrase con su hija, que es la dueña de la librería en la actualidad. Era una misión inscripta, si no en su sangre, al menos sí en su carnet de identidad: sus padres la llamaron Sylvia Beach Whitman.
Mercer contó su experiencia en un libro de 2005 titulado Time Was Soft There (“El tiempo era blando allí”), publicado en castellano con un título mucho más elocuente –y más lindo–: La librería más famosa del mundo. Es un relato lleno de cariño, que recuerda la famosa cita de Hemingway: “Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas adonde vayas, todo el resto de tu vida…” Relata Mercer que, tras vivir varios meses en la librería, cuando llegaron la primavera y, con ella, los turistas, no pudo evitar cierto malestar: “Shakespeare and Company estaba en todas las guías de viaje y la tienda se abarrotaba de turistas que apenas estaban treinta segundos en la librería para tacharla de su lista de lugares emblemáticos”.
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Se han descrito varios trastornos que pueden afectar a la gente que viaja. Uno de los más conocidos es el síndrome de Stendhal, también llamado síndrome de Florencia o estrés del viajero. Consiste en sufrir un aumento del ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor, palpitaciones, depresiones e incluso alucinaciones debido a la contemplación de obras de artes que a la persona le resultan demasiado bellas, o también a escenarios históricos muy importantes.
Fue el propio Stendhal quien, tras visitar la basílica de la Santa Cruz, en Florencia, en 1817, escribió: “Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”.
La cara opuesta de la moneda podría ser el síndrome de París: el desengaño que sufren muchos viajeros cuando llegan a un lugar que tienen demasiado idealizado por las referencias previas. Se llama así porque ocurre con cierta frecuencia en la capital francesa y sobre todo a turistas japoneses, que al parecer llegan convencidos de que en la Ciudad Luz todo es pintoresco y encantador como en Amélie y Medianoche en París y Antes del atardecer, y se frustran al darse de bruces con la agitación, el ruido y el estrés que campean allí como en cualquier otra gran ciudad.
Se me ocurre otro trastorno. A falta de un nombre mejor, lo llamaré síndrome de lo que hay que hacer. Tal vez alguien lo haya definido ya: el afán de muchos viajeros por cumplir, en cada lugar que visitan, con los mandatos de las guías de turismo. Eso que irritaba a Mercer, la gente que pasaba medio minuto por Shakespeare and Company para tacharla de su lista y salir corriendo en busca del siguiente objetivo. El estrés por hacer todo lo que hay que hacer puede ser muy superior al disfrute de hacerlo.
Porque además lo que se experimenta de esa manera suele no valorarse. La razón es que no hay un deseo auténtico en esas visitas. A esas personas no les interesa conocer Shakespeare and Company: lo que quieren es cumplir con el mandato turístico, sacarse selfies y publicar historias en Instagram, poder contar que han estado ahí. El síndrome de lo que hay que hacer es –para quienes pueden viajar– una de las grandes tentaciones de nuestro tiempo.
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Los lugares que son emblemáticos para los turistas son los que tienen lo que el paisajista estadounidense Dean MacCannell denominó marcadores. “MacCannell ha diseccionado las estructuras del turismo –explica Jorge Carrión en su ensayo Librerías, de 2013–, estableciendo un esquema básico: la relación del turista con la vista a través del marcador. Es decir: el visitante, la atracción y aquello que la señala como tal. Lo decisivo es el marcador, que indica o crea el valor, la importancia, el interés del lugar y lo convierte en potencialmente turístico”.
Lo que sucede es que esos marcadores modifican el sitio en cuestión, lo hacen otro. Imaginemos esta situación: un lector quiere conocer el bar donde su autor favorito escribió su primera novela. Según cuenta el autor en sus memorias, iba a escribir ahí porque era un lugar humilde donde servían el café barato. Cuando el lector llega, se encuentra con un cartel que dice: “Aquí el escritor Fulano escribió tal novela”, y el local es una confitería que se llama igual pero ahora es de lujo y el lector viajero no se puede permitir allí ni un vaso de agua.
Por eso, cuando puedo viajar, trato de poner en práctica dos ejercicios. El primero es evitar el síndrome de lo que hay que hacer. Visito los lugares que realmente deseo conocer, no porque figuren en las guías sino porque tienen, o creo que pueden tener, algún tipo de relevancia para mí. Les dedico tiempo, sin estrés por tachar nada de ninguna lista. Si voy a Shakespeare and Company saco fotos, por supuesto, pero también trato de empaparme por completo de la experiencia, de que esa experiencia me transforme. Salir siendo, de algún modo, otra persona.
El segundo ejercicio es darme tiempo para vagabundear por ahí, sin rumbo fijo, dispuesto a dejarme sorprender por lo que se cruce en mi camino: gente, lugares, acontecimientos. Me parece la mejor forma de conocer una ciudad y sus rincones verdaderamente emblemáticos, es decir, los que tendrán sus marcadores y poblarán las guías turísticas cuando se sepa lo que sucede en ellos en nuestros días. Los bares humildes y baratos que ofrecen un lugar limpio y bien iluminado a los autores por ahora desconocidos. O las librerías pequeñitas, carentes de todo glamur, a menudo abiertas tan pronto como fue posible, cuando todos los libros estuvieron en sus estantes y por fin se pudo caminar por toda la tienda sin tropezarse con escaleras ni botes de pintura. Es en esos resquicios donde se traman las historias del futuro.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.