El premio Nobel: humanismo que no convence

Los premios Nobel tiene una visión reducida de la existencia plural de la especie. Más que aspirar a reformarlos, valdría la pena preguntarse si aún puede concebirse el bien global como hace cien años.
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Este artículo forma parte de la serie Fantasmagorías del pasado: el humanismo.

Soy admiradora de la más reciente premio Nobel de Literatura, la francesa Annie Ernaux. Tiene, sí, sus pecados políticos –se le ha acusado de antisemitismo y de ser contraria a Israel– pero no hay ganador o ganadora que no hayan sido señalado por los suyos. La elección de Ernaux reconoce, una vez más, que ante la progresiva pérdida de una visión compartida del mundo, los individuos se imponen en su singularidad y requieren elaborar las significaciones de su itinerario vital. Ciertamente, esta ha sido la marca de la modernidad literaria, en especial del género de la novela. Pero lo que parecía propio de las grandes urbes contemporáneas forma parte intrínseca de la existencia de aquellos que por razones migratorias, de raza, género, sexualidad o cualquier otra circunstancia entran en contradicción con el orden hegemónico.

No obstante, el premio Nobel de Literatura sigue en un ensimismamiento geográfico y lingüístico incomprensible. El mayor de sus errores no ha sido premiar a escritores de discutibles virtudes o con quienes tenemos diferencias ideológicas, sino despreciar a lenguas tan importantes literariamente como el castellano, por no hablar de las pocas mujeres que han merecido el honor.

En la medida en que instituciones como esta se hacen ciegas y sordas ante la variedad literaria en todo el orbe, su respetabilidad y ascendencia internacional disminuyen, en medio de la desenfrenada relativización de los criterios de legitimidad estética, cuestionados por su índole colonialista. Si la intención de los premios Nobel ha sido la de otorgar reconocimiento a personas que han hecho grandes aportes a la humanidad, por lo visto tales aportes se concentran en el hemisferio norte, con la posible excepción del polémico galardón concedido a los adalides, reales o supuestos, de la paz mundial. En el terreno científico podría entenderse, dadas las altísimas exigencias económicas y las sofisticadas instalaciones que exige este tipo de conocimiento, pero en el terreno literario es absurdo ignorar a tantos autores de indudable valía.

El humanismo promovido desde los Nobel considera al genio individual, incluso en campos marcados por el trabajo en equipo como el científico, la cumbre desde la cual se beneficia a una especie necesitada de sus inteligencias más destacadas. En el caso específico de la literatura, no tendría nada que objetar respecto a que el gran talento verbal, que sin duda existe, aunque no es apreciado como en otros tiempos, sea laureado. El punto es que en este caso, a diferencia de la ciencia, no es para nada justificable ignorar a extensas zonas del planeta; tal descuido deja a un lado la reverberación de lo nuevo en el mundo, recordando al pensador indio Homi Bhabha en El lugar de la cultura.

En la separación entre una parte de la humanidad envuelta en la cuarta revolución científico-técnica y aquella que apenas sobrevive, la literatura y todas las prácticas expresivas (y políticas, pero este es otro tema) establecen la geografía de lo pensable y el horizonte de lo posible en una época profusamente interconectada.

El premio a Annie Ernaux acierta, independientemente de los tantos franceses ganadores del pasado, porque esta escritora cifra en la narración de las experiencias personales la fuerza de la vida social en su plena dimensión histórica. Del llamado de la fuerza de la vida se alimenta la literatura de los intersticios, aquella que, según Bhabha, expresa la potencia de la gente que migra; de la mujer que aborta, es víctima de esclavitud sexual o muere víctima de asesinato; del hambre, la desgracia y la violencia estatal y paraestatal; de las familias no tradicionales y de las identidades en interrogación.

También la literatura de los afectos, de la aventura y del esplendor de seguir en pie expresa una mirada alternativa que aspira a una universalidad construida en nuestra común condición humana: nacemos desamparados y desnudos frente a la contingencia histórica, y para darle sentido a la existencia es esencial el “derecho de escribir”, siguiendo las ideas de Bhabha en un texto con este nombre. Se trata, en otras palabras, del derecho de narrar la propia historia.

Todo humanismo encierra una trampa, al proponerse como regulación de la conductas y ética sustentada en una visión de lo humano como terreno de la realización y no de la carencia y la vulnerabilidad, como propone Bhabha. El humanismo a la Nobel se queda corto en su consideración de la existencia plural de la especie. Más que aspirar a una reforma de este premio literario, valdría la pena preguntarse si a estas alturas puede concebirse el bien global como hace cien años o si hay que interrogarse al respecto.

El premio Nobel sustenta una noción de humanidad que es dibujada por Yuvan Noah Harari en Homo Deus. Breve historia del mañana: un sector de la población del planeta que se mueve como pez en el agua dentro de los saberes y expresiones más sofisticadas, hasta el punto de superar los males propios de la pobreza y la enfermedad. Lejos de mí impugnar estas aspiraciones, al estilo del antiintelectualismo al uso promovido por la derecha y la izquierda más antiliberales; solo tanteo sus límites en una época regresiva, tentada por la solución autoritaria y el enfrentamiento radicalizado por razones ideológicas y culturales.

Por último, se confirma la relación entre el galardón literario más codiciado y las dinámicas del mercado editorial transnacional, orientado a las tres o cuatro lenguas más poderosas y poco interesado en las realidades al margen de los países centrales al estilo de Francia, Gran Bretaña, Alemania o Estados Unidos. El músculo económico del premio Nobel debería servir para objetivos mucho más amplios y cónsonos con el presente. La pretendida universalidad humanista que inspira a la Academia Sueca no es tal y le concede razón al pensamiento post y decolonial, que señala la hipocresía detrás de las protestas de virtud cosmopolita de Europa occidental que el Nobel representa.

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Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.


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