La historia de amor del Real Madrid con la Champions League es tan vieja como la propia competición, fundada en la práctica por Raimundo Saporta, directivo blanco, allá por 1955. Como toda historia de amor, ha tenido sus altos y sus bajos, sus acercamientos y sus distancias… además de sonoras infidelidades con amigos y enemigos. Ahora bien, tal vez nunca se haya visto un reto tan decidido como el que el Real Madrid le ha soltado este año a su amante. Una especie de “si quieres que sigamos juntos, me tendrás que aceptar como soy, con todos mis defectos”. Una prueba de fe.
En los últimos tres años, el Madrid ha ido presentándose a la competición con equipos menguantes. No se ha notado en los resultados y apenas en el campo. Durante este período, el equipo entrenado por Zidane ha ganado en París, en Munich (dos veces), en Turín, en Nápoles y en Roma… Sus derrotas pueden contarse con los dedos de una mano, incluso cuando su juego no ha sido del todo brillante. Después de cargarse a buena parte de la clase media, incluso alta, que poblaba su banquillo, el Madrid ha decidido ir aún más allá: no solo ha tenido que encajar la marcha de su entrenador fetiche sino que afronta el asalto a la cuarta Champions consecutiva sin su gran estrella, Cristiano Ronaldo.
Cuando hablamos de Cristiano, y a pesar de sus 33 años, no hablamos de un jugador cualquiera. No, desde luego, en esta competición. El portugués ha anotado 43 goles en los últimos tres torneos. Es una barbaridad sin igual en la historia. Incluso cuando su rendimiento fuera del área ya presentaba un claro declive, seguía siendo el mejor del mundo cuando el balón se acercaba a la portería. Pues bien, el Madrid ha elegido un camino por el que no solo su máxima estrella ya no tira del carro sino que de paso ha reforzado a uno de sus máximos rivales, la Juventus de Turín.
Quien dice que la falta de Cristiano apenas se está notando porque el Madrid sigue ganando a los Getafe, Leganés y Girona de turno, no sabe lo que son los octavos, los cuartos o las semifinales de la competición de clubes más exigente del mundo. Es cierto que la aparición de Bale en la final de 2018 o la de Benzema en las semifinales de 2017 pueden considerarse un buen presagio, pero ninguno de los dos ha liderado jamás un equipo de élite. Y menos aún lo ha hecho Asensio, un jugador descomunal pero con tendencia a la dispersión. Queda, por tanto, el equipo en manos de su medio del campo: Casemiro, Modric, Kroos e Isco. Estos cuatro jugadores serán los que determinen si la hazaña es posible o no. Si con esta plantilla el Madrid vuelve a ganar el trofeo, bien harían los demás equipos en dejar de intentarlo.
No seré yo quien diga que eso no va a suceder porque el amor supera todo obstáculo, pero es bueno que tengamos en mente la oposición a la que se enfrentan los vigentes campeones. De entrada, hablemos precisamente de la Juventus. El equipo italiano gusta de lucir un perfil bajo pero nadie puede obviar que ha sido dos veces finalista en las últimas cuatro temporadas y que ha cambiado a Higuaín por Cristiano, que no parece cualquier cambio. Hay que esperar de ellos el típico juego juventino de presión, pocos riesgos, contraataque y competitividad. La proeza del año pasado, cuando consiguieron remontar un 0-3 en el mismísimo Bernabéu, no debe quedar en el olvido.
Junto a la Juventus merece estar el Atlético de Madrid, también dos veces finalista en un período de cinco años y al que solo el Real Madrid ha podido eliminar en fases finales. Después de su fracaso en Champions del año pasado –y su posterior triunfo en la Europa League– los de Simeone parecen estar ante una oportunidad histórica y toda la planificación apunta directamente al reto de la orejona, quedando la liga en un segundo plano.
En un tercer escalón, encontramos a cinco equipos: el Barcelona, como campeón de 2009, 2011 y 2015 y, sobre todo, como equipo de Leo Messi. El problema del Barça es de cabeza, no de fútbol. De otra manera, no se explica que sus últimos resultados fuera de casa en eliminatorias de Champions hayan sido: 3-0 en Roma, 1-1 en Londres, 3-0 en Turín, 4-0 en París y 2-0 en el antiguo Vicente Calderón. Sea por lo que sea, donde el Madrid crece, el Barcelona se arruga. Basta con que le quites su público y su campo para que aparezcan las inseguridades. ¿Puede la presencia de Coutinho y la supuesta consagración de Dembélé cambiar la dinámica? Sí, porque son dos enormes jugadores, pero la marcha de Iniesta, como en su momento la de Xavi, puede acabar resultando devastadora.
Junto al Barcelona aparece el Liverpool, en su condición de finalista y tras varios años de proyecto Klopp; el Bayern de Munich, que rara vez se pierde estas celebraciones aunque todo apunta a que los tiempos de Ribery-Robben-Lewandowski ya han quedado atrás; y a los dos multimillonarios: el Manchester City de Guardiola y el París Saint-Germain del revolucionario Tuchel. A su favor: unas plantillas de ensueño. En su contra: siempre les pasa algo, siempre hay un infortunio, una lesión o un arbitraje que les deja fuera en el momento clave. Dudar de un equipo que puede juntar a Kevin De Bruyne con Ryad Mahrez, David Silva, Sergio Agüero o Gabriel Jesús es mucho dudar. Del mismo modo, desconfiar de una plantilla con Neymar, Cavani y Mbappé en su delantera es mucho pecar de desconfiado.
En resumen, en un año donde no ha habido grandes movimientos en el mercado, el único equipo que no se ha molestado siquiera en mantener el nivel de su plantilla ha sido el campeón. Luego puede que llegue Mariano y los meta de tres en tres en los campos más difíciles del mundo, pero digamos que no es demasiado probable. La competición se presenta, por lo tanto, más abierta que nunca. Serán nueve meses de lucha sin cuartel entre los mejores jugadores del planeta. A los ya mencionados añadan a Icardi (Inter), a Kane (Tottenham), a Mertens (Nápoles) o a Alexis, Lukaku y Pogba (Manchester United). Si estuvieran Hazard y su Chelsea, ya no faltaría nadie.
(Madrid, 1977) es escritor y licenciado en filosofía. Autor de varios libros sobre deporte, lleva años colaborando en diversos medios culturales intentando darle al juego una dimensión narrativa que vaya más allá del exabrupto apasionado.