Cuando tenía dieciséis años vino a mi instituto un grupo de trabajadores sociales para dar una charla sobre las consecuencias del consumo de pornografía en internet. Con un proyector mostraron sobre la pantalla del salón de actos la imagen de una mujer rubia vestida con lencería. Su mirada era sugerente y sus manos estaban atadas con una de esas esposas rosas horteras que se pueden comprar en las tiendas de juguetes eróticos. Pasaron a contarnos su trágica historia: en realidad ella nunca había querido hacer porno, había sido víctima de trata de personas y obligada a grabar escenas hasta que fue liberada por la policía. Tras esto nos hicieron la pregunta capciosa de si veíamos porno, tal vez sabedores de que ante lo que nos acababan de contar nadie iba a suicidarse socialmente ni mucho menos a tratar de debatir con ellos con la capacidad argumentativa del adolescente promedio.
En el fondo no se trataba de una actividad únicamente para educarnos, sino también para hacernos sentir culpables en el proceso. Por aquella misma época también teníamos charlas sobre el peligro de tomar drogas, pero en ellas nunca se nos insinuó que consumiendo marihuana, heroína o cocaína podíamos poner en peligro la salud pública o fomentar la gran cantidad de muertes violentas y otros crímenes asociados con el narcotráfico.
Esta historia ocurrió hace ya casi veinte años, y ahora como entonces los casos de explotación de personas mayores de edad relacionados directamente con la pornografía son anecdóticos. Sin embargo, las instituciones públicas siguen haciendo uso de este tipo de ejemplos para alejar (es verdad que comprensiblemente) a los menores de la pornografía como fuente de educación sexual. La principal diferencia es que en la actualidad el tono de esos mensajes es todavía más extremo.
En mi comunidad autónoma, Canarias, se puede encontrar una versión reciente del caso anterior, aunque podrían citarse otros muchos en toda España. Con motivo del Día internacional contra la trata con fines de explotación sexual, el Instituto de Igualdad del archipiélago lanzó una campaña publicitaria dirigida a los menores y adolescentes bajo el título “El porno mata”, equiparándolo así con el tabaco. La idea central de la campaña es que “el porno es explotación sexual”. La cuña de vídeo principal acaba pidiendo a los jóvenes, nuevamente, que no sean cómplices de ella mediante el consumo de pornografía. Naturalmente en los cuarenta segundos de anuncio no había tiempo de explicar las diferencias entre pornografía legal e ilegal (la que implica a menores o la que no es consentida), que hay pornografía y pornografías (la que a cada uno le atrae), de qué manera directa el consumo de pornografía perjudica gravemente la salud de los adolescentes o la relación de ideas dispares dentro de un mismo mensaje global.
También este mismo año el afán por proteger a la juventud de la pornografía en la red llevó al gobierno central a lanzar mediante una aplicación la Cartera Digital para corroborar la edad de las personas para acceder a esos contenidos, y que si no fuera por el alcance limitado de la medida dejaría en segundo orden de importancia el derecho a la privacidad de los adultos.
Soy pesimista, sin embargo, en cuanto al gran potencial de futuras campañas institucionales para hacer sentir más culpable a la juventud bajo el pretexto de protegerla de los peligros de la pornografía, reales o exagerados. A fin de cuentas, los jóvenes son el seguro de prosperidad de una sociedad y, en un futuro donde cada vez habrá menos jóvenes, no es descabellado pensar que será mayor la presión sobre ellos para que se comporten de manera ejemplar en todos los sentidos (otra cosa es que ellos sigan haciendo lo que les dé la gana).
La nuestra no sería la primera civilización que, ante un declive poblacional y sus consecuencias, siente fobia real o infundada de pervertir a su juventud, desviando así a la sociedad de un supuesto camino hacia su recuperación. Mucho se ha escrito, por ejemplo, de las motivaciones políticas y filosóficas del juicio contra Sócrates, a quien se acusó de no reconocer a los dioses de Atenas y de corromper a la juventud, pero mucho menos del contexto demográfico catastrófico en el que este se produjo, tras una guerra de décadas y una epidemia que devastaron a la población. Corromper a la poca gente joven que quedaba en aquel periodo significaba principalmente cuestionarse el mundo más allá de los dioses locales, y en una sociedad de pensamiento mitológico, perder el favor de los dioses significaba la perdición de la ciudad.
En la actualidad, con la aparición de movimientos pronatalistas cuasimesiánicos y los gobiernos de todo el espectro político improvisando medidas de efectividad dudosa para fomentar la natalidad, en algún punto parece como si el gran pecado de la pornografía no fuera su supuesta inmoralidad, sino su característica de satisfacer deseos individuales por encima de lo que se considera una necesidad colectiva.
Naturalmente el mensaje destinado a las generaciones de jóvenes que deben hacer frente al descenso demográfico o la crisis climática (con sus inherentes problemas económicos y políticos) es más sencillo. Les pediremos más vehementemente lo que ya les pedimos: que no perjudiquen su salud, que sean siempre sexualmente responsables o ecológicamente concienciados. En realidad, todas son peticiones sensatas, pero lo que da rabia es ver a parte de las generaciones mayores educar a las más jóvenes, incluso mediante la manipulación y la culpa si es necesario, en un virtuosismo que jamás existió. Fue el jurista y político inglés del siglo XVII, John Seldon, quien en su ensayo póstumo Table-Talk escribió: “los predicadores dicen haz lo que digo, no lo que hago”.
Daniel Delisau es periodista.