I
A principios de 1958, dos muy jóvenes escritores –Carlos Monsiváis y su amigo José Emilio Pacheco– cruzaron las puertas del periódico El Nacional en la calle de Ignacio Mariscal de la Colonia Tabacalera. Preguntaron por Juan Rejano, el exiliado español que dirigía por entonces la Revista Mexicana de Cultura. Subieron las escaleras hasta alcanzar el pasillo del primer piso, que remataba en el pequeño y oscuro cubículo del director del suplemento.
Eran en verdad muy jóvenes. Ninguno de los dos había cumplido veinte años. Monsiváis los cumpliría justamente en el mes de mayo de aquel 1958, pero ya para entonces era profesor de literatura en la Escuela Nacional Preparatoria y jefe de redacción de la revista Medio Siglo.
Ambos llevaban una colaboración bajo el brazo. Juan Rejano ya había oído de su prematura fama como dos jóvenes eruditos e inquietos y los había invitado a colaborar. Unas semanas después aparecieron sus primeros textos. El de Pacheco fue el primero: un monólogo teatral en un acto titulado “La Reina”, publicado en el mes de abril. El 11 de mayo, una semana después de su cumpleaños número veinte, Monsiváis publicó por primera vez en un diario de circulación nacional. Se trató del poema “Esta herida presencia”.
Tres lustros después, otros jóvenes poetas realizaron el mismo recorrido y tocaron a la misma puerta: Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro, los insumisos e incorregibles infrarrealistas. Cuando llegaron, Rejano conversaba con una joven poeta no menos atractiva que legendaria, quien le había llevado al director del suplemento sus primeros poemas. Era Verónica Volkow, la bisnieta de León Trotsky. Así lo narra Bolaño en un pasaje de Los detectives salvajes.
Si en la literatura mexicana de los próximos años habrá de escribirse una novela que recree la atmósfera intelectual de la Ciudad de México en los últimos tres lustros del siglo XX, a la manera en que Los detectives salvajes retrató los territorios de la inclusión y la exclusión en la literatura mexicana y el periodismo literario de la década de los setenta, las redacciones, oficinas y cubículos en los que Juan José Reyes despachó, editó y congregó a nuevos autores entre 1985 y 1999, merecerían un lugar relevante en esa novela imaginaria.
Juan Rejano dirigió por más de tres lustros y en dos épocas diferentes la Revista Mexicana de Cultura de El Nacional (1947-1957 y 1969-1975). En aquella pequeña oficina de Rejano se congregaron generaciones de escritores, se tramaron amistades y enemistades literarias. Un despacho de cuatro metros cuadrados, con un escritorio, un par de sillas y un sofá por todo mobiliario, convertido en una suerte de antesala de las letras y de la tertulia mexicana, un templo de iniciación, un rito de paso, que comenzaba en el acto de entregar un texto a Juan Rejano con la esperanza de publicar, darse a conocer y cobrar por ello, y terminaba con el verdadero rito bautismal de un escritor mexicano: la cantina, esa Babel con botana y dominó donde despegaron o se malograron carreras literarias de la más diversa índole, el territorio ampliado de los suplementos literarios mexicanos donde no solían admitirse mujeres, menores de edad o uniformados.
Entre 1985 y 1988, Juan José Reyes coordinó El día de los jóvenes, el suplemento para noveles escritores del periódico El Día. De 1989 a 1991, junto con Fernando García Ramírez, dirigió las 30 entregas mensuales de la revista Textual del periódico El Nacional. Al cierre de la revista, y por más de una década, se desempeñó como secretario de redacción del Semanario Cultural del periódico Novedades, bajo la dirección de José de la Colina. En 1999 su nombre aparece, junto al de Julio Trujillo, como redactores del número 1 de la revista Letras Libres. En estos tres lustros de actividad como editor de suplementos y revistas, Juan José Reyes se sumó, enriqueció y diversificó la tradición de Juan Rejano.
Conservo una colección completa de la revista Textual. Cuando murió Juan José, el pasado mes de diciembre, revisé la nómina de los nuevos –o casi nuevos– autores publicados en Textual, solo para confirmar lo que ya sospechaba: su gran capacidad como editor para convocar a nuevas voces y lanzarlas al ruedo: Josué Ramírez, Noé Cárdenas, Enrique Serna, Víctor Manuel Mendiola, Héctor Orestes Aguilar, Armando González Torres, Pablo Piccato, Daniel González Dueñas, Conrado Tostado; José María Espinasa; Roberto García Bonilla, José Homero, Carlos Miranda; Fernando Fernández; Eduardo Vázquez Martin, Alejandro Toledo, María Baranda; Héctor Carreto, Luis Ignacio Helguera y Javier García Galiano, entre otros.
