Hace unos días platicaba con dos de mis colegas periodistas en Los Ángeles, quienes, desde su edad (ambas apenas rebasan los 25 años), lamentaban que el consumismo se haya adueñado de las fiestas que se celebran en varias culturas del mundo a finales de año. Muy al estilo de su generación, mis colegas se preguntaban por qué los festejos han perdido su sentido original para ceder a la frivolidad que, para ellas, implica esta suerte de compulsión de dispendio. No les falta razón.
Baste el ejemplo del Día de Acción de Gracias en Estados Unidos. El famoso Thanksgiving es, quizá, la celebración más sana de las que se mantienen vivas acá (por sana entiéndase secular y mayormente libre de obligaciones de consumo). En Norteamérica, la fiesta tiene su origen más inmediato a principios del siglo XVII. Los colonizadores organizaban una comilona de agradecimiento a la tierra por la cosecha del año. Aquello era un verdadero banquete, más parecido a un festival que a una cena en familia. Aun así, la tradición tiene raíces humildes y solemnes. No había voluntad alguna de despilfarro entre los primeros colonos. Adelantemos el reloj 400 años. Ahora, la cena de Thanksgiving mantiene cierto apego a la tradición: las familias siguen reuniéndose en un ánimo de comunión completamente secular. “Cada quien hace la cena como quiere”, me dijo una compañera de trabajo, “no hay manera de equivocarse en este o aquel ritual”. No obstante, la fiesta no se libra del ataque de la gran industria de la hospitalidad y decoración. Los catálogos de tiendas como Williams-Sonoma o Pottery Barn, dedicadas a los utensilios de cocina, los adornos y el mobiliario residencial, inundan los buzones con páginas y páginas de ideas para engalanar la sala, colgar manualidades en la puerta o colocar un pavo de cerámica de doscientos dólares en el centro de la mesa. Pero eso no es todo. Quizá la muestra más clara de que esta no es, como dirían acá, “el Thanksgiving de tus abuelos” (es decir, menos orientados al consumo), es la cascada de dólares conocida como Viernes negro. Resulta que acá, las tiendas dan el banderazo de salida a la temporada de compras navideñas justo a la medianoche de la velada de Thanksgiving. Eso da pie a un fenómeno, digamos, curioso (si no incongruente): las familias se reúnen para dar gracias después de un año de trabajo, comen presurosas y luego se dirigen a los centros comerciales, donde hacen largas filas para comprar como desesperados lo que no han comprado en 12 meses. Mucha gente simplemente se brinca la famosa cena y opta por acampar en las aceras junto a las tiendas. ¡Al demonio el agradecimiento y el lazo familiar! Lo que quieren es ser los primeros en hacerse de una televisión con 60% de descuento. El frenesí dentro de los comercios es tal que sobran historias de disturbios: gente matándose por esa última Playstation 4 que quedaba en los anaqueles. En suma: no particularmente a tono con el espíritu original de la cena aquella en Plymouth.
Por supuesto, esta incongruencia impuesta por el consumismo moderno es todavía más notable en el caso de otras fiestas, más arraigadas en la tradición religiosa. Pensemos, por ejemplo, en Hanukkah, la fiesta judía que conmemora la dedicación del templo en Jerusalén tras el valiente e improbable triunfo de los Macabeos hace más de 2 mil 200 años. Es una celebración no solo del poder de la fe, sino de la protección celosa de las tradiciones de un pueblo. ¿Y ahora? Bueno, ahora las familias judías siguen reuniéndose para encender solemnemente la menorá, pero, al menos acá, también ceden a la tentación del consumo. Un vistazo a los catálogos de Williams-Sonoma haría palidecer a cualquiera. Venden, por ejemplo, un molde para pastel en forma de estrella de David, una vajilla decorada con decenas de dibujos de menorás coquetísimas y, ¿por qué no?, una receta para hacer cócteles de vodka para acompañar las latkes.
Y luego está la Navidad. Como absolutamente todos sabemos, la celebración del nacimiento de Cristo tiene el origen más humilde, sencillo y enternecedor imaginable: una familia perseguida encuentra refugio en un establo o algún sitio similar donde, casi a la intemperie, da a luz a un pequeño que se convertirá en el líder más notable de la historia humana. No había árbol, ni esferas, ni regalos, ni Santa Clos, ni manteles, ni copas, ni muérdago, ni nieve falsa, ni casas decoradas con kilómetros de lucecitas. ¿Y hoy? Hoy hay todo eso y muchísimo más. Miles de páginas de Pinterest están dedicadas a los adornos navideños. El mercado de decoraciones y demás vale miles y miles de millones de dólares. De los regalos ni hablamos. ¿Y la celebración del nacimiento de Jesús? Eso se reduce, literalmente, a una serie de figuritas minúsculas puestas en una esquina de alguna mesa de la casa.
Antes de concluir, querido lector, me permito una aclaración. Nada de lo que acabo de describir me escandaliza. Pensar que el Día de Acción de Gracias debería celebrarse a la usanza puritana o que Hannukah y Navidad deberían ser celebraciones solemnes y casi sombrías es una ingenuidad. Y lo es porque esta progresión consumista es parte de nuestro tiempo. Hay quien podría decir que es exclusiva de la cultura occidental, tan orientada al dinero y sus frutos. Pero eso sería inexacto. Lo invito a que investigue un poco cómo se celebra en buena parte del mundo islámico la fiesta de Eid Al-fitr. En muchos casos, el festín tras el Ramadán incluye, también, regalos. Y aunque no hay catálogos de decoraciones, sí es posible encontrar muchos sitios de internet que no le piden nada a nuestra manera de gastar. Por eso, quizá, es mejor relajarse. Comienza la época de los villancicos, las ofertas y el “jo,jo,jo”. No hay vuelta atrás.
(Milenio, 30 noviembre 2013)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.