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El limonero real, publicada en 1974, es una de las novelas centrales en la obra del escritor argentino Juan José Saer. En ella, el autor tensa hasta sus límites la cuerda de su estilo: poético, circular —o, mejor, en espiral—, tejido con frases largas cuya musicalidad construye una armonía sin fisuras, reiterativo, como si se planteara el desafío de construir un texto sobre la base de la acumulación, una acumulación que llega al borde del vaso pero no vuelca ni una sola agota, no es excesiva, no satura.
La novela se abre y se cierra y se estructura sobre una frase: “Amanece y ya está con los ojos abiertos”. Las acciones que narra a lo largo de sus casi trescientas páginas son mínimas: algunos habitantes de una islita perdida del río Paraná, en Argentina, se reúnen para celebrar el fin de año. Asan un cordero, lo comen, bailan. A Wenceslao, el protagonista central del relato, lo acosa la muerte de su hijo, ocurrida seis años antes, y la ausencia de su mujer, incapaz de salir del luto que la embarga desde entonces. Eso es todo.
Dice la solapa de la edición que tengo en mis manos (Planeta, Barcelona, 1974) que “lo temático como protagonista da paso a la aventura del lenguaje”. Dice el narrador a poco de iniciada la novela:
“Cuando la fuerza de su pensamiento era demasiado violenta, el Ladeado recurría a la palabra para disminuir la presión: pensaba en voz alta y el pensamiento, aunque no dejaba de estar presente, se hacía invisible, oculto por la palabra que al mismo tiempo delataba su presencia, como esos vidrios tan limpios que no se hacen visibles más que por el reflejo de la luz sobre ellos”.
Por momentos da la sensación de que la escritura de Saer es eso mismo: luz que brilla sobre un pensamiento tan fuerte que necesita ser puesto en palabras.
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Cuentan que Saer tardó nueve años en escribir esta novela. Y como la trama es muy simple, casi inocua, protagonizada por personas comunes y desarrollada a lo largo de un día completo, desde que “amanece y ya está con los ojos abiertos” hasta que anochece y se va a dormir, sobre la base de un lenguaje puesto en primer plano y que por momentos se hace experimental, como en la página que se reproduce aquí al lado, hubo quienes compararon esta obra con el Ulises, de Joyce.
Resulta difícil imaginar una versión cinematográfica del Ulises. O de Rayuela, de Cortázar, o de La vida instrucciones de uso, de Perec, o de la mayoría de las novelas donde la acción narrada es mucho menos importante que los juegos con el lenguaje y las estructuras. El limonero real pertenecía, creía yo, a ese conjunto de novelas muy difíciles o casi imposibles de llevar a la pantalla grande. Por eso me sorprendí tanto cuando supe que alguien acometió esa tarea.
Ese alguien fue Gustavo Fontán, un cineasta argentino que leyó a Saer por primera vez a los veintipocos años. Dos novelas: Nadie nada nunca y El limonero real. “Devoré esos libros sin entenderlos bien —dijo en una entrevista reciente—. Con los años, tomé conciencia de que Saer se hace cargo de la pregunta ‘qué es narrar’ y plantea un encuentro entre narrativa y poesía que me deslumbró. Luego estudié cine, quise hacer películas según lo que te enseñan, sentí que eso no me funcionaba y empecé a pensar en Saer y en que uno debe preguntarse constantemente ‘qué es narrar’”.
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La web de la película pone énfasis en una cita de Saer, tomada de un artículo titulado “Razones”, de 1984:
“El mundo es difícil de percibir. La percepción es difícil de comunicar. Lo subjetivo es inverificable. La descripción es imposible. Experiencia y memoria son inseparables. Escribir es sondear y reunir briznas o astillas de experiencia y de memoria para armar una imagen determinada, del mismo modo que con pedacitos de hilos de diferentes colores, combinados con paciencia, se puede bordar un dibujo sobre una tela blanca.”
Ese párrafo de alguna manera resume la poética de Juan José Saer. En el mismo texto —escrito como respuesta a las preguntas de una entrevista que, por escrito, le hizo llegar la profesora María Teresa Gramuglio— el escritor citaba a Kierkegaard para referirse a la diferencia entre acordarse y recordar. Mientras la primera es una acción simple (“nos acordamos de que tenemos una cita mañana, de que el año pasado estuvimos en el campo”), la segunda “consiste en revivir lo vivido con la fuerza de una visión”. Y Saer afirma que su esfuerzo se propone agotar esas “imágenes complejas del recuerdo” a través de la escritura.
“Tal vez (es una simple suposición) mi insistencia en los detalles proviene de un sentimiento de irrealidad o de vértigo ante el espesor infinito de esas imágenes. Más que con el realismo de la fotografía, creo que el procedimiento se emparienta con el de ciertos pintores que emplean capas sucesivas de pintura de diferente densidad para obtener una superficie rugosa, como si le tuviesen miedo a la extrema delgadez de la superficie plana.”
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Gustavo Fontán sale airoso en su proyecto de llevar El limonero real al cine porque, a su manera, cumple con ese precepto. La película adquiere la densidad necesaria a través del uso de la luz y de la sombra, del fuera de campo, de las metonimias en forma de planos detalle, de los múltiples planos sonoros, de las imágenes fuera de foco que dominan la pantalla y apenas permiten entrever lo que sucede detrás de ellas, lo que vendría a ser la acción principal. Así es como escapa a “la extrema delgadez de la superficie plana” y logra las texturas más apropiadas, una superficie rugosa, su respuesta al interrogante de cómo llevar al cine una novela como esta.
Es también una manera de hacerse cargo de la pregunta: ¿qué es narrar? Y del desafío que implica contar una historia en la que no pasa casi nada. Es entonces cuando la aventura del lenguaje —literario, cinematográfico, el que corresponda— asume el rol protagónico. Por supuesto, si alguien llega a la película en busca de acciones o conflictos que exijan una resolución, se aburrirá mucho. De lo que se trata es de encontrar belleza en una historia mínima, como se la encuentra en una islita perdida del río Paraná o en un dibujo sobre una tela blanca hecho con pedacitos de hilos de diferentes colores que alguien ha combinado con paciencia.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.