Meghan Daum es ensayista y periodista. Entre sus libros están The unspeakable: and other subjects of discussion, Selfish, shallow, and self-absorbed: sixteen writers on the decision not to have kids y The problem with everything: my journey through the new culture wars, un ensayo brillante que combina el análisis, la autobiografía y la polémica, y que estudia asuntos como el feminismo de cuarta ola, las diferencias de visión entre generaciones, el ascenso de la sensibilidad woke y la cultura de la cancelación.
Ha dicho que su libro The problem with everything trata del “conflictuado y torturado estado del liberalismo en general y del feminismo en particular”. Ha dicho que quería escribir un libro sobre visiones distintas en el interior del feminismo, y que tuvo que cambiar un poco el foco. Es un libro curioso desde el punto de vista formal, “una meditación extendida”. Hay crítica cultural y análisis político, y también tiene elementos autobiográficos y personales. ¿Cómo fue el proceso de escritura?
El proceso de escritura fue terrible. El ciclo de noticias se movía con velocidad vertiginosa y la conversación cultural general estaba en un frenesí constante. Escribir era como jugar al whac-a-mole. Dedicaba días a escribir de un rifirrafe que parecía urgente en el momento, y luego esa historia era eclipsada por completo y me quedaba preguntándome por qué me había molestado con la primera. Es interesante que el libro te parezca “curioso” en términos formales. Es sin duda un híbrido, pero es consistente con el enfoque que siempre he dado a mi trabajo. Desde el principio de mi carrera, hace más de 25 años, quise combinar elementos de memoria, crítica cultural, reportaje y observación social. He visto que me ha sido útil como ensayista y, más tarde, como columnista de opinión en los periódicos.
Uno de sus muchos temas es la diferencia entre generaciones: la generación X y los millennials. Dice que tienen actitudes diferentes hacia el sexo, las relaciones, incluso valores distintos. Unos pensaban en la dureza y la autosuficiencia, otros piensan en la justicia y la vulnerabilidad. También señala que la gente es más cruel.
La gente es más cruel online. Ahí es donde se producen la mayor parte de la crueldad y el acoso. Quienes crecieron antes de la revolución digital tuvieron el beneficio de las interacciones cara a cara, positivas y negativas. En vez de que te acosara online alguien que puede arruinar tu reputación, y causar daños sociales y psicológicos duraderos, teníamos que enfrentarnos al abusón de la escuela, que producía daño físico pero nos permitía volver a casa y olvidarlo. No digo que fuera ideal. Creo que las iniciativas contra el bullying que empezamos a ver en los años 90 y comienzos de siglo fueron buenas y necesarias: ya era hora. Pero creo que ahora los niños y los adolescentes tienen que tratar con capas y capas de presiones sociales y sutiles formas de agresión que no existían cuando yo crecía.
Habla de una especie de chulería, donde el narcisismo se presenta como revolución, “una forma de hacer el gesto de que eres radical sin serlo en absoluto”.
Llevar una camiseta (o llevar una tote bag o beber de una taza de café) que dice “Badass” o “Nasty woman” o “The future is female”. Eso son memes, no activismo. Por supuesto, los eslóganes siempre han ido de la mano de los movimientos políticos y sociales. Pero forman parte de una estética que la gente lleva como marcas, como moda. Y, cuando piensas en eso, seguir las tendencias de moda es posiblemente la cosa más antirradical que puedes hacer. Así que lo que tenemos son marcas corporativas cooptando cosas como el feminismo (y, por supuesto, más recientemente la idea del antirracismo) de modo que la gente pueda seguir comprando marcas corporativas mientras creen que hacen lo contrario. Es un círculo de influencia tremendamente cínico.
Ideas como el mansplaining o la importancia de las microagresiones, “pueden pretender disminuir el poder masculino, pero en realidad lo incrementan”. “Da a los hombres un poder que, sencillamente, no tienen”. ¿Cómo?
Mucha gente que se centra en cosas como el mansplaining o las microagresiones también suscribe la teoría de la dinámica de poder hacia arriba/hacia abajo. Es decir, operan siguiendo el principio de que puedes burlarte de alguien, e incluso ser cruel, si esa persona tiene más poder que tú. A primera vista, la idea tiene sentido. Los cómicos hacen chistes sobre políticos y famosos, no civiles regulares, como debe ser. La lógica es que los poderosos pueden soportar las críticas y no verse afectados por la ira o la crueldad de gente menos poderosa (algunos dirán incluso que, por definición, una persona con menos poder no puede ser “cruel” con una persona con más poder, porque la falta de poder elimina la crueldad). Pero en mi opinión hay una falacia lógica ahí. Creo que asumir que cualquier burla dirigida a cualquier hombre constituye “golpear hacia arriba” es conceder automáticamente poder a ese hombre y quizá no lo tenga. Por eso hablo de “darles el poder”. Al burlarse de hombres tan a la ligera, básicamente los tratas como a un famoso, o un político poderoso o alguna forma de titán industrial o algo así. Es una profecía autocumplida que refuerza la misma dinámica de poder que pretende destruir.
