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El video de Lady Coralina revela la irresponsabilidad de quienes consumen entretenimiento en redes sociales

No todo lo que encontramos en Snapchat e Instagram cuenta con la aprobación del que ahí aparece. No todo es un reality show, listo para consumirse. Debemos repensar las fronteras entre la vida privada y la pública.
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Más allá del deplorable linchamiento al que fue sujeta la protagonista del video titulado Lady Coralina, me llamó la atención que el portal en línea de la revista Quién recogiera la noticia como si la chica fuera una celebridad, como si el “escándalo” (entrecomillemos, por favor) alrededor de lo que hizo debiera compartir espacio con el rompimiento de Brangelina. Ahora que la frontera entre la fama que otorgan los medios tradicionales y la que brinda Snapchat y YouTube está cada vez más desdibujada, quizás Quién decidió publicar la nota porque Lady Coralina en efecto puede ser considerada célebre (o “una personalidad”).

Los reality shows fueron los primeros en pasar una goma por ese margen, al convertir a desconocidos en famosos no en virtud de su talento o su belleza necesariamente, sino por aparecer en pantalla o los titulares de las revistas de chismes. El resultado es un mundo en el que Kim Kardashian es igual o más reconocible que Meryl Streep, con la salvedad de que esta última es una actriz de altos vuelos y Kardashian se representó a sí misma en una película porno y, como resultado, en un reality show junto a su familia.

Las redes sociales no han reemplazado a los reality shows tanto como los han fragmentado, depurando su fórmula y transformando a cada usuario en una estrella de su propio programa. ¿Qué es un cuenta de Instagram si no un canal de proyección personal? Mi vida y la de mis conocidos en redes sociales refleja poco de los problemas, tristezas, vergüenzas e incluso alegrías que componen nuestro día a día. Al ver casi cualquier reality show tenemos la impresión de que el contenido ha sido editado para dejar fuera lo menos dramático y llamativo. Instagram, Snapchat, Facebook y hasta Twitter son las versiones curadas de nuestras vidas, nuestro reel de grandes éxitos: viajes, comidas, celebraciones y, en algunos casos, proezas profesionales y despliegues de talento y variedad de amigos. Diariamente cosechamos el goce efímero que nuestra pequeña fama nos brinda en forma de corazoncitos y comentarios. Vemos las virtudes de esa curaduría, pero no reparamos en las consecuencias.

El interés que ha generado la no-noticia de Lady Coralina las revela. No es lo único que expone, claro: ahí queda el sexismo enfebrecido de una masa que condena lo que hace una mujer, pero que probablemente lo festejaría si viniera de un hombre. En función de la celebridad instantánea, me parece que el comportamiento de tantos usuarios de redes sociales y medios impresos y digitales, quienes se sintieron libres de denostar y calificar lo que una chica libremente hizo en una fiesta, debe abrir la puerta para un debate sobre lo que consideramos entretenimiento y lo que idealmente debería mantenerse privado. En México, un país obsesionado con sus ladies y sus lords, donde un funcionario público se dio a la tarea de grabar (por sus pistolas) el comportamiento agresivo de sus votantes, creemos que, por aparecer en nuestra pantallita, cualquier clip es fair-play. Olvidamos la diferencia abismal entre Kim Kardashian y Lady Coralina: una es famosa por su propia volición y otra porque un tercero decidió violar su privacidad y subir, sin su consentimiento, un video de su persona.

Desde que el mentado Edgar se cayó en ese arroyo, hemos consumido la miseria ajena sin reparos, como si la atención que brinda la viralidad opacara o de plano cancelara el oprobio que el video mismo representa. Edgar y otras de esas primeras víctimas le echaron leña a ese fenómeno, al validar el abuso, tomándose fotos con desconocidos y saliendo en campañas, como si la fama exprés valiera más que mantener intacta la frontera privada. El resultado es una sociedad en la que una revista que vende miles de ejemplares no tiene broncas en propagar una transgresión, sin pensar en los costos que representa para la transgredida (hace unos días, al ser objeto de un abuso similar, una chica en Italia se suicidó).

No pensamos en el otro, a quien le apuntamos con nuestra cámara, para subirlo en nuestras redes, para recibir comentarios y corazoncitos. “Consumir contenido” sobre las vidas privadas de desconocidos nos parece tan legítimo como prender E! y ver el reality show de los Kardashian. No es así, por supuesto. Nuestra responsabilidad es pensar dos veces antes de transmitir la vida de otro en nuestro canal y distinguir entre lo que vemos. No todos son narcisistas. No todos buscan el estrellato efímero del video viral. Algunas solo quieren darle un beso a un tipo en su despedida de soltera sin que eso aparezca en la revista Quién.

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Coeditor del sitio de internet de Letras Libres. Autor de Tenebra (Seix Barral, 2020).


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