Ilustración: Letras Libres

América, no Abya Yala

Tal vez América ya no dice nada, ni siquiera cuando se le llama Abya Yala. Pero a veces lo que enmudece vuelve a hablar, aunque no sepamos cuándo.
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Séptima entrega de la serie Buscando América.

Mi América habla español. Desde luego, las otras lenguas existentes son muy respetables, sean europeas, sean las de los descendientes de las sociedades que poblaban el continente antes de la llegada de europeos y africanos. Vivo en español y esta realidad aplastante es mi punto de partida como americana. Ciertamente, son necesarias las políticas para la preservación de las llamadas lenguas indígenas, tanto como las tendientes al aprendizaje del inglés y de otros idiomas, pero no hay que engañarse: el español es una lengua importantísima en el mundo y no debemos perderlo de vista, nosotros que hemos perdido tanto en estos siglos convulsos.

Me distancio de la exaltación de la hispanidad, una celebración solapada del colonialismo; también de la propuesta decolonial de recuperar los hilos históricos que interrumpieron los conquistadores españoles; no es posible. Toca vivir juntos en la época de la cuarta revolución científico-técnica y del cambio climático. Mi ideal está representado en el mexicano de origen maya Guillermo Chin Canché, ingeniero mecatrónico cuya tesis de maestría llamó la atención de la NASA: estudiará la luna Titán de Saturno con un amplio equipo internacional de científicos; dice sentirse orgulloso de sus ancestros mayas porque eran grandes astrónomos. Así es América, entre la modernidad y las tradiciones milenarias.

América no solo habla castellano, sino que ha participado del proyecto de sociedades seculares con aspiraciones de equidad, formadas por sucesivas capas de migrantes con siglos o apenas décadas de haber llegado. Hemos participado en la invención de la nación y del populismo; creamos la ficción telúrica y trascendente del mestizaje entre tanta desigualdad y racismo; somos portadores de una cultura absolutamente espectacular, que incluye premios Nobel de literatura y cantantes de reguetón, telenovelas y Jorge Luis Borges. Conocemos la decadencia sin haber conocido plenamente la cumbre: la igualdad de género de Escandinavia, el Estado de bienestar europeo, la revolución científica estadounidense, la institucionalidad canadiense, la influencia mundial de Rusia o Francia, la regia antigüedad de la muy moderna China y el salto gigantesco de Corea del Sur o Singapur. Mis compañeras feministas me llamarán patriarcal por señalar tales logros; no lo soy, lo que ocurre es que me siento legítima heredera de quienes inventaron la computadora en la que escribo y los derechos que tengo como residente en México. No se inventaron en mi América, me temo. De hecho, seguimos perdiendo oportunidades de inventar e innovar porque hemos convertido la política del Estado nacional en la medida de todas las cosas; el planeta se mueve sin nosotros (o sin nosotres) y nos impone sus reglas. Mientras, la izquierda y la derecha se llaman entre sí fascistas y comunistas: de lo más vintage.

La historia política de América Latina en los últimos cien años ha sido una lucha en pos de la democracia, un valor que no abunda en el mundo actualmente. Hemos intentado la convivencia de personas de muy distinto origen en un mismo territorio, hazaña que ha tenido momentos de gloria en temas de salud, educación y ascenso social, como períodos de degradación que nos convirtieron de receptores de migrantes en migrantes.

La región es demasiado conservadora para mi gusto de feminista y activista LGBTBQ y se conforma con esperar del Estado lo inesperable en lugar de reinventar la democracia y las políticas sociales. No obstante, las feministas mexicanas han logrado en un país reconocido como machista lo que sus semejantes del vecino del norte no han podido en los estados dominados por los republicanos: aborto y matrimonio igualitario.

Carecemos de inversión suficiente en ciencia y tecnología, lo cual no se contradice con la existencia de elites que luchan por este tema desde hace décadas, una necesidad perentoria en la era de la inteligencia artificial, la carrera espacial y la genética. Exportamos migrantes, imágenes de sufrimiento a causa de la discriminación racial y de género, música para bailar, narconovelas, paraísos efímeros de izquierda que conquistan tantos corazones bienpensantes al norte del Río Bravo y al occidente de Europa. Engendramos fantasías populistas que no recusamos, solo padecemos. Dos ejemplos; Argentina y Venezuela a la cabeza de la inflación continental. ¿Se arrepienten los votantes de sus errores o se lamentan sin responsabilidad alguna?

Debería ser motivo de orgullo una tradición creativa entre telúrica y cosmopolita que ahora nos negamos a exaltar porque cuestionamos los Estados nacionales, muy presentes en el devenir de la cultura continental del siglo pasado. Olvidamos nuestro espectacular pasado cultural, en consonancia con las modas antioccidentales producidas precisamente en los centros neurálgicos de occidente, en particular en Estados Unidos. De todos modos, la herencia cultural sigue en pie, proteica invencible, esperando siempre convertirse en oro en nuevas manos.

América, el continente de población más diversa, debería ser ecologista de raíz, en lugar de copiarse las modas ambientales de otros lugares relativas a tradiciones y alimentación. Pero también es urbana; sus abigarrados barrios repletos de viviendas precarias contrastan con la grandeza arquitectónica del siglo pasado, las minorías que luchan por ciudades más amables y humanas y los rascacielos que tantas dudas despiertan después de la pandemia. Mientras más grandes, al estilo de Ciudad de México, nuestras ciudades pueden ser más duras e inhumanas; igualmente, más ricas, variadas y fascinantes, un laboratorio en el que se busca la humanidad y la belleza en medio del caos. Vivir en ciudades así demuestra que nuestro camino no es de la pura celebración del mestizaje o la constatación de la multiculturalidad; se trata del alcance de vivir juntos siendo como somos y sin mirar atrás más de lo estrictamente necesario.

Me temo que América no forma parte de los planes de las generaciones emergentes, encerradas en los límites de su Estado nacional o convencidas de migrar a otras latitudes; por su parte, los gobernantes ven con temor las olas migratorias provenientes de países como Venezuela, entre otros. Tal vez América ya no dice nada, ni siquiera cuando se le llama Abya Yala, una fantasía decolonial que se empeña en renombrar la región con un vocablo de la sociedad kuna, que residió entre Colombia y Panamá, a despecho del nombre que todos conocemos.

Pero a veces lo que enmudece vuelve a hablar, aunque no sepamos cuándo; el fracaso pasado no condiciona el futuro a menos que las sociedades se detengan en el marasmo del hábito inútil enfermizamente replicado. Los Estados nacionales no desaparecerán en mucho tiempo, América tampoco: debe desaparecer la humilde, la descalza, no la que habla y escribe en español sin olvidar las lenguas que efectivamente se siguen hablando y hablarán. Es preciso superar el discurso de la América violenta y desordenada, tal de gusto de lo conservadores; el de la América víctima, tan cara a los centros intelectuales neurálgicos de Europa occidental y Estados Unidos; el de la América de la opresión que contribuye a borrar el pasado de la educación por racista y colonialista, en una época de descarada instrumentación de la enseñanza para el lucro. Tenemos cómo hacerlo: también hay fuertes tradiciones de pensamiento, política y creación en todos los ámbitos, tal como atestigua el siglo pasado cuando América no era la víctima sino el estandarte del futuro.

¿Abya Yala?: Hispano (latino-indo-afro) América. ~

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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