Leyendo en la antología Viajes por España que preparó José García Mercadal para Alianza unas páginas de El camino de Don Quijote. Por tierras de La Mancha, del estadounidense August F. Jaccaci, me encuentro con esto: “Antes de hallar la carretera, próximos a ella, nos encontramos en medio de unas ruinas, frecuentes compañeras de las tierras desoladas. Poseídos por este silencio no turbado, los melancólicos despojos, señales de una vida remota, nos hacían sentir la presencia de los muertos. Es como si los pasados siglos, por un milagro, vinieran a nosotros”. Jaccaci, el más moderno de los viajeros antologados por García Mercadal, recorrió las rutas del Quijote a finales del siglo XIX. Hace más de cien años vivió la misma sensación que nos asalta a nosotros cuando entramos en un pueblo o en alguna ciudad pequeña desiertos y encontramos tantas casas abandonadas, tantos negocios cerrados, tantas “señales de una vida remota” y más próspera. Imagino que quienes levantaron y habitaron esos pueblos lo hicieron con un ánimo bien diferente al nuestro. ¡Estaban construyendo algo!
La remota prosperidad se adivina en los cafés de escala desmesurada donde ahora hay apenas dos clientes, en los ateneos modernistas con la fachada deslucida, en los mercados de apabullante bóveda donde ya solo se venden tres tristes puerros, y lo que llama la atención es la fricción entre el uso actual, tirando a ninguno, salvo el uso de tenerse en pie, y la animada vida, la esperanza en el futuro y el gusto por la civilización que se adivina en detalles como los aldabones con forma de mano delicada, las cabecitas que adornan los dinteles de las puertas, en lo cuidadoso, en el trazado de las calles que salen de las plazas con soportales, por donde debieron de cruzarse muchos vecinos. Este pueblo es precioso, encantador, está tan bien pensado que alguien debió de vivir aquí muy bien, podríamos seguir utilizándolo todo, asomándonos a sus ventanas, pero a la vez resulta ya todo inhabitable. Ahora ya no se sabe muy bien qué hacer, más que dar un paseo errático. Parte del gusto que encuentro en pasear por pueblos así es el de compararlos con lo que leo en los libros de otros viajeros, más antiguos que Jaccaci, que los visitaron cuando estaban llenos de vida, y es un gusto quizá alambicado, hecho de estratos como los que creo distinguir a mi alrededor.
Las líneas de Jaccaci extrañan leídas al cabo de los años, como si diesen a entender que la decadencia ha sido el estado habitual de todas partes, desde siempre, y no la prueba de una antigua actividad. ¿Pero no era eso también el 98? ¿Encontrar lo decadente allí donde se mirase? ¿No es también Quevedo y los muros de la patria suya? Incluso el Lazarillo habla de un mundo desmoronado, entonces ¿cuándo han vivido estos pueblos el esplendor que se les adivina? ¡Tal vez nunca!
Más adelante Jaccaci cuenta que entra en la iglesia del pueblo, que es Herencia, y que ese día están celebrando la fiesta de Santiago, y en la entrada de la iglesia hay una vieja sentada a una mesa con un platillo lleno de monedas, y al leerlo me acuerdo de que hace poco entré en una iglesia recién restaurada, ya sin culto, y a la entrada había una mujer mayor, no diría aquí una vieja, detrás de una mesa sobre la que había un cestillo para dejar alguna moneda a cambio de la visita, y el sentimiento de circularidad se hace más fuerte. Y me sobresalto, porque si es verdad que nos fijamos en lo que es semejante a nosotros, y si es verdad que como es dentro es fuera, ¿no será que tengo la cabeza llena de ruinas y de escombros?
Para escapar de la melancolía calenturienta que provoca la visita a cualquiera de esos lugares que conocieron tiempos mejores me entrego al juego de correspondencias entre lo de fuera y lo de dentro, los pueblos y mi cabeza, y lo primero que tengo que preguntarme es quién trazó en mi mente las vías por las que ahora sigue circulando mi pensamiento, cómo es posible que desarrollase las tendencias que aún me mueven, en qué momento adopté las muletillas con que hablo, qué parte de mis antiguas convicciones sigue en pie y con qué ánimo las recorro ahora, con qué inconsciencia me construí unas aficiones para un futuro desconocido, y cuándo he desarrollado todo aquello. ¡Tal vez nunca!
Así que, como tampoco sé cómo me he hecho, ni cuándo fue mi esplendor ni cómo he llegado hasta aquí, digo ahora que camino por mi vida como si recorriese con curiosidad un pueblo de nombre evocador, y de vez en cuando leo algún libro a ver si entiendo algo o encuentro un plano que pueda superponer al mío.
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).