Una noche cualquiera, Jennifer Brea se quedó postrada en su cama sin poder si quiera escribir su propio nombre. Tenía 28 años y hasta entonces había llevado una vida sana: estudiaba un doctorado en Harvard, estaba comprometida para casarse, subía montañas. Pero a partir de ese episodio empezó a experimentar síntomas extraños: dolor crónico, mareos, insomnio, agotamiento, altísimas fiebres y pérdida de memoria. Cuando decidió visitar el médico, éste le dijo que el problema estaba en su cabeza: le diagnosticaron trastorno de conversión, mejor conocido como histeria, una supuesta enfermedad mental propia de las mujeres causada por un trauma olvidado que se manifiesta de forma física.
Cuando empezó a investigar, prisionera en su propia cama e incapaz de seguir con su vida, descubrió a muchas personas que sufrían los mismos síntomas. Fue entonces que decidió grabar, con su celular, una película casera sobre su enfermedad (Unrest, 2017), echando mano también de testimonios de otras personas que había conocido en línea durante esos meses. La causa de sus males, para entonces, se perfilaba con mayor claridad: padecía encefalomielitis miálgica o síndrome de fatiga crónica. Conocida por por sus siglas conjuntas SFC/EM, se trata de una compleja enfermedad crónica y multisistémica (neuro-endocrino-inmunológica, hasta donde se sabe) que padecen entre 15 y 30 millones de personas en el mundo, 75% de las cuales están incapacitadas a tal punto que no pueden siquiera trabajar tiempo parcial.
Según María Richardson, que también padece SFC/EM y se ha involucrado en los esfuerzos por visibilizar su condición, el problema es que es una enfermedad compleja y se han dedicado pocos fondos para investigarla. “En Estados Unidos”, dice en una nota que Richardson escribió al respecto para Vice, “se dedica más dinero anualmente a investigar la calvicie masculina que a apoyar estudios de SFC/EM”. No es ninguna sorpresa que la mayoría de los pacientes sean mujeres, como sucede a menudo con enfermedades autoinmunes.
El caso de Brea, lamentablemente, no es excepcional. En su charla TED, ella misma menciona que el lupus, la esclerosis múltiple y la epilepsia fueron enfermedades clasificadas como “histeria” antes de establecerse oficialmente, es decir, antes de ser diagnosticables y tratables. En el nombre del trastorno de conversión, el nombre elegante de la histeria, no sólo se ha desacreditado el malestar físico de miles de mujeres a lo largo de la historia y se han descartado enfermedades complejas o desconocidas que afligen especialmente a las mujeres. También se han perdido vidas.
De hecho, en términos más amplios, el dolor físico que las mujeres experimentamos tiene una larga historia de invisibilidad, debido a la complejidad de una anatomía poco estudiada, por un lado, y por el otro como resultado de prejuicios sociales que se han colado hasta la medicina. ¿Qué hay al fondo en esta constante descalificación del dolor de las mujeres? ¿Prejuicios de género, falta de investigación de males “femeninos”, diferencias culturales en las maneras de percibir y reportar el dolor? Imposible saber con exactitud, pero lo cierto es que el sufrimiento de hombres y mujeres no se mide con la misma vara.
Las cifras lo comprueban. Según un estudio de la Universidad de Pensilvania, a las mujeres que ingresan al área de emergencias de un hospital reportando dolores agudos se les administra más difícilmente analgésicos opioides. En 2014, otro estudio de una investigadora sueca relevó que las mujeres son atendidas con menos prontitud que los hombres en la misma situación (es decir, tienen que esperar periodos más largos de tiempo y, una vez atendidas, sus dolencias son clasificadas como no urgentes en más ocasiones).
Un reporte de la organización End Women’s Pain revela que, ante un cuadro de dolor crónico, las mujeres son referidas a un especialista psiquiátrico con mucha mayor frecuencia que los hombres, que normalmente son sometidos a una amplia batería de análisis para descartar males orgánicos antes de ser diagnosticados con algún desorden mental.
Condiciones como el síndrome de fatiga crónica, cuyas causas o tratamiento no han sido identificados claramente todavía, son un claro ejemplo de la manera en que los testimonios de las mujeres se anulan, incluso cuando provienen de experiencias completamente subjetivas: una paciente que habla de su propio cuerpo. Para que la voz femenina sea tomada en serio cuando expresa su propio dolor, es necesario primero deshacernos de una larga serie de suposiciones sobre las mujeres: que somos dramáticas, exageradas, histéricas, poco confiables. Que si nos sentimos mal, seguramente es porque no estamos teniendo suficiente sexo. Que necesitamos relajarnos.
Podremos estar lejos de los tiempos en que los malestares de las mujeres eran tratados con masajes pélvicos o lavados vaginales, pero popularmente, la mujer histérica sigue existiendo en el imaginario popular como aquella que se queja, que alza la voz, que no acata las órdenes o que se muestra demasiado dominante, incómoda: básicamente la que se comporta como un ser humano con puntos de vista, deseos y motivaciones propias.
Todas las que nos hemos enfrentado al sistema de salud conocemos el sexismo ahí se manifiesta. Para una mujer, escuchar que su dolor es normal o que la causa de su malestar está en su cabeza es una de las muchas formas de violencia silenciosa a las estamos sometidas, a veces sin siquiera darnos cuenta. El derecho a la salud pasa por la agencia que una persona tiene para verbalizar sus síntomas: es el derecho a que la palabras que enunciamos sean de verdad escuchadas.
(Ciudad de México, 1984). Estudió Ciencia Política en el ITAM y Filosofía en la New School for Social Research, en Nueva York. Es cofundadora de Ediciones Antílope y autora de los libros Las noches son así (Broken English, 2018), Alberca vacía (Argonáutica, 2019) y Una ballena es un país (Almadía, 2019).