II
Conocí a Juan José Reyes en 1987. Tenía yo 19 años y él 32. Por aquel entonces ya había entregado mis primeras colaboraciones esporádicas para la página editorial del periódico El Día, mientras cursaba la carrera de historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.
La directora del diario, Socorro Díaz, me convocó a una reunión con otros editorialistas del diario, entre ellos Andrés Henestrosa, Juan María Alponte, Carmen Galindo y Beatriz Reyes Nevares, la madre de Juan José. Fue ella quien me recomendó esa misma tarde bajar a la segunda planta del diario, donde trabajaba su hijo como coordinador del suplemento auspiciado por el Consejo Nacional de Recursos para la Atención de la Juventud (CREA), El Día de los jóvenes, con el propósito de proponerle una colaboración regular.
Crucé por primera vez su oficina en la antigua sede del periódico en la colonia San Rafael, sobre avenida Insurgentes. Junto con él estaban el otro coordinador del suplemento, Lorenzo Ordaz –un hombre con calvicie prematura y un aparato para la sordera a quien le perdí la pista con los años– y otro joven poeta que hacía las funciones de redactor: Víctor Hugo Piña Williams. El martes 17 de julio de 1987, en el número 136 del suplemento El día de los jóvenes –con el título ampuloso “Los jóvenes y la participación política”– inició mi colaboración y mi amistad con Juan José Reyes, la cual habría de extenderse por más de tres décadas.
III
Once años después de aquel primer encuentro, una tarde de julio de 1998 caminé desde las oficinas del periódico El Nacional en Ignacio Mariscal hasta la casa de Juan José Reyes en la porción norte de la Colonia Roma.
Recuerdo menos las dimensiones de aquella vieja casona porfiriana que heredó de sus padres, que las bibliotecas que habitaban en ella. Los estantes lo ocupaban casi todo y en sus paredes se multiplicaban y desparramaban las colecciones de lecturas de por lo menos tres generaciones de escritores: su abuela, sus padres y él mismo. Esas bibliotecas, pienso ahora, deberían rescatarse y convertirse en un patrimonio público de la Ciudad de México y de los capitalinos.
En aquel entonces dirigía yo el suplemento sabatino Lectura del periódico El Nacional, y al mismo tiempo preparaba una antología que debía salir en dos volúmenes, con una selección de textos de los colaboradores más sobresalientes del periódico a lo largo de su historia: desde su fundación en 1929, y faltando unas semanas para el cierre definitivo, que habría de llegar el 30 de septiembre de 1998.
Aquella selección nunca se publicó, pero la nómina de autores que localicé era extraordinaria. Por más de un año revisé tomo a tomo la sección editorial del periódico, sus suplementos y revistas, para preparar la selección que nunca habría de ver la luz.
Esa tarde de 1998 llevaba yo debajo del brazo un folder con una sorpresa para Juan José: una selección con fotocopias de cincuenta artículos publicados en El Nacional por su abuela, Elvira Bermúdez; por su madre, Beatriz Reyes Nevares –que era como firmaba sus artículos–; y por su padre, Salvador Reyes Nevares, quien ocupó por algunos años la silla de Juan Rejano como director del suplemento cultural del diario, en la década de los ochenta.
Colaboradores habituales del diario por casi medio siglo, tenía registrados más de 500 artículos de la abuela y los padres de Juan José en el diario que estaba a punto de cerrar. Prolíficos, incansables y versátiles, había en aquella lista cuentos policiacos de la abuela, ensayos, artículos políticos, reseñas literarias, crítica de arte, de cine, y entrevistas elaboradas por sus padres, en lo que representaba una verdadera saga familiar dentro del periódico que forma parte del paisaje cultural del siglo XX mexicano.
Esa tarde Juan José me contó muchos recuerdos de su infancia y juventud que lo ligaban a El Nacional. Preparaba desde entonces un libro sobre su padre y uno más con una selección de cuentos desconocidos de su abuela. Ignoro si los concluyó. Pero aquella tarde, mientras le daba la vuelta a las páginas del folder, vi en su rostro la familiaridad de quien se encuentra con los de su estirpe y la seguridad de quien se sabe –se sabía– su heredero y continuador.
Poco después salí del país por más de diez años y perdimos contacto. Mucho tiempo pasó para reencontrarnos de nuevo, cuando planeamos juntos un número especial de la revista Cultura Urbana, que él dirigía desde 2004. Era 2015 y se celebraba el Año Dual del Reino Unido y México. Como director de cultura del British Council, le propuse armar un número especial sobre la ciudad de México vista por escritores y viajeros británicos. Armamos un guión preliminar, pero finalmente el proyecto no se realizó. Fue la última vez que lo vi. “Mi patria son los amigos”, escribió el peruano Alfredo Bryce Echenique. Juan José Reyes, los suplementos y revistas que dirigió o coordinó, ocupan una porción entrañable de la geografía de la mía.
es escritor y diplomático cultural.