Escribe sobre la prevalencia de un relato victimista, donde la gente (mujeres en el libro, porque es el tema, pero lo vemos en muchos otros grupos) se presenta como víctimas para obtener una ventaja moral. Describe comportamientos manipuladores de mujeres y de hombres, y escribe “en una sociedad libre, al margen del género, o cualquier otra identificación, uno es libre de ser un gilipollas manipulador, narcisista y emocionalmente destructivo”.
Parece bastante sexista pensar que solo los hombres pueden resultar abusivos. Lo que quiero decir en el libro es que si vas a ir lanzando a tu alrededor términos como “masculinidad tóxica”, debes reconocer que la “feminidad tóxica” también está por ahí. Soy lo bastante vieja como para haber visto comportamientos terribles y emocionalmente destructivos por parte de mujeres, de manera tan frecuente como de hombres (posiblemente más por parte de mujeres, porque tendemos a tener recursos más sofisticados en términos de guerra emocional). Por supuesto, es cierto que los hombres, en general, son físicamente más fuertes que las mujeres, cometen muchos más crímenes violentos y pueden poner a las mujeres en auténtico peligro físico. Por supuesto que hay hombres que son claros predadores. Pero la jerga en torno a la “masculinidad tóxica” dice que, de algún modo muchos –si no la mayoría– de los hombres están programados por una sociedad sexista para tratar a las mujeres mal y que las mujeres, por otro lado, carecen por defecto de culpa. Y sencillamente las cosas no son así. De hecho, pensar eso trivializa a las mujeres. Es sexista.
Dice que la vida en los campus estadounidenses no es tan mala como a veces pensamos. Y que, al mismo tiempo, es mucho peor.
Lo que quiero decir es que el activismo es a menudo mucho más extremo de lo que podría asumir una persona cualquiera que no sigue estas cosas. Cuando dicen: “los universitarios siempre han sido radicales”, no se dan cuenta de que esta generación de universitarios está haciendo campaña para que no se lean ciertos libros, para que ciertos profesores sean despedidos, para que ciertas asignaturas no se estudien en absoluto. No solo vociferan sus creencias, acallan a gente cuyas creencias no quieren oír. Eso es muy distinto a lo que ocurría en el pasado. Esos alumnos estudian, de manera casi exclusiva, humanidades, a menudo en colleges de élite de artes liberales, más que en grandes universidades estatales, aunque esta visión empieza a ganar influencia en esos lugares también. Es poco frecuente que veas a estudiantes de ingeniería o medicina muy implicados en este tipo de cosas. Están demasiado ocupados estudiando y la cultura general de esas disciplinas tiende a ser muy distinta. Así que podrías ir a una gran universidad estatal, graduarte en algo como ingeniería o ciencias duras y evitar esta escena por completo. De hecho, la mayor parte de la gente matriculada en la universidad no tiene nada que ver con ese activismo extremo de la justicia social. Pero los que lo hacen son muy ruidosos y tienen una influencia desproporcionada.
Otra idea central del libro es el matiz (“un lujo que ya no podemos permitirnos”). ¿Por qué es importante, y por qué es necesario defender su importancia?
El matiz no solo es esencial para cualquier discusión interesante, es esencial para cualquier discusión verdadera. Cuando rascas debajo de la superficie de cualquier tema, descubres que es infinitamente más complejo de lo que habías pensado por la forma en que se debate en los foros públicos o en los medios. Cuando Donald Trump fue elegido presidente, había la sensación en la izquierda de que estábamos en tal emergencia que necesitábamos todas las manos posibles para librarnos de él. Formabas parte de la “resistencia” o eras cómplice del autoritarismo o el fascismo en alza.
