He oído las canciones más tristes en Metro División

No hay un tipo de música que detone de manera generalizada emociones o sentimientos; ello depende de los gustos y estado de ánimo propios. Pero es irrefutable que la música nos mueve, nos cambia y nos libera.
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Desde antes que la neurociencia nos obsesionara, ya se conocían –¡se sentían!– los efectos benéficos de la música. Y llevamos ya varios años debatiendo los orígenes de nuestras preferencias musicales. Muchos científicos, según cuenta Silvia Bencivelli en Why We Like Music: Ear, Emotion, Evolution, sostienen que las armonías clásicas son las que mayor efecto tiene sobre nosotros porque nuestro cerebro y nuestro aparato auditivo están diseñados para responder a los sonidos armoniosos; por otro lado, la escuela de músicos como Arnold Schoenberg afirma que la música no tiene por qué ceñirse a esquemas preestablecidos y que determinada música “nos toca” (las comillas son mías) dependiendo de nuestros hábitos y entorno cultural y no como consecuencia de un elegante diseño biológico.

La música es un arte, pero también una disciplina que implica un conjunto de conocimientos, técnicas y procedimientos y que por tanto gira alrededor de un poder cultural. Discusiones muy similares a las que tienen los críticos literarios sobre al canon se suceden entre los músicos respecto a la “hegemonía cultural en la educación musical” y la capacidad que tiene cierta música para emocionarnos o sensibilizarnos. Más recientemente, la ciencia también es una convidada a estas discusiones: ¿Qué tipo de música es la que nos genera escalofríos en la espalda, con cuál reímos, con cuál lloramos, con cuál liberamos mayores cantidad de oxitocina y endorfinas, cuál nos provoca un nudo en la garganta, con cuál nos volvemos más empáticos, sentimentales o inteligentes? Lo maravilloso de estas preguntas es que no tienen una única respuesta; no hay tal cosa como “efecto Mozart[1]” o “efecto Schubert”. No hay un tipo de música en particular que detone de manera generalizada emociones o sentimientos. Depende siempre de ti, de tus gustos y de tu estado de ánimo. Lo que sí es un hecho irrefutable es que la música nos mueve, nos cambia y nos libera. Y no se me ocurre ninguna muestra tan clara y cotidiana que la del karaoke que desde octubre del año pasado está instalado –como parte de la exposición Autores y Compositores de México– en la estación División del Norte del Metro de la Ciudad de México.   

Esa estación es parte de mis recorridos cotidianos y desde que se inauguró el karaoke no he pasado ni una sola vez sin que haya alguien cantando. La experiencia es diversa y maravillosa. Los que llegan en grupo arman una pequeña fiesta hasta que todos han tenido su turno al micrófono, pero la mayor parte de los que cantan van solos: se montan en el pequeño tablado, eligen su canción y entran en un trance lleno de emoción. Cuando la canción ha terminado, y como la mayor de las veces no hay un público del que se esperen aplausos, se acomodan las ropas, toman las cosas que dejaron diligentemente acomodadas en sus pies, bajan de la tarima y se apresuran a tomar el siguiente tren. Siempre que veo a estos cantantes solitarios me pregunto: ¿qué hace que a la mitad de un día de mierda la gente se detenga a cantar? Cuando, después de su canción, me ha tocado compartir el mismo vagón de metro, en medio de todos los apretujones y los rostros cargados de tedio, ellos suelen ser los únicos que parecen no estar tan a disgusto. Algunos todavía van tarareando o meneando la cabeza a un ritmo que solo ellos conocen. La música sigue en ellos.

 

 

P.d. Uno de los policías que resguarda la estación me contó que una señora de apariencia un tanto estrafalaria que viaja sola, cada tantas noches pasa por el karaoke y canta la misma canción. No recordaba el nombre de la canción, pero me dijo lo muy conmovido que se sentía cada vez que la escuchaba. Tan extraordinaria es la música, que una sola canción le puede cambiar momentáneamente la vida a ella, al policía y a mí, que cada vez que trato de imaginarlos oigo esta canción en mi cabeza.  

 

[1] En 1993 Rauscher FH, Shaw GL, Ky KN publicaron un estudio titulado “Music and spatial task performance” en el que concluyeron que después de escuchar durante diez minutos la sonata de Mozart para dos pianos, K448, sujetos normales mejoraban significativamente sus habilidades de razonamiento espacial. De hecho, reportaron que los puntajes promedio de IQ espacial fueron entre 8 y 9 puntos más altos que aquellos sujetos a los que mantuvieron en silencio o a los que se les hizo escuchar instrucciones de relajación. El experimento fue muy controvertido y aunque Rauscher subrayó después que el “efecto Mozart” no mejoraba la inteligencia sino que se limitaba a una breve mejoría del razonamiento espacial temporal, el daño estaba hecho. En 1998 el gobernador del estado de Georgia (E.U.) implementó un programa que incluía un paquete de casetes de música clásica para todos los recién nacidos en el estado.

 

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Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.


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