Imagen: Le Journal du Dimanche

Falsos y verdaderos debates sobre el “islamo-izquierdismo”

En Francia, algunas voces han querido culpar al "islamo-izquierdismo" por las muestras de intolerancia dentro de las universidades de ese país. En realidad, dichas manifestaciones forman parte de un clima intelectual generalizado, propiciado por un diverso abanico de actores.
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El término “islamo-izquierdismo” remite al libro La nueva judeofobia, de Pierre-André Taguieff, publicado en 2002. Este comprometido estudioso, filósofo, politólogo e historiador de las ideas, subrayaba las convergencias entre ciertos movimientos de izquierda, organizados o no, y algunas organizaciones islamistas, sobre todo en la cuestión de la defensa de los palestinos ante el estado de Israel. Y señalaba el deslumbramiento voluntario de todo un sector de la izquierda de cara a la conjunción de varios fenómenos: el indiscutible renacimiento del antisemitismo disfrazado de antisionismo; la fetichización acrítica de los movimientos palestinos y, en contrapartida, la demonización del estado de Israel y, finalmente, la ceguera no solo frente a la naturaleza neototalitaria del islamismo y de la república iraníes, sino también ante el autoritarismo de los regímenes árabes, ya fueran los llamados “laicos”, como el de Iraq o el de Siria, o los teocráticos, como las monarquías del Golfo Pérsico. Valiéndose de esta demostración, Taguieff enfatizaba que Francia se encontraba ante la coexistencia de una “xenofobia antimagrebí” y de una “nueva judeofobia”. Y advertía por lo tanto contra dos ideas falsas que podían alimentar a los fantasmas complotistas: “la asimilación del Islam al islamismo” y “la amalgama entre judíos, ‘sionistas’ y ‘nazis’” (o “racistas”). Concluía su ensayo con un doble llamado: a rechazar los “odios miméticos” y a la “apuesta a favor de un mundo donde el odio no tenga la última palabra”.

Decir que el libro de Taguieff se ha leído de manera muy sesgada en los debates políticos franceses es un eufemismo. Algunos solo han querido retener de entre sus observaciones la advertencia de una nueva forma planetaria de judeofobia, borrando cuidadosamente su denuncia del persistente racismo antimagrebí, y más aun sus llamados a la razón política.

El 14 de febrero de este año, la ministra de Enseñanza Superior francesa, Frédérique Vidal, se entregó al juego de instrumentalizar un debate de ideas. Entrevistada en CNews, se refirió al “islamo-izquierdismo” como “una gangrena de la sociedad en su conjunto, [a la cual] la universidad no es impermeable”. Días después, el 22 de febrero, aclaró su punto en una entrevista con el Journal du Dimanche, al designar con ese término al “conjunto de los radicalismos que atraviesan a nuestra sociedad”. Precisó que, como consecuencia, las universidades se enfrentan a “ataques contra la libertad académica y contra la libertad de expresión en general”, y que “los docentes no se sienten libres de enseñar como ellos desean”. La situación era tan grave, explicaba, que había decidido comisionar al Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS, por sus siglas en francés) a “hacer un balance de la investigación que se realiza en torno a esos temas en Francia”, para “distinguir entre el trabajo de los científicos y el de quienes se valen de este trabajo para promover una ideología y nutrir el activismo”.

Estas frases de la ministra le prendieron fuego a la pólvora. Se vio en ellas, con toda razón, una representación caricaturesca de la situación de las universidades y una voluntad de desmarcarse ante un asunto en el cual la ministra no había brillado por su capacidad. Desde hace más de un año, las universidades funcionan a cámara lenta y en condiciones particularmente difíciles para estudiantes y profesores. No hay cursos presenciales, sino cursos en una plataforma informática que inició con una falta total de preparación, y en la cual, a través del ingenio y el sistema D

((El sistema D, llamado así por el sustantivo debrouille (ingenio) y el verbo debrouiller (desenmarañar), es una locución popular que designa la capacidad de una persona para adaptarse e improvisar en la solución de un problema. (N. del T.)
))

, profesores, responsables de servicios informáticos y estudiantes han hecho malabares con muy pocos medios para organizar cursos en video. En todo ese tiempo, la ministra no ha hecho oír su voz para pedir correctivos sensatos sobre el tema, especialmente un mayor apoyo a las universidades donde los numerosos estudiantes que trabajan en paralelo a sus estudios se han visto privados de sus ingresos habituales debido a la desaceleración económica provocada por la pandemia. Muchos de ellos luchan por pagar el alquiler o incluso comprar la comida, y se encuentran en situaciones de gran aislamiento.