Lo entiendo a nivel emocional, pero intelectualmente era bastante catastrófico, porque significaba que cualquier idea con cierta complejidad o crítica a la estrategia de la resistencia se consideraba herética. Se veía como algo que el otro lado podía utilizar como arma. También se veía como algo potencialmente dañino para aquellos que estaban históricamente marginados y ahora lo eran aún más a causa de lo horrible que es la administración Trump. Por citar solo un ejemplo, no debía haber discusión de la política migratoria porque sugerir que Estados Unidos debería imponer cualquier restricción podía interpretarse como un apoyo a las políticas de Trump. El problema, por supuesto, es que para combatir las políticas de Trump, tenemos que poder hablar de qué políticas alternativas pueden ser mejores. Pero no podemos ni llegar allí. Esto es solo un ejemplo de los incontables temas que han quedado prohibidos en la izquierda porque la gente ya no puede gestionar los matices.
En los últimos años hemos visto que se asociaba la defensa de la libertad de expresión con la derecha. Esto es sorprendente: la derecha ha ejercido la censura a menudo, y muchos liberales e izquierdistas en democracias occidentales haN defendido la libertad de expresión. Usted firmó la carta de Harper’s (cuyos signatarios eran diversos, aunque mayoritariamente liberales e izquierdistas). ¿Le sorprendieron las críticas?
Me sorprendieron las críticas porque la carta me pareció anodina. Hacía una declaración general sobre un fenómeno bastante obvio, pero la gente reaccionó como si se hubiera dicho algo escandaloso. La crítica más común, que me parecía desquiciante, era que se trataba de un grupo de gente muy conocida y privilegiada gimoteando porque se censuraban sus palabras. Eso no era el caso el absoluto. Era gente conocida y privilegiada que utilizaba su privilegio y fama para hablar en favor de millones de personas que encuentran los mismos problemas y no tenían la capacidad de responder. De nuevo, esto parece obvio, pero la preocupación cultural con el poder y el privilegio hacía que algunas personas fueran incapaces de mirar la carta de cualquier otro modo. Además, no todos eran famosos. Yo la firmé y no soy exactamente famosa.
¿Los críticos y los prescriptores (gatekeepers) culturales han sido demasiado tímidos o lentos a la hora de reaccionar ante estas tendencias?
Los prescriptores culturales han sido unos absolutos cobardes. Directores de revistas, programadores de festivales cinematográficos, comisarios de museos, lo que sea. Muchos, si no todos, detestan lo que les ha ocurrido al discurso público y a las artes. Después de todo, lo que les llevó al negocio fue un amor al matiz, a la complejidad y las zonas grises. Pero muchos de ellos son blancos de mediana edad o más, a menudo hombres, y les aterroriza que sus empleados jóvenes los acusen de intolerancia. Los jefes tienen miedo de su personal. Así que se suman a esta nueva visión por miedo a perder su empleo o que su carrera entera sea destruida por una acusación de insensibilidad o algo peor. Muchos de esos prescriptores solo quieren seguir alimentando a sus familias, pagar la universidad a sus hijos (y a menudo sus hijos se encuentran entre quienes los abroncan) y jubilarse con la vida intacta. Es comprensible. Pero las artes sufren por ello. Es triste verlo.
“Empiezo a pensar que la cultura está en efecto mentalmente enferma, o al menos con un malestar notable. Creo que nunca ha habido una civilización tan necesitada como esta”, escribe. “Estoy convencida de que la cultura es rehén de su propia hipérbole.”
Bueno, teniendo en cuenta que cuando escribo esto Trump acaba de ir al hospital con Covid y parece que él y su equipo eran supercontagiadores y la gente está perdiendo la cabeza en las redes sociales, sí, estamos más enfermos que nunca, en todo tipo de formas. Y, sí, la cultura es rehén de su propia hipérbole. La muerte del matiz no significa nada a menos que se exprese de forma hiperbólica. Pero si todo se expresa hiperbólicamente nada significa nada. Y si intentas pasar de la hipérbole y te preguntas: “¿qué pasa aquí? ¿Cuáles son los hechos? ¿Cómo de enfadados deberíamos estar?”, la hipérbole volverá hacia ti y te aplastará en Twitter por ser tan insensible como para hacer esas preguntas. Es una situación de toma de rehenes, en sentido figurado.
Pero ¿sabes qué? No es una situación de toma de rehenes en sentido literal. Que te apalee una muchedumbre en Twitter no es lo mismo que que te apalee una muchedumbre real. Así que tenemos que defendernos. Aquellos de nosotros que nos preocupamos por los matices deberíamos seguir teniendo conversaciones matizadas, aunque eso nos condene al ostracismo entre nuestros pares o nos acarree insultos en las redes sociales. Me han pasado las dos cosas y aquí estoy. Y sé que los que quieren matices son muchos más que los que quieren formar parte de este nuevo pensamiento reductor. Recibo emails suyos cada día. En realidad somos la mayoría. Es hora de empezar a actuar como tal.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).