Más allá de las cuestionables declaraciones de la ministra, queda preguntarse por la veracidad de las mismas y de los obstáculos a la libertad de enseñar y pensar que denuncia. No cabe duda de que en los últimos años se producen de forma habitual manifestaciones de intolerancia. Varios incidentes merecen ser recordados: la cancelación en la Universidad de Lille de la lectura de un texto del periodista Charb de Charlie Hebdo, asesinado el 7 de enero de 2015 junto con sus colegas, con el pretexto de que el texto habría sido islamófobo; la destitución de un profesor de sociología de su laboratorio en la Universidad de Limoges por protestar contra la presencia de una figura del Partido de los Indígenas de la República

((El Parti des Indigènes de la République es un partido político surgido en 2005, que se define como antirracista y descolonial. (N. del T.)
))

en un curso impartido por su universidad; el intento de prohibir la representación de Las suplicantes de Esquilo bajo la acusación de blackface; o, finalmente, las recientes acusaciones de islamofobia contra dos profesores de ciencias políticas en Grenoble.

Ante esto, la pregunta que surge es, en primer lugar, ¿por qué la ministra en funciones desde 2017 solo se manifiesta hasta hoy? El año académico “confinado” ha dejado poco o ningún espacio para este tipo de intimidación. Pero volvamos a estos hechos intolerables y las cuestiones de fondo que plantean.

La primera es sobre la gravedad, o no, de la situación. ¿Es lícito argumentar que los debates ya no son posibles en las universidades, que muchos profesores se ven impedidos de expresar sus opiniones y realizar sus investigaciones de forma independiente, debido a las maniobras de los grupos islámicos? Este movimiento indiscutiblemente existe, una de sus expresiones es el Partido de los Indígenas de la República. No hay duda de que los integrantes de este movimiento pueden ser virulentos e inclinanarse por palabras o acciones que a menudo son estruendosas y cuestionables. Pero nada permite decir que tienen sujetas a las universidades e impiden sistemáticamente los debates en ellas. Estos actos inadmisibles siguen siendo hechos aislados, que muchas veces se ven amplificados por la cobardía de las autoridades universitarias que, ante las amenazas de interrupción de conferencias o coloquios, no quieren “problemas”. Si estas autoridades hicieran gala de un mínimo de coraje, recordando la ley y enfrentándose a las demostraciones de fuerza, a menudo limitadas inicialmente a las redes sociales, las cosas se desinflarían con bastante facilidad.

Algo que la ministra curiosamente olvida es que las muestras de intolerancia y el afán de censurar el debate público dentro de las universidades no son exclusivos de lo que ella llama “islamo-izquierdismo”. Podría haberles sumado las acciones de determinados grupos LGTB que, en octubre de 2019, consiguieron la cancelación de la conferencia de Sylviane Agacinski en la Universidad de Burdeos. Esos grupos denunciaban su homofobia y tomaron como prueba que se había pronunciado contra extender la reproducción médicamente asistida a todas las mujeres y contra la posible legalización de la gestación subrogada en Francia. También olvida los ataques de los nacionalistas polacos contra un coloquio sobre el trabajo de historiadores polacos en torno a la Shoah, que tuvo lugar en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en febrero de 2019. Pensemos también en la presión que China, a través de los Institutos Confucio, ejerció sobre el Instituto de Estudios Políticos de París y el Instituto Nacional de Lenguas y Civilizaciones Orientales durante la visita del Dalai Lama en 2016; o la de su consulado alsaciano, en enero de 2019, contra la Universidad de Estrasburgo, durante una jornada informativa sobre los uigures.

Lo que no ve la ministra, ni tampoco un buen número de políticos que participan en este movimiento de denuncia en una sola dirección, es cómo estas manifestaciones de intolerancia forman parte de un clima intelectual generalizado, y no solo francés. Como bien apuntó un sociólogo francés, Smaïn Laacher

((Sugiero consultar su muy reciente La France et ses démons identitaires, Hermann, París, 2021. (N. del A.)
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, cada día confundimos un poco más el enfoque racional y la defensa de los valores identitarios. La verdad de un discurso sobre un tema, un problema o un grupo social ahora está demostrada por el hecho de formar parte de una de estas entidades. Solo a los hijos de inmigrantes o a los inmigrantes mismos se les permitiría hablar sobre asuntos migratorios; cualquier otra palabra sería ilegítima y solo tendría como objetivo despojar a los primeros de sus experiencias. Únicamente las mujeres y los colectivos LGTB tendrían capacidad para opinar sobre reproducción asistida o gestación subrogada. Nadie más que los polacos sería capaz de juzgar el antisemitismo en Polonia, ni su complicidad o connivencia con los nazis durante el Holocausto. Y solamente los chinos podrían opinar sobre cómo China trata a las múltiples nacionalidades y etnias que la componen.

Los discursos políticos de todo tipo ponen cada día más énfasis en ciertos esencialismos y particularismos. Por tanto, desafían el ideal universalista y democrático. Y es poco decir que la Universidad se ve socavada en sus pretensiones de conocimiento universal por tales deficiencias. Esto no significa que allí todo debate se haya vuelto imposible, al contrario. En muchos casos, un sentido razonado del debate, de la mano con un mínimo de valor intelectual, ayuda a evitar los excesos sectarios. Pero hace falta desearlo, y no solo poner el grito en el cielo, pidiendo investigaciones que no hacen más que alimentar fantasías complotistas.

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